¿Cuál es su trabajo? inquirimos a un obrero hace algún tiempo. Encogiéndose de hombros y como excusándose respondió: “Soy un simple pastor de iglesia”. Detrás de su respuesta parecía adivinarse otra: “Nunca he llegado a ser más que pastor de iglesia; no he ascendido a departamental o a presidente”.
Cuando se discutió en un cónclave de ministros la idea de la grandeza del pastorado o del evangelismo alguien dijo: “Todo esto es una bonita teoría, pero en la práctica queda como pastor local aquel que no fue considerado digno de un ‘ascenso’ ”. Y para confirmar su declaración mencionó la ausencia de los pastores distritales en la plataforma de congresos y reuniones especiales en la que los lugares de honra eran sólo ocupados por “los de arriba”.
Posiblemente esto sea cierto y haya necesidad de cambiarlo. Pero empecemos por lo elemental, el fundamento de todo. Ser un ganador de almas es un privilegio que no puede ser superado por privilegio alguno en la causa; el pastor de iglesia, el evangelista, es el que está en la fila de la “producción”, es el que está en el mismo frente de batalla. No tiene él las riendas de las finanzas o de la administración del campo, pero tiene el privilegio de llegar a los corazones necesitados con mayor frecuencia y con mayor autoridad que casi cualquier otro obrero en la causa. Su tarea es dar: dar consuelo, consejos, dirección espiritual, salvación, etc. Después de un largo y arduo día de trabajo se sentirá cansado y a veces tal vez deprimido pues ha tenido que resolver mil problemas de sus feligreses. Pero al hacer un recuento con los ojos de Dios vemos que aquella labor al parecer sin frutos llevó paz, consuelo, orientación y salvación.
Yendo más al fondo del asunto, podríamos decir que el único que tiene una “familia” es el pastor local. Allí está el grupo de hermanos de su iglesia a quien él conoce como nadie. El que viene de visita a su iglesia sólo ve personas pero no siente —como puede sentirlo el pastor— el amor que aquella congregación le proporciona.
Estábamos en una despedida de un pastor no hace mucho. Un grupo de hermanos se nos acercó y uno dijo con tristeza: “Lamentamos que nuestro pastor se vaya, lo queremos mucho. Estuvo cinco años con nosotros y al irse deja un vacío casi imposible de llenar’’. Pasan los años, y cuando el nuevo pastor se va, si ha sabido ganarse la amistad de su congregación, el discurso se repetirá. El pastor tiene “su familia” en la iglesia. Los conoce por nombre, conoce sus luchas, sus inquietudes. Aquellos niños a quienes vio nacer y crecer van progresando y él los considera como si fueran propios hijos suyos. Repasamos los años pasados en iglesias y recordamos a Arturito, a Rosita, a Claudia, y a decenas de niños y niñas que al encontrarnos de nuevo nos dan la satisfacción del reencuentro con alguien que es parte de nuestra vida.
¡Y cuánto podríamos comentar del reencuentro con los hijos espirituales! Aquellos a quienes hemos guiado a Cristo y que atribuyen su salvación a la verdad que nosotros les hicimos llegar. Mientras nos pagan con un apretón sincero de manos, con un cordial y amistoso abrazo el favor hecho, pensamos en las bendiciones que la verdad significó para su vida: vicios abandonados, hogar rehecho, salud mejorada, paz consigo mismo y con sus semejantes y esperanza en un futuro glorioso. En resumen, una canción nueva; los pies estaban en el lodo cenagoso y ahora afirmados en ¡a roca.
Esa satisfacción se repite vez tras vez en la vida de un predicador que ha dedicado todas sus energías a la tarea pastoral y evangélica. ¡Vale la pena ser un pastor, un evangelista!
¿Por qué muchos anhelan dejar el pastorado en busca de tareas administrativas, departamentos, enseñanza, etc.? Tal vez hayan perdido de vista ¡as proyecciones eternas de su obra o los ha vencido el tedio injustificado por una tarea aparentemente rutinaria (visitar a los miembros, dar estudios bíblicos, predicar el miércoles, el sábado… enviar informes…).
Poco a poco se va perdiendo así la ilusión de una obra divina y se produce la desilusión, la frustración y finalmente la amargura con que muchos apagan cualquier fuego que aún haya perdurado de aquel altar original. Lo único que resta en tales circunstancias es el intento de salir de ese estado de cosas, ya sea abandonando el ministerio por una profesión más atrayente o buscando dentro de ¡as filas del ministerio algo “más digno y respetable” que el “simple pastorado”.
Quisiéramos dar el significado correcto a este concepto: un departamental o un presidente pueden hacer, y de veras hacen un trabajo muy efectivo en la obra; también los profesores y el personal médico y cuantos directa o indirectamente están en las filas del ministerio. Pero quisiéramos ver desaparecer para siempre lo de “simple pastor”. ¿Qué sería de la obra adventista con maestros eruditos, con administradores capaces, médicos eminentes, pero sin pastores y evangelistas que lleven la Palabra de Dios de casa en casa y a las multitudes? Nos transformaríamos en una empresa más, con buenos ideales y principios, bien organizada, que alcanzaría blancos… pero que no estaría presentando al mundo el mensaje de la reconciliación con Dios. Este número de EL MINISTERIO ADVENTISTA está dedicado al pastor de la iglesia, al abnegado soldado adventista que está en el mismo frente de batalla.
Queremos honrar a los centenares de obreros que aman la obra a ellos encomendada, que aman su iglesia, que aman a los feligreses, que son felices con su servicio al Señor. Aquellos para quienes nada es sacrificio si se trata de llevar pecadores a Cristo.
Y si en las filas del ministerio hubiera alguien desanimado, frustrado, y con deseos de cambiar el rumbo de su vida apartándose del ministerio de la predicación, esperamos que el contenido de esta revista lo anime, lo inspire, lo haga sentir que está empeñado en la obra más grande jamás encomendada al hombre. A ver que está bajo la constante vigilancia del Príncipe de los pastores y que pronto volverá para darle la corona incorruptible de gloria (1 Ped. 5:4).
El ministerio puede ser la ocupación más feliz del mundo, pero puede transformarse también en la más pesada carga. Con oración, dedicación y amor transformémoslo en una constante y diaria aventura por Cristo.