PRIMERA PARTE-TRES SIGLOS DE GOBIERNO IBÉRICO

Navegantes españoles y portugueses cruzaban la vasta superficie del Atlántico hacia las orillas de América. Animados por extravagante conjetura —la leyenda de oro— e impulsados por el anhelo de encontrar los maravillosos secretos del nuevo hemisferio, descubrieron y conquistaron el Nuevo Mundo.

En 1492 Cristóbal Colón plantó la cruz y el estandarte de España en una islita de las Antillas. En 1500 Brasil fue descubierto por Pedro Alvares Cabral, navegante portugués. El Río de la Plata fue remontado en 1508; Cuba fue conquistada en 1511. Dos años más tarde Balboa se abrió paso a través de la jungla casi impenetrable que cubría el istmo de Panamá y tomó dramática posesión del Pacífico para la corona española. Hacia 1521 Cortés había conquistado México.

Diez años después Francisco Pizarro, con el asesinato de Atahualpa, echó abajo el imperio del Perú y despojó a los Incas de sus formidables riquezas. Pasaron 26 años más, y se había cumplido la conquista de Chile tras cinco años de obstinada resistencia de los indígenas de la parte central del país.

La rapidez con que se suceden las fechas en esta secuencia cronológica de descubrimientos es una prueba del febril apresuramiento con que se realizó la obra de conquista y de colonización.

El siglo dieciséis fue una edad gloriosa para las naciones de la península ibérica. Es cierto que griegos y fenicios habían sido una vez los pioneros marítimos y descubridores, pero ahora el manto de la empresa y del descubrimiento caía sobre los descendientes de los pueblos ibéricos, y ellos estaban dotados de una doble porción del inquieto espíritu de aventura y de conquista.

España y Portugal alcanzaron el cénit de su esplendor.

Podemos resumir en las palabras “oro y Evangelio” los motivos de los hombres que conquistaron el Nuevo Mundo.

Después de una lucha de siglos contra los moros, España surgía al fin del siglo quince completamente empobrecida. La necesidad empujaba a los españoles a seguir en pos de cualquier dirigente que pudiera inspirarlos a alcanzar un futuro mejor del que vislumbraban en su tierra natal. Gran número de aventureros, nobles y soldados, que habían quedado en muchos casos sin ocupación al fin de las guerras con los moros, se embarcaban codiciosos de fama y riqueza.

Podemos, pues, entender cuán ansiosos estaban esos conquistadores de hallar oro, y cómo el oro los atraía cada vez más lejos a través de valles, selvas y montañas de la tierra recién descubierta.

Además del insaciable apetito por el oro, ellos estaban inspirados por la firme creencia de que sus triunfos habrían de ser glorificados, además, por la conversión de los indígenas paganos a la fe más santa y apostólica.

Las carabelas que condujeron a Colón y a su breve compañía al mundo occidental llevaban sobre las velas la cruz cristiana, y este ejemplo fue imitado por los que siguieron tras él. La bandera principal de Cortés era de terciopelo negro, blasonada con una cruz roja rodeada de llamas, con esta leyenda en latín: “Amigos, sigamos la cruz, y bajo este signo, si tenemos fe, venceremos”.

Este emblema sagrado, la cruz, era llevado aun en los brazos de aquellos que en su corazón sentían muy poca piedad por los indios a los cuales esclavizaban. Así la espada y el crucifijo se convirtieron en emblemas de un nuevo y terrible poder que los indios no podían entender, y al cual no podían resistir.

DESTRUCCIÓN Y CONSTRUCCIÓN

“El rey católico” Felipe II adoptó las medidas que habrían de extender la fe católica hasta el último rincón de sus territorios de ultramar.

Pizarro, en su viaje al Perú, fue obligado a llevar sacerdotes o religiosos en cada barco. Esto se convirtió en la regla fija para toda expedición al nuevo continente. Al comentar acerca de esta regla dice Barclay:

“El gobierno español y la Iglesia Católica Romana llegaron juntos al Nuevo Mundo. Los conquistadores estaban acompañados por los sacerdotes de la iglesia. Los motivos de la conquista eran complejos. Los eruditos no están acordes sobre el propósito histórico predominante. Sin embargo, es cierto que el de convertir a los indios a la fe católica era uno de los motivos principales”.[1]

Como los conquistadores, el clero español tenía dos motivaciones al tratar con los nativos. Pueden resumirse en dos palabras: destrucción y construcción.

La destrucción, o sea, el uso de la fuerza para eliminar todo vestigio del antiguo paganismo, es la característica que llama en seguida la atención de todo el que estudia el método de los misioneros católicos durante la conquista e inmediatamente después. En todos los casos se emplearon medios violentos para extirpar y destruir todo vestigio de las antiguas prácticas idólatras.

Esta obra de destrucción fue seguida por una de construcción. A medida que se derribaban los antiguos templos paganos, se levantaban nuevas y mayores catedrales, iglesias, capillas, conventos y hospicios en su lugar. Es sorprendente comprobar cuán grande cantidad de dinero tuvieron a su disposición frailes y sacerdotes para la construcción de nuevos edificios.

“CONVERSIÓN” DE LOS INDÍGENAS

No puede haber duda que muchos de los españoles que se habían criado durante los siglos de amargo conflicto con los infieles vinieran al Nuevo Mundo con un deseo sincero, aunque fanático, de matar infieles o de convertirlos al servicio de Dios.

