Hacia el final del cuarto evangelio se registra una sorprendente exclamación apostólica que encierra una de las declaraciones de fe más notables que encontramos en la Biblia.

Tomás era uno de los doce discípulos del Señor (Juan 20: 24). Por razones que desconocemos, no había estado presente cuando el Señor Jesús apareció a los discípulos (Juan 20:24; cf. 20:19-23). Cuando al regresar se encuentra nuevamente con el grupo apostólico, Tomás descubre gozo y asombro, y la primera noticia que recibe es: “Al Señor hemos visto” (vers. 25). Si bien estaba identificado con los seguidores de Cristo, pues todavía estaba con ellos luego de la crucifixión y muerte del Señor, y aunque había visto muchos milagros producidos por el Señor, ahora no podía dar crédito a la unánime noticia. Su respuesta es muy pragmática: “Si no viere en sus manos la señal de los clavos, y metiere mi dedo en el lugar de los clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré” (vers. 25).

Dios siempre proporciona abundante evidencia sobre la que podemos sustentar nuestra fe. No es el método divino compeler a los hombres a creer contra su propia voluntad. Pero si todos los hombres actuaran como Tomás, ningún ser humano de una generación posterior hubiera aceptado a Cristo, porque todas las demás generaciones debieron acercarse por fe y no por vista (2 Cor. 5:7).

La prueba que propone el apóstol puede que sea llamativa para algunos. Sin embargo, sería interesante saber qué harían en su lugar muchos que juzgan a Tomás de escéptico. Posiblemente la fe de Tomás se fue alimentan do lentamente. Al compás de cada acto de Cristo iba entreviendo algo grandioso y notable en Aquel que a sus ojos era un ser humano. Pero la muerte del que había dado vida a los muertos, vista a los ciegos y alimento a los necesitados, dejó en dubitativo silencio la fe que el apóstol había alimentado. Ahora no daba crédito al testimonio que recibía, y que en forma conjunta y gozosa le daban sus compañeros.

Luego de una semana todos los discípulos estaban reunidos y con ellos también estaba Tomás. De improviso Jesús se presenta en la reunión apostólica, y si bien todos se sorprenden, la mayor sorpresa la recibe Tomás.

Cristo se dirige a Tomás, y ante el asombro del apóstol procede a cumplir con todas las condiciones que el discípulo había fijado como fundamento de su fe. Pero algo establece una diferencia, una omnisciente diferencia: Cristo no había estado presente -al menos en forma visible- cuando Tomás planteaba sus condiciones y sus “si no viere”. Sin embargo, en el mismo orden en que el apóstol planteó la duda, el Señor concede la evidencia para la frágil fe del discípulo. Las palabras del Señor culminan aquel encuentro con sus asombrados y atónitos seguidores con la delicadísima reprensión dirigida a Tomás: “…y no seas incrédulo, sino creyente” (vers. 27).

Ahora le correspondía hablar al discípulo, y el que momentos antes establecía condiciones sobre las que fundamentar su fe, pronuncia una de las confesiones de fe más notables de la Biblia, una confesión que, en su dimensión teológica, posiblemente supera a la del mismísimo Pedro. Tomás le dice: “Señor mío, y Dios mío” (vers. 28).

Señor y Dios

Los labios de Tomás pronuncian dos palabras sacratísimas. La expresión Kúrios (Señor) hace referencia a alguien que tiene poder.[1] Kúrios es el que puede disponer de algo, como también de alguien.[2] Esta misma palabra se aplica tanto a dioses como a gobernantes.[3] Pero en sí mismo, este título divino, ahora aplicado a Cristo, tiene mucho valor, un valor semántico incalculable, pues Kúrios es la expresión griega que utiliza la Septuaginta (LXX), para traducir el nombre divino YHWH. Kúrios aparece unas 9.000 veces en la LXX, 6.156 de las cuales traduce de esta forma al griego el sagrado tetragrámaton hebreo YHWH.[4]

Por su parte, la expresión Deós se utiliza en la LXX para traducir la expresión Elohim.[5] Siempre se la usa para referirse al Dios único de Israel.[6]

El judaísmo distinguía claramente el uso de los nombres divinos: 1) el tetragrámaton (YHWH), como el nombre propio de Dios, 2) los títulos El, Eloha y Elohim, como los nombres genéricos que denotan su título y su oficio, y 3) las expresiones que describen a Dios desde la óptica de sus atributos: el Santo, el Altísimo.[7] Difícilmente estas modalidades en la forma de relacionarse con el Dios de su pueblo fueran desconocidas para Tomás que confiesa su fe en Cristo. Tampoco las desconocía Juan, que registra la confesión de Tomás. Lo que reúne una atestiguación sumamente importante en lo que se dice, y en lo que se quiere decir.

El orden de la exclamación

La expresión apostólica tiene un orden definido. No es un orden casual. Coincide con las expresiones con que la LXX traduce el título divino YHWH ELOHIM. Vez tras vez encontramos esa expresión traducida como Kúrios o Deós. Los salmos abundan en exclamaciones de fe y confianza en el Dios de Israel, que utilizan la fórmula divina YHWH ELOHIM, y que sistemáticamente es traducida como Kúrios o Deós.[8] Esta, indudablemente, era una expresión muy común con la que el israelita le cantaba al Dios que era objeto de su confianza y de su fe.

