Hace dos años, muy temprano una mañana corríamos por los alrededores de un colegio adventista con el pastor D. A. Delafield, secretario asociado de la Corporación Editorial White, haciendo nuestro diario ejercicio. “¿Qué pensaría la Hna. White –comentamos–, si de pronto pudiera despertar y ver las grandes instituciones que la iglesia tiene, aun en lugares tan recónditos como éste?” Jadeante por el ejercicio, el pastor Delafield contestó: “Creo que su actitud sería de tremenda sorpresa, al ver que al comenzar 1971, todavía estamos aquí en la tierra”.

Desde aquel día dos años más se han agregado a la larga lista. ¡Y todavía estamos aquí!

Corría el año 1945. Un predicador examinaba ante una atenta congregación las señales de los tiempos y concluía diciendo con convicción: “Creo que no pueden pasar más de cinco o seis años antes de que el Señor vuelva”. Han pasado 28 años desde aquel momento y aún podemos recordar –e inclusive revivir– el impacto que aquellas palabras hicieron en nuestra mente infantil. ¡Y todavía estamos aquí! El último capítulo del drama de los siglos demora en cerrarse.

¿Qué es lo que falta? Estamos todos de acuerdo en que falta el cabal cumplimiento de San Mateo 24:14. Que falta que el testimonio sea dado poderosamente, que el mensaje inunde la tierra con su luz gloriosa, que el Espíritu Santo bautice al remanente y que concluya la predicación mediante instrumentos humildes pero consagrados.

¿Qué es lo que como ministros necesitamos? “Necesitamos mayor intensidad en la causa de Cristo” (Evangelismo, pág. 389). “El celo por la gloria de Dios impulsó a los discípulos a presentar un testimonio de la verdad con grandioso poder. ¿No debiera este celo inflamar nuestros corazones con un anhelo de contar la historia del amor redentor de Cristo y de éste crucificado?” (Ibid.). ¿Será posible realizar durante 1973 nuestro trabajo con este espíritu? ¿Precisamente ahora, que nos hemos propuesto unir nuestras fuerzas para impulsar la obra en la dirección señalada por Dios?

Al examinar actitudes y reacciones de nuestro medio notamos de tanto en tanto la aparición de cierto grado de profesionalismo, de espíritu de “administrador”, de “gerente”. La manifestación de esas tendencias nos preocupa, y con justa razón. El ministro que es un verdadero “mensajero” es aquel que ha encontrado una causa, y que es impulsado por ella. La vive con intensidad y con celo.

Mariano Grondona, en un artículo titulado “Dadores de Luz” (Visión, 9 de septiembre de 1972) presenta la falta de vitalidad de los tres elementos que a su juicio deberían dar a la humanidad la luz que tanto necesita: la filosofía, el arte y la religión. Antes de hacerlo examina las posibilidades de otros tres de los cuales se espera luz, pero que están tremendamente limitados: la ciencia, la política y el periodismo. La primera falla porque, a pesar de que nos provee de innumerables medios de acción, no nos dice cómo debemos usarlos; la segunda, porque su función es “ejecutar los ideales y sentimientos dominantes en una nación determinada”, pero no puede crear ni desarrollar esos sentimientos e ideales. Y el tercero es “el vocero de la humanidad”, pero por estar en medio de los acontecimientos que relata, carece de la perspectiva histórica que lo capacite para juzgar y valorar esos acontecimientos.

Los que sí pueden dar –sigue diciendo el autor citado– son los hombres que se mueven en el ámbito del arte, de la filosofía y la religión. El primero, porque debe marcar la sensibilidad necesaria para sentir la vida; la segunda porque se interna en preguntas vitales para buscarles respuestas humanas y la tercera, la religión, porque “intenta el esfuerzo supremo de examinar las últimas preguntas, desde el otro lado de lo humano”. Y llega luego a una conclusión descorazonadora: esos dadores de luz están en crisis. No parece haber filósofos que arrojen luz; el arte “nos abruma con su propia desorientación”, y las iglesias “ya no se ofrecen como tablas seguras de salvación”. Para colmo de males, agrega que el ritmo de la vida actual al sabotear la paz, la serenidad y la contemplación, hacen prácticamente imposible la resurrección de esos grandes espíritus iluminadores. “Hay entonces un dramático vacío”.

