El liderazgo de la iglesia, la salud mental y el mundo pospandemia

A principios de septiembre, el mundo se sorprendió con la noticia de la muerte de la reina Isabel II. Durante más de setenta años, Isabel lideró el Reino Unido, representando una sólida imagen de estabilidad, fuerza y resistencia. Sin embargo, mientras Europa se hunde en su peor recesión desde la Segunda Guerra Mundial, y sus habitantes se enfrentan a problemas ajenos a su experiencia reciente, como cortes de energía, inflación y temores de apagones en el crudo invierno que se avecina, es comprensible que la muerte de la reina se entienda como un factor más de aprensión sobre el futuro.

Por supuesto, esta preocupación colectiva no es exclusiva del Reino Unido. Día a día he visto crecer el mismo malestar entre la gente, especialmente en mi oficina. Es posible decir que los corazones están en la fase de negación de un duelo sistémico. Vivimos en tiempos oscuros, de gran incertidumbre y privación. Hay menos espacio para dormir y soñar, menos paciencia en las relaciones y menos intimidad en los matrimonios. La vida ha empeorado y muchas personas carecen de la resiliencia necesaria para enfrentar todas estas pérdidas sin enfermarse. Para muchos, ver que el nivel de vida ha bajado, y es posible que nunca vuelva al nivel anterior a la pandemia, se ha convertido en algo terrible, ¡casi una pesadilla!

El actual sentimiento de pesimismo se ve agravado por las altas expectativas que se han depositado en las nuevas tecnologías digitales. No hace mucho tiempo, algunos investigadores y legisladores creían que avanzábamos hacia una nueva utopía digital. Protegida por cámaras de seguridad de reconocimiento facial, servida por los algoritmos de “ludificación” (gamification) en las redes sociales y las plataformas de streaming, maravillada por la inviolabilidad del blockchain y guiada por tecnócratas y su big data, la humanidad no podía equivocarse. ¿Pero qué pasó? Similares expectativas se alimentaron durante la Belle Époque, el apogeo del protagonismo de la cultura europea que se extendió desde finales del siglo XIX hasta principios del siglo XX, que tiene muchas características interesantes en paralelo a la situación actual. El mundo vivía la llamada Pax Britannica, y la era victoriana se destacó por su optimismo. Fue una época de industrialización, producción a gran escala de bienes de consumo, transporte masivo, desarrollo de la ciencia y la tecnología y efervescencia intelectual. Al mismo tiempo, millones de personas vivían otra realidad en las fábricas y viviendas de las grandes ciudades, enojados por tanta desigualdad social. Esta situación fue el detonante que llevaría, poco tiempo después, a la Primera Guerra Mundial (1914-1918) y a la Revolución Rusa (1917), también relacionadas con la pandemia de la gripe española (1918-1920).

Así, a principios del siglo XX, el mundo estuvo marcado por enfermedades y conflictos entre potencias que luchaban por la hegemonía. ¿Será que hoy es diferente? ¿Han aprendido los seres humanos a ser menos codiciosos? En el escenario internacional, todavía estamos experimentando las consecuencias de la pandemia de la covid-19, Estados Unidos y China se están provocando peligrosamente, la guerra entre Rusia y Ucrania amenaza a Europa, el mayor desastre climático en siglos está en marcha y la economía está al borde de una crisis. ¡Vivimos en tiempos angustiosos!

Como cristianos adventistas, vemos en todo esto señales del fin, que indican la brevedad del regreso de Jesús. ¡Es nuestra bendita esperanza! Debemos levantarlos ojos al Cielo y gritar de alegría que ha llegado el momento. Pero, ¿es la iglesia inmune a toda la angustia de la experiencia de ver el mundo derrumbarse?

Los cristianos y la salud mental

Hay poca investigación que evalúe la salud mental de los cristianos antes o después de la pandemia. Un estudio publicado por investigadores brasileños mostró que la religiosidad habría jugado un papel protector importante respecto al sufrimiento psíquico durante el período de aislamiento social. Así, los cristianos habrían mostrado menores niveles de tristeza y preocupación que las personas sin religión.[1]

Hay consenso académico respecto a esta observación. Varios estudios alrededor del mundo señalan que, de hecho, la religiosidad protege la salud mental, independientemente del trastorno investigado. Sin embargo, ¿qué quieren decir exactamente los investigadores con la palabra “religiosidad”? ¿Cómo medir esto en las personas? No es fácil traducir la expresión objetivamente. Sin embargo, la mayoría de las veces, el término significa asistencia asidua a servicios religiosos. ¿Pero sería eso suficiente? Otra pregunta embarazosa es: ¿los cristianos están siendo honestos acerca de su angustia psicológica al responder las preguntas de estas encuestas?

