La oración y los emblemas de la comunión/ Los símbolos materiales

Leemos que en la noche cuando fue traicionado, en esa gran noche crucial que condensaba toda su vida y su servicio, la noche de su humillación y vergüenza, Jesús tomó el pan y lo partió. Pero no lo hizo hasta que hubo dado gracias. Siguiendo su ejemplo, también nosotros damos gracias.

No debe ser ésta una oración pidiendo al Señor que perdone nuestros pecados. Ya lo ha hecho. La congregación que se presenta ante el Señor está limpia. Si el servicio preparatorio y todo lo que a él conduce ha sido lo que debiera ser, el pastor no debería hablar de pecados sino agradecer a Dios por esa congregación ya limpia de ellos.

Hemos ido al templo para encontrarnos con Cristo. “No [hemos] de permanecer en la sombra de la cruz, sino en su luz salvadora… Con corazones purificados por la preciosísima sangre de Cristo, en plena conciencia de su presencia, aunque invisible… [hemos] de oír sus palabras: ‘La paz os dejo.’”—”El Deseado de Todas las Gentes,” pág. 598.

Dos cosas debe abarcar esta oración: en primer lugar, la alabanza a Dios por su don inapreciable y luego, la consagración del emblema (pan o vino) para el servicio. Tal es el propósito de esta oración. No necesita ser larga, pero sí bien meditada. Una oración tal exige preparación.

Los Símbolos Materiales

La cena del Señor o Comunión fue instituida la noche de la Pascua, cuando había de desaparecer de los hogares israelitas toda cosa leudada. Lo leudado, como sabemos, se obtiene mediante la levadura, que ha sufrido un proceso de fermentación. Como la fermentación es símbolo del pecado, nada que nos recuerde el pecado podría ser, en justicia, emblema del inmaculado Hijo de Dios, porque en él no había pecado. Por ello el pan ha de ser ázimo y el vino sin fermentar.

Además, este pan simbólico sería mejor si se lo hiciese de harina integral y no de harina desvitalizada, como lo es la harina blanca. Cualquier harina es resultado del proceso de aplastar y moler, con lo que se hace el cereal más agradable al paladar sin destruir por ello su elemento vital. Del mismo modo el elemento viviente de Cristo, que se comparó al grano de trigo cuando cae en tierra, no quedó destruido cuando en la sala del juicio y en el Calvario fue literalmente “molido por nuestros pecados.” Por el contrario, se nos asegura que por su llaga somos sanados.

Lo mismo pasa con el vino. No es de uvas enteras sino aplastadas. Debe procederse con la fruta como con el trigo, pues no por eso pierde ella su elemento vital. El Señor también fue aplastado, quebrantado, molido por las angustiosas pruebas de Getsemaní y el Calvario para poder darnos vida.

Uno de los alimentos más fáciles de asimilar es el jugo de uva sin fermentar. Unos veinte minutos después de terminado el servicio de la Santa Cena, ya ha sido asimilado el vino en la corriente sanguínea de los que participaron. Es tal vez el alimento de más fácil digestión. Pasa con mayor rapidez a la sangre que cualquier otro alimento. Algunos hombres de ciencia han comprobado que bajo ciertas condiciones puede inyectarse jugo de uva en el torrente circulatorio, pues ciertos tipos de ese jugo tienen tal afinidad con la sangre que pueden mezclarse con ella.

La celebración de la Cena del Señor es una ocasión en que debe quebrantarse toda barrera ya sea racial, social o denominacional. Ha de destruirse todo aquello que nos separe, porque somos uno en Cristo Jesús.