En un claro de la selva un grupo de mandriles estaba sentado en círculo, como un concilio de ancianos.

Una anciana pareja de indígenas de la tribu luo se sentó para mirarlos. “¿Ves el montoncíto de leños que hay en el centro?”, dijo_ el anciano a su esposa. “Han apilado leña como hacemos nosotros para encender fuego”.

Y así era. Habían imitado lo que habían visto hacer muchas veces por los indígenas que preparaban una fogata —pero faltaba una cosa— no había fuego en la leña. Habían dado todos los pasos para hacer un fogón, ¡pero no tenían fuego!

Con combustible pero sin fuego

¿Sería posible que esto fuera una parábola de la experiencia de la iglesia remanente de hoy día? En el relato, los mandriles lo tenían todo, excepto el fuego. ¿Será que nosotros también lo tenemos todo, excepto el fuego del Espíritu Santo en la iglesia? Los adventistas del séptimo día tienen bastante combustible espiritual en el glorioso mensaje adventista como para alimentar un incendio que inflamaría para Dios a todo continente de la tierra, de Singapur a Sierra Leona, de Washington a Prakaspuram, de Murmansk al Estrecho de Magallanes.

Con más de dos millones de miembros de escuela sabática, 20.000 obreros evangélicos, 18.000 médicos, enfermeras y otro personal sanitario, 6.000 colportores, 2.200 empleados de editoriales, 16.000 docentes y otros obreros, podríamos encender el mayor incendio que este mundo haya presenciado alguna vez. Pero estos hombres y mujeres deben ser encendidos por el fuego de Dios.

También tenemos las ruedas. Ezequiel las vio: una “rueda en medio de [otra] rueda” (Eze. 1:16). La mensajera del Señor también se refirió a esta visión bajo el título: “La Organización de Dios”. “La mano de la sabiduría infinita se ve entre las ruedas, y el orden perfecto es el resultado de su obra. Cada rueda trabaja en perfecta armonía con cada una de las demás” (Testimonios para los Ministros, pág. 216).

Tenemos las ruedas, la organización, para llevar el fuego y extenderlo con gran rapidez hasta el más remoto lugar de la tierra. Es una maravillosa organización que ha sido perfeccionada. “Dios dio testimonio tras testimonio sobre este punto” (Id., pág. 23).

Fuego en las ruedas

Sí, tenemos las ruedas, pero, si han de hacer la obra que Dios desea en estos desafiantes días finales de la historia de la tierra, debe haber fuego en las ruedas. “Cuanto a la semejanza de los seres vivientes, su aspecto era como de carbones encendidos, como visión de hachones encendidos que andaba entre los seres vivientes; y el fuego resplandecía, y del fuego salían relámpagos. Y los seres vivientes corrían y volvían a semejanza de relámpagos” (Eze. 1:13, 14).

Tenemos que tener el Espíritu de Dios en las ruedas de nuestia organización hoy día. Debe haber fuego en la leña. No basta con tener organización, maquinaria y presupuestos. Tampoco basta con tener los hombres y las mujeres. Necesitamos fuego en las ruedas, fuego viviente, fuego pentecostal, que baja del cielo e incendia a hombres y mujeres para Dios. La mensajera del Señor lo dice claramente. “No podemos depender de la forma o maquinaria externa. Lo que necesitamos es la influencia vivificante del Espíritu de Dios” (Id., pág. 512).

Podemos tener edificios de iglesia que sean el sueño de un arquitecto, centros evangelísticos que sean todo lo que el corazón de un predicador pudiera desear, abundantes presupuestos para proveer el más moderno equipo y una plétora de artículos para evangelismo. Nuestros planes pueden ser perfectos, nuestra organización sin falla alguna. Podemos tener todos los recursos visibles que se necesitan para un poderoso avance evangelístico. Pero nuestra lucha es espiritual, no material. Los resultados dependen de cosas internas, no externas. Debe haber fuego en las ruedas —el poder del Espíritu Santo en nuestro servicio en favor del Maestro.

Cuando el Espíritu Santo no está presente, el fuego se apaga. Puede haber actividad. Pueden parecer brillantes las perspectivas. Pero no podemos hacer nunca la obra de Dios como él lo quiere en la última hora sin el fuego de lo alto. La Biblia expone con abundante claridad que el fuego, el poder del Espíritu Santo, es un imperativo absoluto.

¿Temor o valor?

Antes de su ascensión, Jesús dijo: “Quedaos vosotros en la ciudad de Jeru- salén, hasta que seáis investidos de jjoder x desde lo alto” (Luc. 24:49). Los discípulos habían estado escondidos por temor de los judíos. Temían que les tocara el mismo fin que tocó a Jesús. Se encerraron y atrancaron las puertas. Eran un grupo de hombres aterrorizados, desanimados, frustrados. Habían pasado por el mayor chasco experimentado alguna vez por la humanidad.

