Hace poco me asaltó un pensamiento perturbador, que implica un cuestionamiento inquietante: en tiempos recientes ¿no ha habido acaso un lento pero perceptible cambio en el énfasis y la perspectiva de los cristianos, especialmente en los países occidentales, en el sentido de que han dejado de confiar en la palabra y el mensaje de los profetas, para depender de las interpretaciones y la comprensión de los teólogos?

Durante los tiempos bíblicos, y desde entonces, los teólogos han hecho su parte, pero la tarea y la influencia de la teología y de los teólogos, tal como la conocemos hoy, es algo relativamente nuevo y característico de la iglesia cristiana.

Al seguir esta línea de pensamiento, acabé encontrando algunas implicaciones que atañen a mi fe personal, a la iglesia, a mi llamado e identidad como ministro de Cristo. Una de esas consideraciones es que el profeta recibe, fundamentalmente, el contenido de su mensaje y la autoridad para proclamarlo directamente de Dios, mientras que el teólogo toma ese mensaje y, por medio de un proceso objetivo de estudio racional y de diálogo, lo interpreta y lo procesa a fin de que tenga sentido para sí mismo y para su audiencia.

Tengo un profundo y genuino respeto por la tarea y el papel de los teólogos; pero si la definición o la comparación entre el profeta y el teólogo que hemos hecho más arriba es acertada, suscita algunas inquietantes preguntas.

Por ejemplo, la forma en que hemos desarrollado la teología en la iglesia últimamente, ¿nos ha llevado a descuidar, desvalorizar, minimizar o poner bajo sospecha la trascendente voz profética que encontramos en el mensaje de Cristo? ¿Demos llegado al punto en el que la voz teológica ha acallado la voz profética y en el que nuestros oídos están más predispuestos a escuchar la interpretación teológica y darle relevancia al proceso teológico, mientras que rehusamos oír la voz profética?

Permítanme tratar de aclarar un poco esta argumentación: todo aquel que haya abrazado la fe bíblica sabe que los mensajes de la Biblia trascienden lo que expresan las meras palabras utilizadas para transmitirlo. La mayoría de nosotros acepta de buen grado que la captación del mensaje bíblico implica mucho más que una simple comprensión mental del asunto; aceptamos el hecho de que la Biblia es más que un puñado de instrucciones que se pueden captar mentalmente y aprender para ponerlas en práctica.

Cuando escuchamos un gran poema, por ejemplo, podemos oír y literalmente sentir que esas palabras están llenas de una evocación casi mágica, de significados que van más allá del simple ordenamiento inteligente de las palabras; esas mismas palabras no pueden usarse de manera meramente racional y vulgar, y seguir aún conservando la capacidad de conmovernos, como lo hacen por medio del alma y la pluma del poeta. La palabra acertada no sólo nos tocará racionalmente, sino también alcanzará nuestro corazón y llegará a aspectos de nuestro consciente y nuestro inconsciente que la misma línea de pensamiento no podría alcanzar si se la expresara en el lenguaje común, cotidiano.

Cuando encontramos verdades proféticas de significado trascendente, verificamos que hay en ellas una dimensión más profunda, que no es otra cosa sino la presencia del Espíritu Santo. Aquí nace, en verdad, el uso que hacemos de la palabra inspiración en su sentido particularmente bíblico.

Cuando sólo hacemos teología al estudiar el contenido de la Biblia existe, sin duda, la posibilidad de limitar radicalmente el contenido trascendente del mensaje bíblico a algo que nos entusiasme mentalmente, pero que puede disminuir o eliminar nuestra capacidad de oír más allá de lo intelectual, en las profundidades del corazón, donde realmente pueden ocurrir los cambios que esperamos que sucedan.

El desafío que enfrenta todo pastor consiste, exactamente, en conciliar lo trascendente con lo racional. Permitir que el profeta que vive dentro de nosotros le hable al teólogo que también está allí, y que el teólogo a su vez informe al profeta, dará como resultado un ministerio verdaderamente eficaz, dotado del poder que tanto deseamos ver ahora en el ministerio adventista. Alcanzar ese ideal significa conocer y encontrar a nuestro Señor en una dimensión que tal vez todavía no hayamos logrado, y llenarnos del Espíritu Santo, tal como los discípulos de Jesús lo estaban.