El crecimiento de las iglesias pequeñas no ocurre por casualidad. Es necesario trabajar con un propósito y con determinación. El resultado es sumamente gratificante.

“¿Esto no se puede hacer!”, es una frase que suele resonar, envuelta en oscuridad, desesperación y frustración. En todo el mundo cristiano oímos cada vez con más insistencia que la revitalización de las iglesias pequeñas es algo que no se puede llevar a cabo. ¿De dónde surgió esa idea? ¿Será posible que nos hayamos olvidado de que somos una extensión de la iglesia del Nuevo Testamento, esa asamblea pequeña y valerosa que bien podría haber dicho: “Esto no se puede hacer”? Pero los miembros de esa iglesia, al parecer, ni idea tenían de esa frase; y la razón era que estaban muy ocupados, y, por otro lado, creían que “con Dios todo es posible”

Yo creo, sin duda, que Dios sigue obrando tal como lo hacía en favor de los cristianos del primer siglo. Pero la manera en que abordamos las cosas ahora es muy diferente de la de nuestros predecesores del Nuevo Testamento. Como dirigentes y dirigidos, a veces, al parecer, estamos demasiado tranquilos, como si el fuego se nos hubiera apagado. Somos muy cómodos para hacer las cosas, y no nos damos cuenta de la necesidad de avanzar por fe para intentar cosas nuevas.

Una visión y una misión

Las iglesias, en este nuevo milenio, especialmente las pequeñas, enfrentan barreras para el crecimiento. La mayor parte de esos obstáculos tienen que ver con dos cuestiones vitales: l) ¿Sabemos realmente cuáles son las preocupaciones y las luchas de la gente que nos rodea? 2) ¿Deseamos verdaderamente saber cuál es la visión y la misión de Dios para nuestras congregaciones? Y, si las conocemos, ¿tenemos fe y valor para tratar de concretar esa visión?

La experiencia del pasado nos enseña que las iglesias cuyo objetivo sea alcanzar y salvar a los perdidos serán las iglesias que crecerán. Las pocas iglesias que realmente tienen una visión y una misión se destacan sobre la mayoría, que carece de estos factores. ¿Por qué? Porque están empeñadas en buscar y encontrar la visión y la misión de Dios para su ministerio; por eso el Señor puede obrar por medio de ellas y las ayuda a descubrir los diferentes papeles que deben desempeñar.

Con frecuencia, trazamos planes y elaboramos estrategias para nuestras iglesias y nuestro ministerio; y le pedimos a Dios que bendiga esos planes y les haga rendir fruto. Pero el éxito de cualquier programa o iglesia no es sólo consecuencia de pedir la bendición de Dios, sino de aceptar, además, su invitación a unirnos a él en la obra que él está realizando en el lugar en que nos encontramos. En esto consiste, fundamentalmente, tener la visión y saber cuál es la misión de la iglesia.

Este proceso podría comenzar con una campaña de reavivamiento de cuarenta días, con inclusión de ayuno y oración. Todos, en la iglesia -por lo menos, la mayor parte de los líderes de la congregación-, deberían participar de esta noble empresa. Los participantes pedirán a Dios que les revele cuál es la función que la congregación debe desempeñar en esa comunidad. Probablemente sea mejor que cada congregación determine cómo va a desarrollar este importante aspecto.

La visión tiene que ver con el conocimiento del origen divino y profético de la iglesia, y cuál es su objetivo final. La misión, por su parte, tiene que ver con lo que se quiere alcanzar. La visión inspira a la gente para escalar la cumbre que señala la misión.

Los ingredientes del crecimiento

¿Cuántas veces oyó usted esta declaración con respecto a su iglesia -e incluso la dijo-: “Aquí no podemos hacer esto, porque somos un grupo muy pequeño”? La gente da a la palabra “pequeño” un sentido muy negativo. Pero, al margen del tamaño de nuestra congregación, podemos animar y vitalizar a nuestros hermanos. Sólo debemos recordar y poner en práctica los siguientes factores relativos al crecimiento de la iglesia:

  • Lina visión y una misión esclarecidas.
  • La participación de los miembros en diversos ministerios.
  • La iglesia debe ser atrayente para la comunidad.
  • Comunión con el Poder celestial, por medio de la oración.
  • Amar incondicionalmente.

