Un pastor jubilado nos escribió no hace mucho acerca de una práctica “perturbadora” que él dice se está “deslizando en nuestros cultos”. La práctica a la que se refiere es “la oración y la lectura bíblica, acompañadas por música de órgano o de piano”. Y pregunta: “¿Nos estamos contagiando del espíritu melodramático, característico de las radionovelas y del ritual católico, que arrulla a la gente hasta el sueño, acariciando suavemente sus sentidos? La música de fondo impide a nuestras congregaciones cultivar las artes del sagrado silencio, de la meditación, del autoanálisis, que son tan esenciales para el crecimiento espiritual”.

    Estamos viviendo en una era musical. Hay gran demanda de equipos de alta fidelidad y de toda clase de aparatos reproductores de sonido. Los discos se venden por millones. Los conciertos son muy concurridos. La música resuena aun en las fábricas, los consultorios y los supermercados, donde se la difunde para aumentar la producción, para infundir valor o simplemente para alegrar el espíritu. Incluso hay adolescentes que afirman que necesitan tener la radio a todo volumen, sintonizada en los programas de música bailable moderna, a fin de poder estudiar provechosamente.

    En vista de todo esto, no debe sorprendernos el hecho de que a algunos miembros de iglesia les guste la música suavemente tocada el sábado durante la oración o mientras se leen pasajes bíblicos. Sienten que ello contribuye a acrecentar la atmósfera de reverencia para esas partes del culto.

    No pretendemos sugerir que los que siguen esta práctica están impulsados por motivos indignos. Sin duda consideran que, puesto que la música desempeña una parte tan importante en el culto -himnos, interpretaciones corales, ofertorios, preludios, postludios, etc.-, debiera figurar en cada parte del mismo. Su filosofía es la de que “si un poco es bueno, mucho es mejor”.

    Pero -y lo decimos aun cuando gustamos de la música parecería que cuando la congregación o el individuo están hablando a Dios, no debiera haber influencias que distraigan. Toda facultad de la mente debiera estar enfocada hacia la oración. Todo el ser debiera estar concentrado en la comunión con el Eterno.

    Difícilmente se podrá lograr este fin cuando alguien esté tocando una música de fondo, no importa cuán suave sea.

    Al sugerir que no haya música durante la oración, creemos que estamos reconociendo el carácter sagrado que tiene la plegaria. ¡Cuán solemne es el hecho de que el hombre mortal dirija la palabra al Dios inmortal! ¡Que la criatura se comunique con el Creador! ¡Que el que procura fuerza y sabiduría hable con la misma Fuente de la fortaleza y la sabiduría!

    Durante esta sagrada conversación, ¿puede haber algún marco más apropiado que el silencio absoluto?

    Algunos exponentes del pensamiento religioso contemporáneo consideran que la oración no es más que una experiencia de éxtasis. Aunque creen que ejerce un efecto saludable sobre la mente y el cuerpo el hecho de que el hombre piense que está hablando con el Infinito, rechazan la idea de que un Dios personal oye la oración y envía respuestas según su sabiduría lo considere apropiado. Para ellos, el beneficio de la oración consiste únicamente en el efecto psicológico que puede tener sobre el individuo que ofrece su petición a una “Imagen paterna”, de cualquier tipo que sea.

    Si ésta es la opinión que se tiene de la oración, sin duda la música de fondo sería de gran valor. Pero para nosotros que creemos que “orar es el acto de abrir nuestro corazón a Dios como a un amigo” (El Camino a Cristo, pág. 92), ¿es la música realmente necesaria durante la oración? ¿No es más bien “perturbadora”, como sugiere la persona que nos ha escrito?

Sobre el autor: Director de la Adventist review