“Y salió Caín de delante de Jehová, y habitó en tierra de Nod, al oriente de Edén… Y edificó una ciudad, y llamó el nombre de la ciudad del nombre de su hijo Henoch.” “Y caminó Henoch con Dios… trescientos años…  y desapareció, porque le llevó Dios.” (Gén 4:16, 17; 5:22-24.)

Caín aparece ante nosotros como un ejemplar extraordinario de esa clase de hombres que en nuestros días sustentan grandes cualidades técnicas. De su incidente con Abel, resulta claro que se sentía muy orgulloso de sus propias realizaciones, y que le molestaba el mero pensamiento de que las de cualquier otro pudieran ser superiores a las suyas. Caín poseía conocimientos técnicos como ningún otro para lograr que la tierra produjera más abundantemente.

Después de su terrible experiencia con Abel, cuando huyó de la presencia de Dios, y le dió la espalda al Señor, decidió poner en evidencia que él poseía en grado elevado una técnica extraordinaria. Era capaz de organizar y construir la primera ciudad que se recuerde en la historia de la humanidad. Sin duda Caín se hubiera sentido muy a gusto en este mundo técnico de 1955.

¡Cuán frecuentemente oímos esta palabra: técnica! Tras ella se esconde un vago complejo de superioridad que experimenta esta generación frente a las anteriores, y que a veces asalta incluso a los adventistas que profesan esperar una “ciudad con fundamento, el artífice y hacedor de la cual es Dios.” Aun nosotros solemos caer en ese anacronismo, pues inconscientemente creemos que si nuestro abuelo no viajó en automóvil y nunca vió uno; si nuestra abuela siempre lavó en una batea con su tabla de lavar, y nunca oyó radio ni conoció la televisión, ni se sintió impresionada al ver un aeroplano, eran por ello, menos hábiles que nosotros. Y dando un paso más: inconscientemente llegamos a creer que no eran tan buenos como nosotros; que por alguna razón Dios nos ha bendecido más que en ninguna otra época de la historia proporcionándonos tantos medios materiales. Olvidamos que nuestros antepasados tampoco temblaron ante el pensamiento de las bombas atómicas. Pero aún así, poseemos los conocimientos técnicos necesarios para construir bombas mayores.

Nos encontramos de nuevo ante la antiquísima costumbre del hombre de confundir los bienes materiales con el bien espiritual. Y al remontarnos hasta la época de Caín, percibimos que sus descendientes sustentaron la filosofía de la vida que él había defendido. Recordamos a algunos de los miembros de esta notable familia: a Jubal, el músico, “padre de todos los que manejan arpa y órgano,” y a Tubal-caín, el hombre que sabía edificar los más grandes y mejores edificios de su época sin que nadie pudiera superarlo. Eran genios. Eran hombres notables en lo que a las artes e industrias se refiere.

Y detengámonos un momento en el padre, Lamec, conocido por tres hechos notables en la historia de este mundo. Hasta donde sepamos fue el primer hombre que rompió el círculo familiar e introdujo la poligamia. Fue el segundo, hasta donde llegan nuestros conocimientos, que cometió asesinato. Y era un hombre de tal temperamento, que después de realizar un hecho tal podía componer un poema. Lamec ejemplificaba esa filosofía de la vida; fuerte, artista, hombre de letras en todo el sentido de la palabra, dispuesto a romper con la organización social de su tiempo: no era sin embargo un hombre bueno; él con su familia tipificaba la filosofía de la vida sustentada por su antepasado Caín: representaba la clase de mundo que induciría finalmente a Dios a arrepentirse de haber creado al hombre, y que el Señor destruiría. Pero, conocía la técnica.

Enoc: un contraste

Y ahora tenemos ante nosotros a Enoc, el séptimo desde Adán. Sin duda Vds. saben que si contamos las generaciones a partir de Adán, tanto los de la rama de Caín como los de la de Set, descubrimos que Enoc y Lamec eran contemporáneos. Se nos dice que “caminó Enoc con Dios… trescientos años… y desapareció, porque le llevó Dios.” Pero no se nos dice que Enoc fuera un gran inventor. No hay señales de que fuera un artista o un literato. Hasta donde sepamos no sobresalía por su técnica, pero poseía algo mucho más importante: Enoc tenía espiritualidad. Judas, muchos siglos después de que Enoc viviera en este mundo, nos dice lo siguiente acerca de este patriarca: “De los cuales también profetizó Enoc, séptimo desde Adán, diciendo: He aquí, el Señor es venido con sus santos millares, a hacer juicio contra todos, y a convencer a todos los impíos de entre ellos tocante a todas sus obras de impiedad que han hecho impíamente, y a todas las cosas duras que los pecadores impíos han hablado contra él.” (Vers. 14, 15.)

Cuando consideramos a Lamec y a su familia observamos también el mundo en el cual Enoc daba testimonio en favor de Dios, caminando cotidianamente con el Señor. Por más de cien mil días Enoc caminó con Dios. Día tras día, a pesar de que vivía en un mundo impío, desarrolló un carácter tan piadoso que Dios finalmente lo llevó de este mundo pecador directamente a las cortes de gloria. Tenía espiritualidad.

Otro hombre espiritual era Job. Podemos imaginarlo sentado sobre el montón de ceniza, afligido hasta lo indecible físicamente, tal vez aún más afligido mentalmente, con sus tres amigos discutiendo con él día tras día y diciéndole más o menos así: “Ciertamente debes haber cometido algo terrible para que Dios te trate de esa manera.” Y hasta su propia mujer le dijo: “¡Maldice a Dios y muere!” No había nadie en el mundo que pudiera comprender su situación y simpatizar con él. Su propio cuerpo estaba agobiado de dolor. Y no obstante, en medio de todo esto, Job mantuvo su elevada espiritualidad. “Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo; y después de deshecha esta mi piel, aún he de ver en mi carne a Dios.” (Job 19:25, 26.)

Otro hombre, el apóstol Pablo, era también de índole espiritual. Mientras yacía en la vieja celda romana, después de pasar año tras año como prisionero, con toda la obra de su vida tras sí y sin ninguna perspectiva para el futuro a no ser el martirio, pudo escribir a sus más queridos amigos estas palabras: “Por lo cual asimismo padezco esto: mas no me avergüenzo; porque yo sé a quién he creído, y estoy cierto que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día.” (2 Tim. 1:12.) El apóstol Pablo era un hombre espiritual.

Quiera Dios que nosotros, los que vivimos en un mundo que se rige por el materialismo, y en el cual la medida de todas las cosas parecería que fuera la técnica, a semejanza de Enoc que vivió en un mundo similar, y de Job, y del apóstol Pablo, sepamos a quién hemos creído, y que es poderoso para guardar nuestro depósito hasta aquel día.

Sobre el autor: Profesor de Biblia y Teología Sistemática del Seminario Teológico Adventista.