Todas las iglesias de las que he tenido el privilegio de ser miembro han tomado tiempo para desarrollar esas cualidades. Creo que toda iglesia que esté decidida a seguir ese camino está destinada a crecer y ejercer una influencia positiva en la comunidad de la que forma parte.

A continuación, analizaremos cada uno de esos factores de crecimiento y trataremos de descubrir qué lecciones nos enseñan. Como hasta ahora ya hemos mencionado buena parte del primer factor -la visión y la misión-, vamos a aprovechar el espacio para referirnos a las demás cualidades necesarias para el crecimiento de la iglesia.

Si una iglesia quiere tener éxito, sus miembros deben participar activamente en la misión. Muchos creyentes sinceros parecen creer que es responsabilidad exclusiva del pastor hacer lo necesario para que la iglesia crezca. En realidad, es responsabilidad de todos los creyentes, incluso del pastor. Y, el principal papel del pastor consiste en entrenar a los miembros para que puedan alcanzar a la comunidad en forma contundente.

El pastor debe nutrir y edificar a los santos por medio de la Palabra de Dios, y animarlos frente al rechazo del mundo. Él es el líder que tiene la visión más clara acerca de la misión que Dios encomendó a su pueblo, de modo que sabe perfectamente en qué dirección quiere el Señor que marche la congregación. Ésta es la forma en que debe dirigir la iglesia el pastor; no debe ejecutar el trabajo de ella. Los miembros deben sentir como si fueran propias las necesidades y las ansiedades de la gente que los rodea, y deben alentar un profundo deseo de conducirlas a los pies de Cristo, para que ellos también lo sirvan de corazón. El pastor debe mantener constantemente delante de la iglesia la responsabilidad que Jesús le confió, a saber, trabajar en favor de los demás.

La declaración de misión de Jesús es también la de toda la iglesia: “Porque el Hijo del hombre vino a buscar y salvar lo que se había perdido” (Luc. 19:10). Jesús fue claro, y se dedicó con determinación a cumplir esa misión. Eso significa que debemos recorrer el mismo camino y hacer las mismas obras.

La iglesia debe ser atrayente para la comunidad. Por mucho tiempo, las iglesias han actuado como si pensaran esto: “Si la gente necesita a Jesús, que venga. La puerta está abierta”. ¡Qué vengan! Sería muy fácil y cómodo si todo lo que tuviéramos que hacer fuera abrir las puertas del templo, encender las luces y sentarnos a esperar que la gente se uniera a nosotros.

Parte de la campaña de revitalización de una iglesia consiste en conseguir que ésta se involucre con la comunidad, y lograr, a su vez, que la comunidad se vincule con la iglesia. Cuando digo que la iglesia debe ser atractiva para la comunidad en la que está inserta, no me estoy refiriendo a la belleza de su edificio o a la funcionalidad de sus instalaciones. Aunque eso sea importante, hay algo más: la gente debe tener recuerdos e ideas positivos respecto de nuestras iglesias.

Una forma de conquistar a la comunidad consiste en aprovechar las fechas especiales y organizar programas alusivos. Por ejemplo, en varias ocasiones durante el año, las iglesias de mi distrito desarrollan programas de reconocimiento y homenaje a determinados grupos, por lo que han hecho en favor de la población. En esas ocasiones, invitamos a miembros del cuerpo de bomberos, policías, concejales, enfermeros, médicos, choferes de ambulancias y otros profesionales.

En el sermón que predico en esas ocasiones, generalmente me refiero a las cualidades profesionales de esas personas y destaco el caso de los que profesan claramente la fe cristiana, y que tienen a Jesús como su Modelo. También les ofrecemos una comida especial, y durante esa ocasión les rendimos homenaje y les entregamos una placa con declaraciones que expresan nuestro aprecio por su contribución al bienestar y el cuidado de la comunidad.

