Cuando Martín Lutero clavó en las puertas de la iglesia del palacio de Wittenberg el texto Debate para aclarar el valor de las indulgencias, conocido como sus “95 tesis”, el 31 de octubre de 1517, no podía ni imaginar que estaba inaugurando una revolución de amplias proporciones, que afectaría no solamente la religión, sino también la política, la cultura, la educación, la literatura y la filosofía; para limitar la lista a una relación modesta de disciplinas.

El coraje del monje que se transformó en protagonista de la Reforma protestante confrontó el statu quo de la religión dominante, provocó el odio de sectores importantes de la sociedad medieval, despertó conciencias y abrió caminos para que las personas pudieran conocer a Dios de la manera en que él se revela en su Palabra, no como un ser constantemente enojado y pronto para condenar, sino como un Señor lleno de gracia y dispuesto a perdonar.

Cinco siglos pasaron, y los principales puntos discutidos en la Reforma todavía necesitan ser reforzados en el ámbito de la iglesia cristiana. La frase latina Ecclesia reformata et Semper reformanda secundum verbum Dei [La iglesia reformada y siempre reformándose de acuerdo con la palabra de Dios] debe ser algo más que un lema que identifica un evento histórico: deberá ser algo incorporado al espíritu de los cristianos que se levantan para empuñar el estandarte cristiano. Por ese motivo, es pertinente aprovechar el clima de celebración para reflexionar sobre tres puntos esenciales que hacen de nosotros herederos de los reformadores.

El primero de ellos es la autoridad de la Biblia. Rechazando la hermenéutica usada por el catolicismo romano, que adoptaba cuatro sentidos de interpretación del texto: histórico, tropológico, alegórico y anagógico,y equiparaba la Tradición con las Sagradas Escrituras, la Reforma hizo del principio Sola Scriptura la base para que la Biblia fuese la regla final de la verdad. Aliadas a ese concepto, estaban también las ideas de la primacía, la suficiencia y la totalidad de las Sagradas Escrituras. Lamentablemente, ese conjunto de presupuestos ha sido abiertamente contestado hace años, como consecuencia del abordaje histórico-crítico de interpretación bíblica. De esa manera, aportes de la Historia, la Filosofía, la Sociología y la Psicología emergieron como elementos de sustitución del principio Sola Scriptura, comprometiendo y relativizando la comprensión del Texto Sagrado. Tal realidad debe servir como alerta para que en nuestra enseñanza y en nuestra predicación reflejemos el compromiso con ese postulado fundamental que simboliza la base del movimiento protestante.

El segundo punto está relacionado con la centralidad de la obra de Cristo. El sistema sacramental católico-romano oscureció el ministerio de Jesús, y distorsionó la verdad singular de la salvación por la gracia mediante la fe. La Reforma llevó a las personas a ver a Cristo nuevamente en el centro de la obra de la salvación. La Cruz fue elevada; y el Cordero, exaltado. A lo largo del tiempo, sin embargo, algunas ideas confusas en relación con la justificación y la santificación se infiltraron en la iglesia y sembraron tendencias legalistas, por un lado; y por otro, liberalismo. Además, para muchos, la obra de Cristo quedó limitada a la Cruz, olvidándose de que él ministra como Sumo Sacerdote en el Santuario celestial, a fin de conceder a sus hijos “gracia para el oportuno socorro” (Heb. 4:16). De esa manera, es imperativo que nuestro ministerio exalte continua y completamente la función de Cristo en la obra de la salvación.

Finalmente, la Reforma redescubrió el concepto bíblico del sacerdocio de todos los creyentes. Si el catolicismo romano desarrolló la idea de la mediación sacerdotal y la fuerte distinción entre el clero y los laicos, los reformadores iniciaron el proceso de sustitución de esa concepción, nociva para la forma de ser iglesia. Sin despreciar el papel del ministerio en el liderazgo cristiano, los reformadores lo situaron en la misma proporción en que lo hace la Biblia: como oficio que sirve para el perfeccionamiento de los santos y la edificación de la iglesia (Efe. 4:11-14). De esa manera, subrayó la vida de servicio que los cristianos deben tener, utilizando los dones recibidos para servir al mundo y salvar personas. Actualmente, tenemos la necesidad de reafirmar ese compromiso y trabajar intencionalmente con el propósito de que la estructura de la iglesia sea adecuada para que eso ocurra.

Por lo tanto, más que celebrar lo que ocurrió en 1517, es tiempo de volver a evaluar los rumbos tomados por el cristianismo en los últimos quinientos años, y volver a dirigir nuestros esfuerzos a fin de que los grandes descubrimientos de los reformadores no sean mera información de los libros de Historia, sino vida en la experiencia cotidiana de la  iglesia.

Sobre el autor: director de Ministerio Adventista, edición de la CPB