No podemos obviar el elemento psicológico, subyacente en toda relación que involucra al ser humano, mediante el que fácilmente se puede inferir que una mentalidad hebrea -como la de Tomás- estuviera cargada, henchida de expresiones orientadas hacia la Divinidad, y que ahora, en un momento de sorpresa ante lo inesperado, en un instante en el que la realidad invierte todos los conceptos personales sostenidos hasta ese momento, el apóstol reconociera a Cristo asignándole los títulos veterotestamentarios, igualándolo con el Dios de Israel.

Por otra parte, la expresión Kúrios o Deós también compone, con ciertas variantes, el gran credo de Israel, conocido como la Shemá (que significa oye).[9]

Es interesante recordar que durante las confrontaciones judeocristianas del Medioevo, los cristianos utilizaron la Shemá (Deut. 6: 4) para defender su credo trinitario. Esta argumentación cristiana resultó difícil de rebatir para los judíos que hacían una hermenéutica literal del pasaje, enfatizando la unicidad de Dios, en contraposición con el credo pagano.[10]

¿Qué veían los eruditos cristianos en Deuteronomio 6: 4? En primer lugar, que el nombre divino se repite tres veces, dos como YHWH y una como Elohenu. En los escritos del rabí Moses ben Maimón (1135-1204 DC), escritor judío más conocido como Maimónides, se encuentra esta aseveración: “Yo creo con perfecta fe, que el Creador, bendito sea su nombre, es una unidad, que no hay otra unidad semejante a Él y que sólo Él es nuestro Dios, que era, que es y que será. ‘Oye, oh Israel, YHWH, Elohenu, YHWH, es uno’. Estos tres son uno. ¿Cómo pueden los tres ser uno?… Es que tres modos aún forman una unidad”.[11]

En segundo lugar, los eruditos cristianos percibían el uso del vocablo ekad. Esta palabra hebrea aparece por primera vez en el relato bíblico de la creación cuando dice: “Y fue la tarde y la mañana un [ekad] día” (Gén. 1:5). En este pasaje encontramos que dos diferentes manifestaciones del tiempo, la tarde (o noche) y la mañana (el día), se fusionan en una unidad que es “un día”. Lo mismo ocurre cuando el relato bíblico se refiere al matrimonio. “Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una [ekad] sola carne” (Gén. 2:24). En este versículo se habla del hombre y de la mujer como una unidad (ekad), pero son dos seres individuales y también distintos. ¿En qué sentido son una unidad? Están unidos por su naturaleza, propósito, cooperación, y trabajan juntos para el mantenimiento de la vida familiar. No son una unidad en el sentido de estar inmersos ambos en la misma esencia y en la personalidad de un mismo ser. Esta palabra (ekad) denota unidad, plena y total, pero una unidad compuesta y no una unidad de absoluta unicidad, para lo cual el hebreo utiliza la expresión yachid.

Qué había en la mente del apóstol cuando exclamó: “Señor mío, y Dios mío”, no lo sabemos. Lo único que sí sabemos es lo que estuvo en labios del apóstol. Y sus labios confiesan, en la persona de Cristo, al gran Dios de Israel, el Dios de la Shemá, al que diariamente se encomienda todo legítimo creyente. El Dios que es objeto de cánticos y de adoración, Jehová Dios, el que “hizo la tierra y los cielos” (Gén. 2: 4). Un Dios capaz, en su grandeza, de decirle a un hombre como Tomás: “Pon aquí tu dedo…  y no seas incrédulo sino creyente” (Juan 20: 27).


Referencias

[1] Gerhard Kittel, ed., Theological Dictionary of The New Testament (Grand Rapids, Michigan, Wm. B. Eerdmans, 1967), t. III, pág. 1.041.

[2] Ibid., pág. 1.045.

[3] Ibíd., págs. 1.046.

[4] Colín Brown, ed., Dictionary of New Testament Theology Grand Rapids, Michigan, Zondervan, 1976), t. II, págs. 511, 512.

[5] Kittel, Theological Dictionary, t. III, pág. 90.

[6] Ibid.

[7] Ibíd. t. III, pág. 92.

[8] Salmos 35: 23; 30: 2, 12; 35: 24; 38:21; 41: 13; 59:5; 72: 18; 76: 11; 80:4, 19; 84:8, 11; 88:1; 99:8, 9; 100:3; 104:33; 105:7; 106:47, 48; 109: 26; 113:5; 122:9; 123:2; 146:10.

[9] Deuteronomio 6:4.

[10] Encyclopedia Judaica (Keter Pub. House Ltd., Jerusalén. 1971), t. 14, pág. 1.374, dice: “Jewish commentators were naturally at pains to contradict this… ”

[11] Moses ben Maimón, “The Thirteen Principles of Faith”, Zohar III (London, The Soncino Press, 1949), pág. 134.