Muchas de esas personas vinieron por primera vez a la iglesia en esas ocasiones. No deberíamos usar esas fechas como un “anzuelo para pescar” miembros o intentar imponerles nuestras doctrinas. Necesitamos aprovechar esas oportunidades sólo para agradecerles, y decirles a nuestros amigos cuánto los ama y los protege Dios. El interés por conocer nuestras doctrinas y su posterior unión a la iglesia serán el resultado natural de nuestro gesto.

Comunión con el poder celestial por medio de la oración. Ninguna iglesia crece sanamente sin oración. El poder del universo sólo desciende sobre nosotros cuando estamos de rodillas. Ya dijimos al principio que un programa espiritual de cuarenta días, que incluya ayuno y oración, es crucial para que la iglesia tenga una visión y sepa cuál es su misión. La oración es nuestra línea de emergencias, nuestra conexión con el Centro donde se solucionan todos los problemas del mundo. No hay una montaña tan

alta que la oración no la pueda mover; la oración ferviente puede escalar cumbres humanamente inalcanzables. Nos puede sacar de los valles más profundos. La oración que brota incluso de los labios más débiles y vacilantes puede ser un puente que nos lleve a salvo sobre el río más caudaloso y profundo.

Si realmente queremos transformar nuestras iglesias y conservarlas marchando en la dirección correcta, necesitamos implantar el hábito de la oración. Tal vez podríamos elegir un equipo denominado “los guerreros de la oración”. El ayuno y la oración se han convertido en prácticas casi obsoletas en el mundo actual. Necesitamos dedicar más tiempo al ayuno. Es un momento cuando sacrificamos algo importante y que nos gusta, y lo sustituimos por un período dedicado a la oración ferviente.

Jesucristo inició su ministerio con un período de cuarenta días de ayuno. El ayuno nos proporciona la gran oportunidad de gozar de profunda intimidad con Dios, y de que él intime con nosotros también. Durante períodos como éstos, los miembros de mis iglesias han sentido que Dios les ha abierto los ojos, les ha ampliado la visión de manera novedosa y sorprendente, y después han compartido conmigo esa experiencia. La intimidad con Dios ha perdurado, de tal modo que muchos de ellos repiten de tanto en tanto ese período de cuarenta días de oración y ayuno. La oración acompañada de ayuno provee tiempo para una concentración que nos permite comulgar con Dios de una manera especial, y buscar su voluntad para nosotros mismos y para la iglesia.

Finalmente, lo más importante: debemos amar en forma incondicional. No podemos crecer, como iglesia, en un ambiente en el que nosotros, nuestros dirigentes y nuestros miembros vivamos tan ocupados en criticarnos y condenar a los demás, que nos olvidemos de que hemos sido llamados por Dios para amar, y que él también nos ama. Por lo común, nos resulta sumamente difícil comprender la importancia de esta virtud.

El mundo en el que vivimos hoy ofrece muy poco en cuanto a aceptación y apoyo al individuo. Nuestra sociedad está tan terriblemente dedicada a alcanzar toda clase de intereses egoístas, que los demás quedan ignorados y condenados a luchar solos en medio de las tormentas. Nuestras iglesias deberían ser cielos en la tierra, lugares de seguridad definitiva, de aceptación y de amor.

La gente necesita saber y sentir que puede venir a la iglesia, no importa cómo se vista ni cuántas cargas esté llevando. Debe sentirse libre de venir, no a la defensiva, sino confiada y necesitada. Debe encontrar amor y brazos abiertos; después de todo, debemos tratar a los demás así como Cristo nos trata a nosotros. Si el mundo cristiano reflejara hoy en mayor medida el amor sincero del que hemos sido objeto, nuestras iglesias estarían colmadas de almas.

Sobre el autor: Pastor de iglesia en Chadron, Nebraska, EE.UU.