Un hallazgo incómodo, que parece contradecir estas observaciones, se encontró en un gran estudio prospectivo británico que analizó las muertes por suicidio en Irlanda del Norte entre los años 2001 y 2009.[2] Las cohortes de católicos y protestantes, después de corregir por clase social, género y edad, no mostraron estadísticamente diferencia significativa en sus tasas de suicidio en comparación con el grupo de control sin afiliación religiosa. Incluso se encontró que las personas más jóvenes tenían un mayor riesgo de suicidio en cualquiera de los tres grupos. Evidentemente, la agitación política y la alta desigualdad social entre católicos y protestantes en Irlanda del Norte podrían explicar estos trágicos resultados para el cristianismo. Sin embargo, ¿alcanza solo con eso?

Es muy difícil estudiar académicamente el suicidio. La ciencia ofrece herramientas muy limitadas para abordar el problema, ya que depende del método científico (comprender los fenómenos naturales a través de la experimentación). El suicidio obviamente no se ajusta a este criterio: es un evento que no se puede repetir ni detallar. Ocurre en privado, y motivado por preguntas subjetivas e individualizadas. Ante la falta de datos con mejores niveles de evidencia, se acaba valorando la experiencia de quienes tratan el problema en el día a día.

Pero, aunque falten datos precisos, las observaciones de los expertos provocan reflexión, estudio y debate. Por ejemplo, Len Lantz, psiquiatra y autor cristiano, estima que hay más de siete millones de cristianos deprimidos en los Estados Unidos.[3] Una opinión controvertida, pero que tiene sentido porque se basa en cientos de personas que acudieron a su consultorio.  Desde un punto de vista académico, es innegable que se trata de una afirmación sesgada, sin confirmación estadística. Sin embargo, puede revelar una faceta del problema que muchos niegan o ignoran. El autor no cuestiona el poder protector de la religiosidad, pero agrega que los factores biológicos y sociales, como el estigma de los trastornos psiquiátricos en los círculos evangélicos, pueden ser grandes pesos para desequilibrar la balanza en términos de sufrimiento psíquico.

En 2014, LifeWay Research publicó una encuesta a pastores y miembros de iglesias protestantes estadounidenses que parece coincidir con el pensamiento de Lantz. Según el instituto, el 48 % de los encuestados estuvo de acuerdo con la opinión de que solo el estudio de la Biblia y la oración podrían ayudar a las personas con problemas graves de salud mental.[4]

Una encuesta más reciente realizada por la misma empresa mostró que el 38 % de los encuestados pensaba que los suicidios eran egoístas y el 23 % creía que los suicidas merecían ir al infierno.[5] ¡Con razón tantas personas no cristianas tienen dificultad para sentirse bienvenidas y comprendidas en la iglesia! La encuesta del 2014 también reveló que el 23 % de los pastores han luchado con algún tipo de trastorno psicológico y al 65 % de los miembros les gustaría que se usara el púlpito con más frecuencia para abordar el problema abiertamente, sin estigmatizar. Entonces, si bien existe el problema, también parece haber una buena demanda de cambio.

Estrategias terapéuticas

Como psiquiatra activo en la atención de pacientes cristianos –en particular de adventistas del séptimo día– he visto un claro aumento en la demanda de diagnóstico y tratamiento de la depresión, la ansiedad y el trastorno bipolar en adultos y niños, miembros y pastores. Es un grave problema al que se enfrenta la iglesia, así como la sociedad en su conjunto.

Como adventistas, no creemos en la dualidad cuerpo/espíritu, sino en la integralidad del ser humano. Por lo tanto, lo que comemos, cómo vivimos y nos movemos, todo interfiere no solo con nuestra salud física, sino también con nuestra salud mental y espiritual. Asimismo, los aspectos espirituales interfieren en la salud mental y son psicoprotectores. Orar, leer la Biblia y vivir en comunidad de fe son actividades que pueden entenderse como una ampliación del concepto de religiosidad y que ya han demostrado ser beneficiosas.

Sin embargo, dado el tumultuoso escenario geopolítico en que vivimos, las experiencias traumáticas de la pandemia y el aislamiento social, el caos financiero, nuestra alimentación cargada de aditivos químicos, el uso desenfrenado de pesticidas agrícolas, la desconocida influencia de los transgénicos, el estilo de vida desequilibrado, los estresantes centros, las horas de insomnio, la polución, la contaminación por microplásticos y los 6.000 años de pecado que pesan sobre nuestras espaldas, ¿no tenemos motivos suficientes para encontrar nuestra salud mental debilitada y en riesgo?