Los nativos pronto comprendieron la naturaleza de las dos motivaciones que animaban a sus conquistadores: la avaricia y el celo religioso. Comprendieron que su derrota significaría también la derrota de sus dioses. También descubrieron que el reconocimiento del Dios y de los santos de los conquistadores católicos como verdaderos dioses serviría como protección parcial contra la opresión de sus vencedores. Este descubrimiento llevó tribus enteras a abrazar la fe.

En una de sus conferencias, el Dr. Alberto Reville resume el carácter de la conversión de los nativos.

“No es nuestra tarea relatar la historia de la conversión de los nativos al cristianismo catolicorromano. Se llevó a cabo con relativa facilidad. La caída de los Incas fue un golpe mortal para el edificio religioso, no menos que para el político, en los cuales ellos constituían la piedra angular. Era evidente que el Sol no había podido o querido proteger a sus hijos. El conquistador impuso su religión por la fuerza… El resultado fue ese carácter peculiar del catolicismo de los nativos del Perú que deja pasmado a todo viajero, y que consiste en una especie de tímida y supersticiosa sumisión, sin confianza y sin celo, asociada con la obstinada conservación de las costumbres que se remontan al régimen religioso anterior, y con resabios de la edad de oro del gobierno incaico bajo el cual sus antepasados fueron obligados a vivir, pero que se había ido para no volver”.[2]

Tomás C. Dawson, quien estuvo durante muchos años en el servicio diplomático de los Estados Unidos en Sudamérica, en su libro The South American Republics, dice:

“Sacerdotes y frailes afluyeron en cantidad para tomar parte en la evangelización masiva de los paganos nativos. Se predicó por todas partes el Evangelio, iglesias y capillas se edificaban aun en los pueblos más pequeños, se trataba a los indígenas obstinados con pocas ceremonias, y pronto los nativos comprendieron que la aceptación voluntaria del culto cristiano podía evitarles problemas”.[3]

Al presenciar la violencia de la iglesia en su trato con el pueblo nativo, Bartolomé de las Casas envió a la corte una enérgica protesta:

“El medio para establecer la fe en las Indias debiera ser el mismo por el cual Cristo introdujo su religión en el mundo, manso, pacificador y caritativo… El uso de la fuerza de las armas es impío, como hicieron los mahometanos, romanos, turcos y moros; es un medio despótico e indigno de los cristianos, que arranca blasfemias, y que ya ha hecho creer a los indígenas que nuestro Dios es el más inmisericorde y cruel de todos los dioses”.[4]

Sin embargo, en muchos casos el espíritu de la espada fue más fuerte y compulsivo que el espíritu de la cruz en la “cristianización” de los indígenas.

ABSOLUTISMO NUNCA ACEPTADO

El imperialismo religioso de Carlos V y de Felipe II fue conservado en las nuevas colonias mediante el cierre de los puertos a los extranjeros y sus libros, e instituyendo la Inquisición para detectar y extirpar la herejía.[5]

La iglesia era el verdadero gobernante de las colonias. Establecía las normas morales y sociales y era el guardián del arte y de la instrucción; la originadora de festivales, ferias y procesiones que proporcionaban diversión para el pueblo.

No sólo estaba prohibida la herejía religiosa, sino que también la herejía política estaba rigurosamente excluida. Las universidades de América Latina limitaban sus enseñanzas a materias que estuvieran enteramente de acuerdo con las enseñanzas de la iglesia oficial.

W. L. Scruggs, ex ministro norteamericano en Colombia, comentando la actitud de la iglesia, dijo:

“Ha prohibido la enseñanza de las artes y ciencias, restringido la educación a la gramática latina y al catecismo, y limitado las bibliotecas públicas a los escritos de los Padres y a obras de jurisprudencia civil y eclesiástica. Incluso ha prohibido el estudio de la geografía y astronomía modernas, y la lectura de libros de viajes. Ha desanimado el estudio de las altas matemáticas y condenado toda investigación y especulación filosófica como herejía. Incluso ha proscripto inocentes libros de ficción tales como “Gil Blas” y “Robinson Crusoe”; y no ha habido libro, o revista, o diario en todo el país que no estuviese conformado con la regla más estricta del Index romano”.[6]

Este absolutismo nunca fue aceptado de buena gana, ni por los indígenas, ni por el pueblo común de procedencia europea. Ya al comienzo del siglo XVII se registraron casos de rebelión debidos a la falta de libertad de expresión, el abuso constante de las autoridades, y lo pesado de los impuestos. Estas manifestaciones, sin embargo, eran sólo el preludio del tiempo que se acercaba, en el cual se producirían los movimientos por la independencia.


Referencias:

[1] Wade C. Barclay. Greater Good Neighbor Policy, Chicago, Willet, Clark and Company, 1945, pág. 57.

[2] Albert Reville, The Native Religions oí México and Perú, citado por R. E. Speer, South American Problems, Nueva York, Student Volunteer for Foreign Missions, 1917, pág. 117.

[3] Thomas C.Dawson. The South American Republics, Nueva York, The Knickerbocker Press, 1909, tomo 2, pág. 306.

[4] Citado por Justin Winsor, Narrative and Critical History of America, Il, Boston, Houghton Mifilin Co., 1886, págs. 322, 323.

[5] William Lytle Schurz, This New World, Nueva York, E. P. Dutton and Co., Inc., 1954, pág. 248.

[6] Citado por Robert E. Speer, Op. Cit., pág. 147.