Nada perturba más al agresor que ver al agredido ofrecerle la otra mejilla.

Acostumbramos a calificar como “caraduras” a las personas cuyas palabras y acciones son incoherentes. Y esto traspone las fronteras de la semántica, el pragmatismo, y el estudio de las normas de cortesía y las buenas costumbres. Podemos decir que aquí hay un punto de contacto entre la lingüística y la religión.

De acuerdo con Dominique Main-gueneau, toda persona tiene dos “faces”, una negativa y otra positiva.[1] La negativa corresponde al espacio o “territorio” de cada cual. La gente no quiere que se la incomode, que se le pongan trabas ni que se la controle. La faz positiva tiene que ver con la imagen que les transmitimos socialmente a los demás. Queremos que se nos ame y se nos comprenda.

Un lenguaje amenazador

Toda comunicación se puede considerar una “amenaza” para una o varias de esas faces. Por ejemplo, una orden valoriza la faz positiva del emisor y desvaloriza la del receptor. Admitir un error es una amenaza para la faz positiva del emisor, porque lo expone; y, como cristianos, no debemos adoptar esa actitud. Las promesas también constituyen amenazas para la faz positiva y negativa del receptor, como para la faz positiva del emisor. Las preguntas indiscretas, las órdenes, las advertencias y los consejos no solicitados son amenazas para la faz negativa del destinatario.

La enseñanza bíblica

En las Escrituras, encontramos enseñanzas que nos invitan a reflexionar con más detenimiento acerca de este asunto. “Di mi cuerpo a los heridores, y mis mejillas a los que me mesaban

la barba. No escondí mi rostro de injurias ni de esputos” (Isa. 50:6). “Dé la mejilla al que le hiere, y sea colmado de afrentas” (Lam. 3:30). “A cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra” (Mat. 5:39). Como se ve, el Maestro de los maestros descartó un concepto que está arraigado en la sociedad hasta el día de hoy; a saber, que la violencia se debe combatir con mayor violencia.

El autor Augusto Jorge Cury[2] analiza el objetivo que Cristo quería alcanzar al enseñar a sus seguidores que ofrecieran la otra mejilla. El Señor no estaba hablando de una mejilla física sino psicológica. Ofrecer la otra mejilla equivale a no reaccionar violentamente cuando alguien nos ataca. Desde un punto de vista superficial, eso parece una demostración de fragilidad y una manifestación de temor. Pero sólo una persona fuerte es capaz de ofrecer la otra mejilla. Sólo alguien que está seguro de quién es puede elogiar a su agresor. El que ofrece la otra mejilla no se oculta; enfrenta al otro con la tranquilidad propia de los que son conscientes y dominan con seguridad sus emociones.

La lógica que se debe cultivar en este caso es que nada perturba más al agresor que no ser correspondido en su agresividad. Esa actitud lo desarma en su intento de justificarse. Sin duda, tratará de mitigar lo ocurrido pidiendo disculpas.

Ofrecer la otra mejilla implica respeto por el otro. Con ese gesto, le decimos que estamos dispuestos a comprender los motivos de su agresión. Y es, además, una forma de testimonio cristiano. “La actitud de ‘ofrecer la otra mejilla’ protege emocionalmente al agredido y, al mismo tiempo, estimula al agresor para que medite en su violencia y haga algo para reciclarla”.[3] El propósito de Cristo era que el agresor se sintiera impulsado a revisar su actitud, y comprendiera que en realidad se estaba ocultando detrás de su agresión.

Pasividad versus madurez

Otra vez en palabras de Cury: “Cristo, mediante su consejo de ofrecer la otra mejilla, quería proteger al agredido, de manera que superara la agresión impuesta por el otro, y al mismo tiempo educar al agresor para que se diera cuenta de que su agresividad era sólo una señal de debilidad”.[4] Jesús se oponía firmemente a toda clase de violencia. Pero la humildad que pregonaba no tenía nada que ver con el temor ni la sumisión pasiva; al contrario, estaba relacionada con la madurez de la personalidad basada en la serenidad emocional y la seguridad. “El Maestro de la escuela de la existencia demostró que el poder está en la tolerancia, en la serenidad, en la capacidad de inducir al otro a examinarse por dentro”.[5]

Cristo nos enseñó qué debemos hacer para preservar tanto nuestra faz positiva como la de nuestro agresor. Y no faltan oportunidades de poner en práctica su consejo. Por lo tanto, no tenga miedo de pedir disculpas, de extender la mano de la reconciliación y estrechar a alguien en un abrazo perdonador.

Sobre el autor: Profesora de Lingüística en la Universidad Federal de Sergipe y esposa de pastor.


Referencias

[1] Dominique Maingueneau, Análise do Textos do Comunicado (São Paulo, SP: Cortez, 2001), p. 30.

[2] Augusto Jorge Cury, O Mestre dos Mestres, Analise da Inteligencia de Cristo (São Paulo, SP: Academia de Inteligencia, 1999).

[3] Ibíd., p, 166.

[4] Ibíd., p. 167.

[5] Ibid.