Pero si todos aceptamos que los antibióticos cambiaron la esperanza de vida frente a las infecciones que diezmaban a cientos de miles de personas al año, que los antihipertensivos y los hipoglucemiantes orales permitieron el control de enfermedades crónicas y previnieron las complicaciones de millones, ¿por qué nos cuesta entender que también los antidepresivos y los estabilizadores del estado de ánimo tienen su lugar en la prevención de suicidios y la promoción de la calidad de vida?

Es realmente necesario y urgente entender que a una persona deprimida le cuesta mucho cambiar de hábitos. El trastorno afecta, entre otras funciones psíquicas, a la voluntad. He servido a muchos adventistas, incluidos líderes, que afirman que ya no les interesa leer la Biblia, orar y mucho menos tener la energía para comenzar una dieta saludable o hacer ejercicio. Imagínate el dolor y la culpa que sienten estas personas cuando alguien, a menudo bien intencionado, sugiere estos cambios como si fuera solo una cuestión de disciplina y fuerza de voluntad. ¿Cuántos intentos frustrados experimentan? ¡Cuánta vergüenza sentirán!

He podido ver cómo el tratamiento farmacológico, asociado a la psicoterapia, reconstruyen radicalmente su rutina. Los líderes que habían empezado a cuestionarse su vocación vuelven a ser activos, motivados e inspiradores. Parejas que se estaban distanciando vuelven a estar juntas. Los empleados garantizan su empleo.

Es cierto que las drogas psicotrópicas y las técnicas de psicoterapia no son panaceas milagrosas. Son útiles e indispensables en tiempos de crisis: controlan los síntomas, ayudan a las personas a darse cuenta de que están en problemas y mantienen el estado de ánimo mientras no se retiran los estímulos ambientales negativos. Sin embargo, pueden no ayudar cuando se los administra aisladamente, sin acompañarlos con reformas en los hábitos y el entorno. Siempre les digo a los pacientes: “¡Disfruten del bienestar que los medicamentos y la terapia les dan para empezar a vivir de manera diferente!”.

Hablando específicamente del contexto ministerial, es necesario mejorar las redes de apoyo a las familias pastorales, evaluar las actitudes frente a las demandas del trabajo, e invertir en canales en los que pastores y trabajadores, sus cónyuges e hijos, puedan ser transparentes sin temor a ser juzgados o censurados. El apoyo psicoterapéutico sistémico y la prevención en términos psiquiátricos, los grupos de apoyo y las estrategias de tutoría, realizadas por pastores y trabajadores más experimentados y empáticos comprobados, también son algunas ideas que podrían contribuir a la salud mental de la iglesia. Recuerda que los buenos hombres y mujeres de Dios también experimentan depresión y ansiedad. La historia de Elías muestra que incluso después de la asombrosa experiencia en el monte Carmelo, el profeta estaba tan agotado emocionalmente que deseaba su propia muerte.

Elena de White escribió: “El Señor desea que sus obreros se aconsejen mutuamente; no que avancen en forma independiente”.[6] ¡La gente está sufriendo sola, y eso necesita cambiar de forma urgente! Con tantas familias enfermas en la iglesia, los pastores y líderes se convierten en los pilares emocionales que la sostienen. Es necesario fortalecer y reforzar estos pilares para que la iglesia pueda mantenerse firme en los tiempos difíciles que se avecinan.

Descripción del autor: médico de familia especialista en psiquiatría, reside en Brasilia, DF.


Referencias

[1] Giancarlo Lucchetti et al, “Spirituality, Religiosity and the Mental Health Consequences of Social Isolation During Covid-19 Pandemic”, International Journal of Social Psychiatry, v. 67, n.º 6, 2021, pp. 672-679.

[2] Dermot O’Reilly y Michael Rosato, “Religion and the Risk of Suicide: Longitudinal Study of Over 1 Million People”, The British Journal of Psychiatry, v. 206, n.º 6, 2015, pp. 466-470.

[3] Len Lantz, “Stigma and 7 million American Christians with Depression”, The Psychiatry Resource. Disponible en <link.cpb.com.br/0f382d>, consultado el 15/9/2022.

[4] Robert Smietana, “Mental Illness Remains Taboo Topic for Many Pastors”, Lifeway Research. Disponible en <link.cpb.com.br/d40228>, consultado el 15/9/2022.

[5] Marissa Postell, “Americans Believe Suicide Is Epidemic, Not Pathway to Hell”, Lifeway Research. Disponible en <link.cpb.com.br/00994e>, consultado el 15/9/2022.

[6] Elena de White, Testimonios para los ministros (Florida, Bs. As.: Asociación Casa Editora Sudamericana, 1979), p. 482.