En junio de 2016, varias congregaciones luteranas alrededor del mundo comenzaron la cuenta regresiva de los quinientos días que anteceden al aniversario de los quinientos años de la Reforma Protestante, iniciada por Martín Lutero. Un marco en la historia del cristianismo, la fijación de sus 95 tesis en la puerta de la catedral de Wittenberg, inició un gran movimiento de retorno a la Biblia, con implicaciones que nos alcanzan aún hoy.
De modo general, Lutero ha sido recordado especialmente por su énfasis en la justificación por la fe. “Me siento como renacido, y entré por los portones abiertos del propio paraíso”, dijo él cuando entendió el significado de la sentencia: “El justo vivirá por la fe” (Hab. 2:4; Rom. 1:17). A partir de sus descubrimientos, muchos cristianos profundizaron su comprensión de la doctrina de la salvación y pudieron apreciar la belleza de un cielo preparado para aquellos que se apropian, por la fe, de los méritos del sacrificio de Jesús.
Sin embargo, tan importante como su énfasis en la justificación por la fe fue el hecho de que Lutero iniciara también una significativa discusión acerca del sacerdocio de todos los creyentes; punto este que, a lo largo de los años, no recibió la misma atención que el tema de la salvación por la gracia mediante la fe.
Esa constatación es compartida por diversos autores cristianos. Por ejemplo, Greg Ogden (Unfinished Business) sugiere que una “Nueva reforma” debe restaurar la práctica del sacerdocio de todos los creyentes en nuestros días. René Padilla afirma que hace falta “una nueva Reforma”, que “reconozca en términos prácticos la importancia del sacerdocio de todos los creyentes para la vida y la misión de la iglesia” (Reforma: La victoria de la gracia, p. 45). Russell Burrill, el entrevistado de esta edición, pone el énfasis en que el ministerio de todos los creyentes es un importante cambio que debe ocurrir en la iglesia, y declara: “Es tiempo de un nuevo comienzo” (Revolution in the Church, p. 89).
Aunque pensadores contemporáneos defiendan la idea de una nueva reforma que realce el sacerdocio de todos los creyentes, tal concepto fue presentado hace más de un siglo por Elena de White, cofundadora de la Iglesia Adventista del Séptimo Día. Aunque generalmente pase desapercibido, el contexto de una de las principales citas respecto del Reavivamiento y la Reforma apunta en esa dirección. Ella escribió: “Deben realizarse un reavivamiento y una reforma bajo la ministración del Espíritu Santo. Reavivamiento y reforma son dos cosas diferentes. Reavivamiento significa una renovación de la vida espiritual, una vivificación de las facultades de la mente y del corazón, una resurrección de la muerte espiritual. Reforma significa una reorganización, un cambio en las ideas y teorías, hábitos y prácticas. […] El reavivamiento y la reforma han de efectuar su obra asignada y deben entremezclarse al hacer esta obra” (Mensajes selectos, t. 1, p. 149). Frente a las afirmaciones de la autora, cabe preguntar: ¿qué tipo de reforma estaba en su mente cuando escribió estas palabras?
Elena de White notó dos grandes problemas en sus días: (1) los miembros estaban acomodados, satisfechos apenas con escuchar sermones; y (2) los pastores no estaban colocando a los miembros para que desarrollaran sus respectivos dones. Esa condición promovía un ambiente de debilidad espiritual, que debía ser reavivado y reformado por medio de una actitud drástica de los ministros. Ellos debían salir hacia “nuevos campos”, a fin de que los miembros fueran llevados a asumir responsabilidades en la iglesia local, de manera que pudieran crecer en sus habilidades y ministerios.
En otras palabras, la autora creía que los pastores tenían una parte importante que desempeñar en el reavivamiento que llevaría a la iglesia a una reforma eclesiológica profunda, que restauraría la visión del sacerdocio de todos los creyentes entre los adventistas del séptimo día.
La implicación del concepto bíblico y de las ideas defendidas por Elena de White y otros teólogos es obvia: a menos que nosotros, pastores y líderes, entendamos nuestro papel en “preparar a los santos para la obra del ministerio” (Efe. 4:12), estaremos quedándonos de este lado del llamado divino. Discipular personas de acuerdo con sus dones y ayudarlas a encontrar su lugar en el cuerpo de Cristo es un imperativo que debe ser obedecido en nuestros días.
Es absolutamente verdadero que este proceso no es simple ni rápido. Pasa por la transformación del paradigma ministerial que adoptamos. Sin embargo, si nuestro deseo es contribuir efectivamente con la obra de preparación de un pueblo para que se encuentre con Cristo Jesús, necesitamos pagar el precio. Necesitamos desear que ese reavivamiento y esa reforma comiencen por nosotros.
Sobre el autor: Director de Ministerio Adventista, edición en portugués