¿Es el pueblo de Dios un dador de luz? ¿Es una segura tabla de salvación? Creemos que sí. Apocalipsis 18:1 habla de la tierra alumbrada por la gloria de este mensaje, y el profeta Isaías habla de las tinieblas desvanecidas por una luz que no proviene de la política, ni de la ciencia, ni de la filosofía o el periodismo, el arte o la religión. Es producida por “la gloria de Jehová” nacida en la vida de aquel que quiere levantarse y resplandecer.

Pero esa luz viene cuando hay convicción, cuando el mensaje posee al hombre. Tal vez esté allí la clave de nuestro mayor mal: disponemos de una maquinaria muy perfecta, métodos, planes y metas ambiciosos, pero carecemos de ese combustible divino. Posiblemente hayamos perdido el celo y la intensidad de los apóstoles, características que están hoy en otras manos. El espíritu fervoroso, abnegado y arrojado pareciera estar hoy dominando causas ajenas a la predicación del Evangelio.

Un estudiante universitario hablaba en Moscú con un pastor cristiano y le decía: “Ustedes, cristianos, dicen que van a ganar el mundo; sin embargo, nosotros hicimos más en 50 años que ustedes en dos mil. ¿Y sabe usted por qué? Porque ustedes no se consagran a su tarea, a su causa. Nosotros sí. Nosotros vamos a vencer, usted lo verá” (O Desafío, Billy Graham, pág. 114).

Otro daba su testimonio con estas palabras: “Tenemos en nuestras filas un alto índice de bajas. Somos fusilados, ahorcados, apresados, injuriados, ridiculizados y despedidos de nuestros empleos… Tenemos una filosofía de la vida que dinero alguno podría comprar… [Mi causa] es mi vida, mi negocio, mi religión, mi pasatiempo, mi novia, mi mujer, mi secreto, mi pan y mi carne. Durante el día me dedico a eso, y a la noche sueño con eso. Su dominio sobre mí crece con el pasar del tiempo y no disminuye” (Id., págs. 114, 115).

Ese fue precisamente el espíritu que dominó a los apóstoles que salieron a conquistar y transformar el mundo. La diferencia está en que su arma era el amor. ¡Qué parecidas son esas palabras a las de San Pablo!: “Que estamos atribulados en todo, mas no angustiados; en apuros, mas no desesperados; perseguidos, mas no desamparados; derribados, pero no destruidos; llevando en el cuerpo siempre por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos. Porque nosotros que vivimos, siempre estamos entregados a muerte por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal” (2 Cor. 4:8-11).

Tal vez lo que necesitamos al iniciar 1973 sea una buena dosis de valor, de convicción, de intensidad en nuestra vida espiritual y en el ejercicio de nuestro ministerio, de celo por terminar la obra, de profunda preocupación por las almas que perecen.

En estas mismas páginas está el programa de Acción Coordinada para 1973, el AÑO DE LA JUVENTUD. Es éste un plan elaborado con dedicación y paciencia por los departamentales y administradores de la División Sudamericana. Surgió como una respuesta a la necesidad imperiosa de integración de planes, metas y objetivos para llevar adelante la obra de ganancia de almas. Tiene como objetivo unificar planes y todos nos hemos propuesto realizarlo plenamente unidos.

Pero por más que esté bien trazado y sea práctico y venga a llenar una necesidad imperiosa, es un simple esqueleto sin vida, a menos que se oiga la voz de Jehová Dios que diga: “He aquí que yo hago entrar espíritu en vosotros y viviréis” (Eze. 37:5).

¿Pasarán otros 28 años antes de que Jesús venga? ¿Llegarán a ser ministros los niños que asisten hoy a nuestras iglesias? ¿O seremos nosotros los testigos de las maravillas finales? Tal vez eso dependerá de que dejemos a un lado todo espíritu profesional, de funcionario, que pueda haber aún en nuestro ministerio y que nos impulse a la acción un poder que brote de la entrega sin reservas a la causa, pase lo que pasare, y venga lo que viniere. Eso dependerá del grado de unificación que logren nuestros planes: unidad entre nosotros y con los planes y directivas de Dios. También dependerá del uso de cada talento concedido por Dios a obreros y laicos: los primeros sintiendo el llamado a amonestar al mundo, sin mirar el ramo que desempeñan: maestros, profesores, departamentales, administradores, impresores, colportores, médicos, secretarias o evangelistas y pastores. Los laicos participando activa y entusiastamente en planes sabios de trabajo por las almas, como un disciplinado ejército que marcha hacia el frente.

¡“Despiértate, tú que duermes, y levántate de los muertos, y te alumbrará Cristo”! (Efe. 5:14).