¿Qué está haciendo su iglesia a favor de las personas que se sienten excluidas?
De acuerdo con el periódico Folha de Portugal del 5 de diciembre de 2013, “considerado un gran mal de la actualidad, el aislamiento es tan perjudicial como el alcohol, el tabaquismo y la obesidad. El riesgo de muerte de las personas que viven solas es del doble de las que permanecen acompañadas. La soledad es uno de los mayores flagelos de las sociedades modernas, afecta a jóvenes y adultos, de todas las clases sociales. El número de personas que viven solas, sin familia, es cada vez mayor en las grandes ciudades de Europa y América. Según algunos psicólogos, este grupo es más vulnerable a las enfermedades físicas y psíquicas. Su sistema nervioso se muestra menos estable, menos fuerte y más propenso a contraer enfermedades crónicas. El sentimiento de rechazo aumenta la presión sanguínea, el nivel de estrés, generando cansancio y aumentando las posibilidades de desarrollo del mal de Alzheimer”.
Ante esta preocupante realidad, y pensando en nuestro contexto eclesiástico, es inevitable el surgimiento de una pregunta: ¿existen, acaso, personas solitarias en la iglesia? ¿Es posible que alguien se sienta solo en una iglesia repleta? Desdichadamente, sí. El problema se revela más inquietante al recordar que son personas que, sintiéndose excluidas, además de estar expuestas a males físicos y psicológicos pueden llegar a desarrollar males espirituales, bajo el riesgo de perder la vida eterna.
Adoradores solitarios
En casi todas las iglesias existen adoradores solitarios que asiduamente asisten a los cultos y demás programaciones. Entran en el templo, se sientan, anónimos, sin que alguien se les acerque o muestre interés en ellos; pero parecen resignarse a este hecho, y entran y salen sin ser notados.
¿Quiénes son estos adoradores? Entre ellos, está aquella madre cuyo esposo no solo se niega a acompañarla a la iglesia, sino además la critica, la ofende, e intenta impedir que lleve a los niños. Solo ella sabe de la intensidad de la lucha que semanalmente entabla para estar los sábados en la Escuela Sabática y en el culto divino. Nadie parece conocerla; nadie la saluda. Cierto día, al dirigirse a la parada del transporte colectivo, cargando en uno de sus brazos a su bebé, una bolsa enorme con pañales, mamadera y otros pertrechos, y con su otra mano asegurando a su otro hijo pequeño, un extraño se aproximó. Se dispuso a ayudarla, al percibir que el bebé parecía estar resbalando de su brazo. Tenía que ser un extraño, pensó ella. En la iglesia, nadie jamás parecía haber percibido su lucha; muchos menos le habían ofrecido su ayuda. ¿Por qué personas como esta piadosa madre perseveran en frecuentar la iglesia, aun ante tales adversidades? Ellas necesitan profundamente de Dios.
También está el joven universitario en una ciudad lejos de su familia y de sus amigos. En su iglesia de origen, era muy activo, pero ahora vive sin que, aparentemente, nadie le preste atención, incluso cuando ha intentado ser simpático con todos. Por eso, extraña conversar con sus amigos, alrededor de la mesa, durante el almuerzo del sábado, riendo, cantando y jugando juntos. Ahora, come un sándwich tan frío como la temperatura social de la iglesia a la que asiste.
El hermano anciano, que recientemente quedó viudo, se siente en soledad en el mismo lugar en que acostumbraba sentarse acompañado de su esposa, a quien ahora extraña tanto. Pero está solo. Saluda, sonríe, pero vuelve con su soledad a su casa vacía, donde continúa sin tener con quién conversar; nadie lo visita.
La señora que siempre fue sonriente y simpática, ahora tiene una mirada tristona, que parece contemplar el vacío; porque su esposo la abandonó, dejándola sola con los niños. Su grupo de amigos se disolvió, pues ya no se siente cómoda, o no encuentra un espacio entre las parejas casadas ni tiene cabida entre los solteros. Entre los olvidados de la iglesia, está la familia que terminó de mudarse a esa comunidad, pero que todavía no conoce a nadie. Sus miembros entran y salen, pero los rostros les resultan desconocidos y parecen no tener siquiera una sonrisa de bienvenida para ellos. Finalmente, está la pareja recién convertida, que aceptó a Jesús pero todavía no fue aceptada por la familia en la que acaba de nacer espiritualmente. Perdió muchos amigos y familiares por amor a Cristo, pero todavía no sintió el reflejo de ese amor en la nueva comunidad a la que ahora pertenece.
Ministerios inclusivos
Estas personas solitarias que acabo de mencionar existen: son personas reales que no he mencionado por nombre, para preservar su identidad. ¿Está seguro de que, en su iglesia, no hay personas que están viviendo experiencias parecidas? En caso de que las haya, ¿qué es lo que la iglesia puede hacer o está haciendo en su favor?
La Biblia relata la historia de un excluido solitario que fue aceptado en un palacio real: Mefiboset, hijo de Jonatán. Después de haber sido descubierto en su aislamiento y ser llevado ante la presencia del rey David, Mefiboset escuchó la bondadosa declaración inclusiva del rey en relación con él. Entonces, respondió con palabras que revelan cómo se sentía en su exclusión: “¿Quién es tu siervo, para que mires a un perro muerto como yo?” (2 Sam. 9:8). Pero “David hizo traer al joven a la corte, y le recibió con mucha bondad […] la recepción generosa y cortés que le acordó el monarca, y sus bondades continuas ganaron el corazón del joven; se hizo muy amigo de David” (Patriarcas y profetas, p. 770).
Todavía tenemos “Mefibosets” en la iglesia. Ellos necesitan recibir el mismo tratamiento dispensado por David al hijo de Jonatán: una recepción bondadosa, cortés y generosa que conquiste su corazón. El Ministerio del Servicio, los diáconos y las diaconisas, deben encargarse de visitar a los ancianos y cuidar de ellos. El Ministerio de la Mujer tiene la responsabilidad de cuidar de las divorciadas. El Ministerio Joven cuida de los estudiantes, que están lejos de casa. El Ministerio Personal es responsable por los recién convertidos, incluyéndolos en el programa de discipulado. El Ministerio de la Recepción atiende a los recién llegados.
En realidad, la mayor necesidad de la iglesia es llegar a ser acogedora; un lugar en el que todos se sientan parte del pueblo de Dios; donde sientan su abrazo, a través del contacto de cada miembro. La iglesia necesita ser una fuente de alegría, comprensión, amistad, salud física, emocional y espiritual. Jesús afirmó: “Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (Juan 10:10). Todos necesitamos sentir que “somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios rogase por medio de nosotros” (2 Cor. 5:20). A semejanza de Pablo, cada uno de nosotros debe decir: “Mas a Dios gracias, el cual nos lleva siempre en triunfo en Cristo Jesús, y por medio de nosotros manifiesta en todo lugar el olor de su conocimiento” (2 Cor. 2:14).
Una iglesia acogedora es como un buen perfume de Cristo, que disemina su fragancia y atrae a las personas.
Sobre el autor: Directora del Ministerio de la Mujer y del Ministerio de la Recepción de la Unión Central Brasilera.