Cuando un obrero de Dios viaja por las ciudades y las aldeas, hirvientes de actividad, y ve a la gente absorta en la prosecución de ilusiones y placeres, no puede menos que pensar en la pesada tarea que descansa sobre él de amonestar a esas multitudes lo más rápidamente posible.
Entonces se aglomeran en su mente un cúmulo de sentimientos e ideas. Su pensamiento recibe la influencia de lo que ve, y necesita nada menos que ayuda de lo alto a fin de liberarse a sí mismo de ciertas tendencias fatales, entre las cuales se cuentan la timidez y la presunción.
Estas constituyen dos extremos. La timidez, que llega a convertirse en temor, toma posesión del obrero cuando éste considera que el lado humano de las cosas es demasiado amplio, y demasiado ínfimo el divino. La timidez nos amenaza a todos, y debiera ser rechazada enérgicamente mediante la confianza en Dios. De otro modo significa derrota. Debido a que consideraron las circunstancias con sus propios ojos, en lugar de hacerlo con los de Dios, los diez espías regresaron con su triste informe: “El pueblo… es más fuerte que nosotros.” (Núm. 13:31.)
Todos estamos en el mismo peligro. Ante el poder, la riqueza, el número, la organización y la influencia del hombre, estamos en peligro de amilanarnos, de perder de vista lo positivo, a saber, el lado divino de nuestra misión: lo que impulsó a Josué y Caleb, “animados por otro espíritu,” a exclamar: “Subamos luego, y poseámosla; que más podremos que ella.” (Núm. 13:31.)
En el Nuevo Testamento Pablo nos da la misma lección. Señala el hecho de que “antes lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios.” (1 Cor. 1:27.) Esto se ha repetido a menudo durante el transcurso de la historia: La sencilla vara de Moisés se levantó contra Faraón. A fin de derribar los muros de Jericó, fue suficiente la extraña y silenciosa marcha de un pueblo inerme y acompañado por el arca del pacto. Y para afrontar al ejército amalecita, compuesto de 135.000 hombres armados, no fueron necesarios más de 300 hombres provistos de cántaros y antorchas.
Hay aún más ejemplos que nos confirman la realidad de las palabras “No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová de los ejércitos.” Vemos cómo, gracias a la honda de un joven pastor, el gigante Goliat cae al impacto de un solo golpe; gracias a un puñadito de jóvenes exilados en Babilonia, el honor de Dios fue vindicado en la corte de ese imperio; y que un solo joven, vestido con un sencillo ropaje de piel de camello, proclamó el mensaje del advenimiento en la víspera misma del comienzo del ministerio de Jesús. Sí, es muy clara la verdad de que “lo necio del mundo escogió Dios y … lo menospreciado, … y lo que no es, para deshacer lo que es.” (1 Cor. 1: 27, 28.) Cuando el joven obrero, aunque no posea los laureles académicos, acepta el llamado del Señor, aprovecha la oportunidad de educarse e instruirse a sí mismo, y gracias a la oración y al estudio se convierte en un hombre de la Biblia, y puede progresar con la firme seguridad de que va a obtener la victoria. “Porque no nos ha dado Dios el espíritu de temor, sino el de fortaleza, y de amor, y de templanza.” (2 Tim. 1:7.)
El peligro de la suficiencia propia
El otro peligro que nos aguarda es el de la presunción, la suficiencia propia. Cuando permitimos que esta tendencia dirija nuestra vida, nos encontraremos seguramente en la senda de la derrota. En la época de la conquista de Hai alguien le dijo a Josué: “No suba todo el pueblo… porque [los habitantes] son pocos.” (Jos. 7:3.) Hagamos notar, de paso, que esto ocurrió inmediatamente después de la gran victoria sobre Jericó. Es fácil, después de una campaña de éxito, olvidar que Dios es quien nos da la victoria. También es fácil caer en un optimismo que no es otra cosa que ceguera. Sí, debemos desterrar el temor y progresar en la fe. Pero también debiéramos tomar en consideración la realidad, aquilatar la grandeza de nuestra misión, y sentir humildemente nuestra pequeñez y la desproporción que existe entre nuestra obra y el obrero. Esto no nos conducirá al desánimo sino a una comunión más íntima con la Fuente de toda fortaleza, a saber, Dios.
Una vez cumplidas estas condiciones, no habrá ya límites para las cosas grandes que Dios puede realizar por medio de hombres de ojos alertas y corazón firme. A la timidez opongamos la fe impávida de los creyentes; a la presunción, la humildad de corazón. Nada menos que esto es necesario para actuar equilibradamente. En lugar de caer en el fuego del entusiasmo hoy, y mañana en el abismo del desánimo, avancemos prudente pero victoriosamente, sin temor ni presunción. Entonces nuestro progreso será seguro, como “la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto.” (Prov. 4: 18.)
Sobre el autor: Secretario adjunto de la Asoc. Ministerial de la Div. Sudeuropea.