Ser pastor en el siglo XXI es un gran desafío. Las demandas son cada vez más complejas. Las personas están ávidas por oír reflexiones sobre el sentido de la vida y por obtener respuestas a sus inquietudes. Por eso sienten insatisfacción e infelicidad. Hay carencia de lo divino, de lo trascendente, para resolver el enigma. Ante esto, ¿cómo puede hacer la diferencia la religión? La respuesta está en entender que el mensaje del evangelio tiene poder para transformar nuestra cosmovisión, esto es, el modo de interpretar y dar significado a toda la realidad.
El mundo de hoy tiene múltiples cosmovisiones que se disputan la adhesión de las personas que buscan la verdad. Cada uno quiere definir por su cuenta lo que es correcto y lo que no lo es, y lo tradicional ha perdido validez. Los posmodernos se inclinan ante la creencia de un “universo” sin Dios, sin esperanza ni significado. El resultado ha sido la desconfianza en una verdad absoluta y la veneración de las verdades relativas, sosteniendo como ideologías el relativismo y el deconstructivismo. Para llenar el vacío existencial, los posmodernos han recurrido a la intuición y al sentimiento, en lugar de ir a la fe racional en la Palabra de Dios.
El término “posverdad” también ha ganado espacio entre los filósofos de la posmodernidad. No es lo mismo que la mentira. Deriva de pensadores como el francés Jean-François Lyotard, para quien “no hay hechos, solo interpretaciones”; o del ruso Alexander Dugin: “La verdad es cuestión de creencia”. Para ellos, los hechos no importan; la percepción lo es todo. La verdad más profunda es emocional, subjetiva y prescinde de los hechos. Desilusionados con todo esto, muchos se dicen religiosos, pero sin religión. Para ellos, la religiosidad es un sentimiento, una tendencia a reverenciar la existencia. La religión es formalizar la religiosidad y agruparla por medio de un credo y una estructura; lo cual abominan. Desgraciadamente, personas así todavía no entendieron que las emociones y la razón, separadas de la fe en la revelación de Dios y en las Escrituras, no pueden entender la locura de la Cruz con todas sus implicaciones (1 Cor. 1:18-25).
En este duelo religioso, muchas confesiones cristianas han tratado de adaptarse, incluso renunciando a principios y fundamentos bíblicos. El papa Francisco ha declarado que la “evolución no es incompatible con la creación del Génesis, pues la evolución exige la creación de seres que evolucionan, y el Big Bang exige una intervención creadora”. Su discurso es un esfuerzo para conciliar doctrinas bíblicas con teorías científicas. Sin embargo, actitudes como esta privilegian a personas como Stephen Hawking, físico y ateo fallecido, ¡que se pasó la vida defendiendo la teoría de la “partícula fugitiva” de un agujero negro en el universo que dio origen a todo!
Por si fuera poco, todavía hay quienes están desencantados con las instituciones religiosas. Dicen amar a Jesús, pero no a la iglesia. Así, ejercitan la fe de manera privada porque la espiritualidad es independiente de la comunidad. Protestantes y evangélicos han abandonado sus iglesias y engrosado el movimiento de los “desiglesiados”. A contramano de ellos, ha habido un aumento de los que se afilian a las llamadas iglesias “emergentes”. Buscan “una iglesia para los que no les gusta la ‘iglesia’, y a quienes la ‘iglesia’ no quiere”, como definió uno de sus dirigentes.
Pienso que estamos enfrentando una época semejante a la de los jueces del pueblo israelita, cuando “no había rey en Israel; cada uno hacía lo que bien le parecía” (Juec. 17:6). Sin embargo, como ministros del Señor, siguiendo el ejemplo de los hijos de Isacar, quienes eran “entendidos en los tiempos” (1 Crón. 12:32), necesitamos revitalizar y renovar nuestro ministerio. Que Dios nos ayude a conducir su rebaño por caminos correctos, a fin de evitar que los ácidos de los tiempos contemporáneos corroan las estructuras del Cuerpo de Cristo.
Sobre el autor: editor asociado de la revista Ministerio