El desafío de compartir la verdad con un mundo amoral y secularizado es grande, pero no podemos esquivarlo.

El siglo XXI trajo grandes desafíos a la religión pura e inmaculada. La Posmodernidad introdujo, en nuestra sociedad, ideas que son responsables de la ola de comportamientos y actitudes escépticos en relación con los valores fundamentales de la vida. En este ambiente es que surge la oposición a las tradiciones, al igual que la adopción de argumentos que presentan a la religión con desprecio, desprovista de seriedad y de valor para los días actuales. El rechazo de las leyes se convirtió en el lema principal. Friedrich Nietzsche, uno de los filósofos más influyentes, en su libro El anticristo, proyecta una vida con valores sin necesidad de Dios; pues, según él, Dios es nada más y nada menos que una proyección de lo que nos gustaría ser. Esa ilusión es aceptada por muchas personas, lo que hace difícil la predicación de la verdad. De hecho, este es un tiempo en que se necesita hombres que no esquiven vindicar con amor la honra y el carácter de Dios.

La Palabra de Dios presenta un antídoto infalible para todo sofisma ofrecido por la Posmodernidad. El capítulo 17 del Evangelio de Juan contiene no solo la más bella oración intercesora que se haya proferido, sino también resume la obra mesiánica. En esta oración, Cristo aclara que, si sus seguidores cumplen sus deseos allí revelados, serán agraciados con el éxito en la misión de presentarlo como enviado de Dios. Meditemos en algunos aspectos de esta oración.

Proclamación de vida

“Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Juan 17:3). Durante su ministerio terrenal, Cristo presentó la verdad a un mundo que ya no sabía discernir entre ella y el error. El patrón moral de hoy no es mejor que el de los tiempos bíblicos. Así, como Cristo, debemos proclamar la verdad absoluta y decir que se encuentra en Dios; de hecho, es Dios.

No habrá salvación en el relativismo ilusorio de la Posmodernidad. “El mundo necesita conocer quién es Dios, que es auto existente, intemporal, inimaginablemente poderoso, ya que es el Creador del universo. También es un Dios personal, determinado y absolutamente puro en el aspecto moral. Es el patrón inmutable de moralidad por el que todas las acciones son medidas. Este patrón incluye la justicia y el amor infinitos”.[1]

Amor al prójimo

“He manifestado tu nombre a los hombres que del mundo me diste; tuyos eran, y me los diste, y han guardado tu palabra” (Juan 17:6). En este texto, “nombre” significa el carácter de Dios, que tiene al amor como una de sus características. Cristo manifestó a toda persona el verdadero amor como principio divino, que no está basado en cambios ni en intereses egoístas, sino que es puro, altruista, permanente y produce frutos. El mundo clama por amor duradero y veraz.

En uno de sus clásicos, Goethe se refiere a un personaje con las siguientes palabras: “La sociedad en que vive le es una carga pesada, porque no satisface ninguno de los anhelos de su corazón”.[2] Así viven los hombres en busca de placeres que les aplaquen su ego, pero no llenan el vacío ni mucho menos satisfacen sus ansias de amor. Con esto, el escepticismo y el desprecio se expanden. Dios nos ha puesto en contacto con personas que no lo conocen para que, a través de una mirada, una palabra dulce, un gesto solidario, su amor continúe siendo manifestado.

Rechazo del mundo

“Yo les he dado tu palabra; y el mundo los aborreció, porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Juan 17:14-16). Cristo no oró para que sus discípulos fueran sacados del mundo. Oró para que permanecieran en él, con el fin de testificar, protegidos de la corrupción mundana por medio de la Palabra. El mundo los odiaba, porque sus acciones no estaban de acuerdo con sus propósitos egoístas.

Es importante que tengamos en mente que la oración sacerdotal de Cristo incluyó a los que lo aceptarían, gracias a la palabra anunciada por los discípulos (Juan 17:20). Así, estamos incluidos en esta oración. Por lo tanto, también estamos en el mundo, pero no le pertenecemos. La Palabra de Dios todavía es nuestra salvaguardia contra los ardides hacia los que el enemigo intenta atraernos. Nos comunica vida, al mismo tiempo que nos muestra el camino correcto que debemos seguir. De acuerdo con el salmista, la Palabra de Dios es una lámpara que ilumina nuestro camino (Sal. 119:105). Solamente los hombres que, al igual que Cristo, viven en el mundo sin dejarse contaminar, comunicarán con claridad las verdades de la Palabra de Dios. “Los que son colaboradores de Cristo, participantes con él en su abnegación y su sacrificio, pueden ser un instrumento para traer almas a Cristo, y pueden verlas salvas, eternamente salvas, para alabar a Dios, y al Cordero que las redimió”.[3]

Santificados en la verdad

“Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad” (Juan 17:19). Este es el gran mensaje de la primera parte del capítulo. En nuestro favor, Cristo se santificó para la realización de una obra que solo a través de la comunión ferviente y la acción continua puede ser realizada. Es nuestro deber actuar como Cristo, seguir sus pasos y santificamos en la verdad, en favor de los demás. Somos enviados a un mundo incrédulo, frío, carente de la verdad. Fuimos llamados a proclamar las virtudes de aquel que nos llamó de las tinieblas a su luz maravillosa (1 Ped. 2:9).

Cristiano era un hombre arrebatado por el vicio. Desde hacía muchos años, vivía bajo el dominio del alcohol. Luchaba consigo mismo sin obtener éxito. Cuando se emborrachaba, su esposa y sus hijos sufrían por su violencia. La vida a su lado era intolerable. Cierto día, al regresar del trabajo, Cristiano encontró su casa vacía. Sus hijos y su esposa, finalmente, lo abandonaron. La tristeza lo abatió, y pasó muchos días afligido y lastimado.

Desesperado, resolvió ir a una iglesia; quizás allí encontraría refugio. En el trayecto, pasó frente a una sastrería. El sastre lo saludó y le preguntó a donde estaba yendo. La respuesta fue:

-A la iglesia.

Sin demoras, el sastre le respondió:

– ¿Por qué estás yendo hoy? El día de ir a la iglesia es el sábado.

Sin entender nada, Cristiano se interesó por el tema y quiso saber más. Juntos, estudiaron la Biblia, y Cristiano aceptó a Jesús como su Salvador. Hoy, comunica esperanza a quienes no la tienen.

El desafío de comunicar la verdad a un mundo escéptico y amoral es grande, pero no podemos evitarlo. Este es el tiempo para comunicar a Dios. Como líderes, necesitamos ser encontrados en el frente de batalla. Si nuestras actitudes son semejantes a las de Cristo, la iglesia seguirá nuestro ejemplo y seremos victoriosos. “La diligencia en cumplir el deber señalado por Dios es una parte importante de la religión verdadera. Los hombres deben valerse de las circunstancias como de los instrumentos de Dios con que se cumplirá su voluntad. Una acción pronta y decisiva en el momento apropiado obtendrá gloriosos triunfos”.[4]

Sobre la autora: Esposa de pastor y profesora de inglés en la Asociación Sur-Paranaense, Curitiba, Rep. Del Brasil.


Referencias

[1] Norman Geisler y Frank Turek, Não Tenho Fé Suficiente Para Ser Ateu (São Paulo, SP: Editora Vida Académica, 2004), p. 202.

[2] Johann Wolfgang von Goethe, Os Sofrumentos do Jovem Werther (São Paulo, SP: Círculo do Livro), p. 93.

[3] Elena G. de White, Testimonios para la iglesia, t. 2, p. 604.

[4] Elena G. de White, Profetas y reyes, p. 499.