Dos jóvenes habían buscado infructuosamente, durante días, algunos animales perdidos. Cansados por la inutilidad de su búsqueda, uno de ellos, como último recurso, hizo la siguiente proposición: “He aquí ahora hay en esta ciudad un varón de Dios, que es hombre insigne; todo lo que él dice acontece sin falta. Vamos, pues, allá; quizá nos dará algún indicio acerca del objeto por el cual emprendimos nuestro camino” (1 Sam. 6:6).
La respuesta de Saúl está en el versículo 10: “Dijo entonces Saúl a su criado… anda, vamos. Y fueron a la ciudad donde estaba el varón de Dios”. El relato sigue diciendo que ambos jóvenes llegaron a un pozo del cual unas doncellas sacaban agua para abrevar sus rebaños. Les preguntaron por el paradero del vidente. Resulta interesante observar cuán exacta información les suministraron estas jóvenes acerca del “varón de Dios”. Este relato lleno de interés humano muestra cuánto conocían acerca de las actividades de su dirigente espiritual. Actualmente vosotros podéis saber más acerca del predicador de lo que él mismo piensa.
Es significativo que el día cuando los dos jóvenes se encontraron con Samuel fue el pivote sobre el cual giraron sus vidas y tomaron otro rumbo. Este hombre piadoso los instruyó para que se adelantaran y fueran hacia “el lugar alto”. El profeta los aconsejó, acalló sus temores, oró con ellos y por ellos, les dio cordialmente la hospitalidad de su hogar. Luego, como acto culminante de su ministerio, ungió a Saúl por rey. El que había ido a ver a Samuel como pastor de animales, había salido de su presencia como rey. Cuán trascendental fue el destino de un joven perplejo que estuvo algunas horas en compañía de uno que comprendía.
Esta historia tiene varios aspectos que nosotros como predicadores haríamos bien en analizar. ¿Qué condujo al errante y desanimado joven hacia el varón de Dios? ¿Cuáles son las condiciones en la actualidad que inducirán a nuestros descarriados y confundidos jóvenes a acudir a nosotros en busca de ayuda? Tiene que existir una forma de franquear la barrera que con tanta frecuencia existe entre el pastor y los jóvenes miembros de su grey. Damos algunas sugestiones;
1. El carácter del ministro. Samuel era un hombre piadoso. Toda su conducta era honorable. Cumplía su palabra. Podía confiarse en él. Los niños y los jóvenes descubren rápidamente cualquier incongruencia entre la profesión espiritual y la vida práctica en sus dirigentes. Cualquier muestra de falta de sinceridad o hipocresía les resulta evidente. Debemos ser hombres dignos de la confianza de nuestros niños y jóvenes.
2. El interés del ministro. Samuel era accesible. En su recargado programa siempre había un lugar para intimar con los jóvenes de su congregación. Estaba alerta para captar sus problemas y se preocupaba por hallarles una solución. No permitió que los años que se acumulaban sobre él destruyeran su perspectiva juvenil.
3. La hospitalidad del ministro. El hogar del patriarca estaba abierto para su pueblo. Daba la bienvenida a los jóvenes y compartía con ellos las comodidades materiales de su casa. Allí encontraban paz, felicidad y seguridad, las cuales constituyen la esencia de la vida cristiana. Los que buscaron asilo en su casa no fueron tratados como extraños. Los trató con cariño, porque veía en sus jóvenes visitantes a varones de Dios, futuros dirigentes de Israel.
4. La confianza del ministro. Cuando los jóvenes acudían a Samuel sabían que podían contar sus confidencias a un amigo sabio y leal. Respetaba la ética de su oficio, y ellos confiaban ciegamente en él. Les señalaba un elevado horizonte y los animaba a vivir de acuerdo con los ideales superiores. Los jóvenes salían de su presencia con la seguridad de que su pastor creía en ellos, y resolvían no chasquear la confianza depositada en ellos.
La iglesia de mañana estará formada mayormente por los niños que hoy están en nuestra congregación. Es evidente que esa iglesia sería una fuerza más grande, poderosa y efectiva en el mundo si la mitad de los niños que ahora perdemos pudieran retenerse para Cristo.
El ministro sabio estimulará a los miembros adultos para que se interesen sostenidamente en los jóvenes. Tenemos las Clases Progresivas de los JMV, las cuales constituyen una buena oportunidad de acercarse a la juventud. Pero eso no es todo. Algunas excelentes amistades entre jóvenes y adultos han surgido espontáneamente. Si podemos instar a un adulto de la iglesia a que se interese de manera especial en cierto niño o joven, no como alguien a quien se ha encomendado un deber, sino como quien experimenta una amante preocupación que surge de un corazón convertido, entonces habremos asegurado la permanencia en la iglesia de un gran grupo de jóvenes. La preocupación personal del pastor por la juventud de su grey será un estímulo que inspirará a otros adultos a participar en este evangelismo vital.
“Preparar a los jóvenes para que lleguen a ser fieles soldados del Señor Jesucristo es la obra más noble que haya sido confiada alguna vez al hombre” (Consejos para los Maestros, pág. 127).
Tal vez hemos estado demasiado dispuestos a dividir nuestra congregación en categorías cronológicas. Segregamos los diferentes grupos de edad, y con buenas razones psicológicas a nuestro favor. Resulta obvio que los diferentes niveles de edad deben atenderse con una variedad de métodos. ¿No hemos olvidado alguna vez que cada grupo de edad es incompleto en sí mismo, y que todas las edades deben encontrar su simetría y complementarse mutuamente mediante la intercomunicación? La sociedad en la iglesia, como en todas partes, está compuesta por personas de edad avanzada, con su dignidad, experiencia y sabiduría; por personas de edad madura, con su fuerza, empuje y productividad; por jóvenes llenos de imaginación, osadía y curiosidad; por niños con sus preguntas, interés en sí mismos y desarrollo; por infantes —dulces, puros e inocentes. La iglesia no puede estar completa si falta alguno de estos niveles de edad. Una iglesia que crece y que cumple con el propósito de su existencia, debe contener una mezcla de todas las características de las diversas edades. La ancianidad es embellecida por la contemplación de la radiante inocencia de la infancia. La juventud necesita la firme dirección de la adultez. La edad provecta equilibra la aspereza e impetuosidad de los jóvenes, mientras éstos inducen a sus ancianos a tener una perspectiva más juvenil y a mantener flexibles sus mentes y cuerpos que envejecen mediante la clara inspiración que derivan de sus asociaciones juveniles.
Todos necesitamos ser hombres y mujeres de Dios, seamos predicadores o laicos, para el bien de nuestros propios hijos, y en un sentido más amplio, para el bien de todos los niños y jóvenes de la iglesia. Pienso en una señora de 60 años que tuvo que permanecer en cama a causa de una pierna quebrada. Cuando le pregunté cuál había sido la causa de su accidente, se sonrojó y admitió con vacilación que había estado patinando en el hielo con un grupo de jóvenes. Tenía un espíritu joven y un corazón dedicado. No podemos detener el proceso de envejecimiento en nuestros cuerpos, pero podemos, por la gracia de Dios, impedir que la edad destruya nuestro espíritu si nos ocupamos como Samuel en la bendita tarea de mostrar a los jóvenes el “lugar alto”.
Sobre el autor: Pastor de la Iglesia Pioneer Memorial, Berrien Springs, Michigan