Luego vino el Pentecostés. Cayó el fuego; vino el poder. Se obró una transformación. Se fueron el temor y el desánimo. Una santa firmeza y un celo san- tificado tomaron posesión de ellos. Salieron de su escondite. La iglesia naciente comenzó su obra de evangelizar al mundo. “Fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron…” (Hech. 2:4). Cuando fueron llenos del Espíritu Santo comenzaron a vivir, comenzaron a testificar, a llevar fruto, a evangelizar. Comenzaron a cumplir la tarea que les encomendara Dios. Los aduladores serviles se convirtieron en conquistadores; los temerosos en poderosos. Donde antes había vacilación, incapacidad, derrota, había ahora certeza, ánimo, poder, victoria. El fuego interior hacía la diferencia. Cuando cayó el fuego, dice el relato que hubo 3.000 conversos el día de Pentecostés. El libro de los Hechos revela además que de allí en adelante se añadían diariamente a la iglesia “los que habían de ser salvos”. Jerusalén fue llenada con la doctrina de Jesús. Algunos de los más acérrimos enemigos de la iglesia primitiva —“muchos de los sacerdotes”— creían.

Altares paganos trastornados

En treinta cortos años, el feliz Evangelio pasó victorioso por toda el Asia Menor, cruzó a Europa hasta amenazar con trastornar los altares y templos paganos en la poderosa Roma, la dueña del mundo. Frente a la mortífera y maligna oposición, los heraldos de la cruz plantaron la insignia del Crucificado en el mismo umbral de la casa imperial. Lucas habla del poderoso avance del Evangelio mediante el esfuerzo de hombres llenos del fuego. Habla de un “gran número” de personas que en la perversa Antioquía “creyó y se convirtió al Señor”. En Iconio, Tesalónica, Corinto y en otras partes ocurrió lo mismo. “Gran multitud de judíos, y asimismo de griegos” se pusieron del lado de Cristo. Doquiera iban estos hombres llenos del Espíritu, había una gran cosecha de almas. ¿Por qué? Porque había fuego en su corazón. Porque el Espíritu Santo los poseía. Finalmente, según Hechos 28:31, la iglesia primitiva podía informar “misión cumplida” en Roma como resultado de las labores de estos hombres llenos de fuego.

El fracaso de un hombre nunca es definitivo aunque haya sufrido mucho, mientras no empieza a culpar de él a los demás.

¡Qué serie de éxitos! ¡Qué triunfante canto de poder! Dos mil años después todavía hace estremecer de gozo nuestro corazón al leerlo. ¿Cuál era el secreto del poder de esos primeros hombres de Dios, de la rápida expansión de la iglesia en esos días difíciles? La respuesta se halla en estas palabras inspiradas: “Fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron… .” Había fuego en ellos.

¿Exito o fracaso?

Hay aquí una lección vital para nosotros como obreros y dirigentes en la causa de Dios. Una lección apremiante, urgente, que no podemos dejar de entender. El que la aprendamos o no determinará el éxito o el fracaso en nuestro ministerio. Hay una lección para aquellos de nosotros que deben hacer frente a los millones de habitantes de Nueva York, Londres, Berlín, Bombay, Manila, Tokyo, Johannesburgo, Buenos Aires, y mil otras junglas de cemento repletas de hombres y mujeres que han de comparecer ante el juicio, aglomeraciones que apenas hemos tocado con la verdad presente.

Es una lección para aquellos de nosotros que hemos tenido el espectro de los millones de habitantes del Asia meridional obsesionándonos durante las horas nocturnas, aquellos que deben hacer frente a la fría complacencia de millones de budistas, o a la feroz resistencia fanática del mundo islámico, o a los millones de seres hipnotizados en los países nominalmente cristianos. Necesitamos aprender esta lección, y aprenderla bien, no sea que tratemos de hacer la obra de Dios en la hora de Dios en una forma que no es de Dios.

Es mejor encender una humilde vela, que maldecir la oscuridad.

Los discípulos comenzaron, y comenzaron en Jerusalén. ¿Por qué? ¿Por qué mandó Jesús a los discípulos que quedaran en Jerusalén? ¿Por qué no les dijo que fueran a Belén, a Jericó, a Nazaret? ¿Era sólo porque Jerusalén era la capital, el centro del judaismo? ¡No! ¡Mil veces no! Quería que sus discípulos aprendieran una gran lección —la misma lección vital que desea que aprendamos hoy.

Se trata sencillamente de esto: la recepción del Espíritu Santo es una absoluta necesidad si ha de venir el éxito a los obreros de Dios a medida que tratemos de terminar su obra en la tierra. “Antes que un solo libro del Nuevo Testamento fuese escrito, antes que se hubiese predicado un sermón evangélico después de la ascensión de Cristo, el Espíritu Santo descendió sobre los apóstoles que oraban” (El Deseado de Todas las Gentes, pág. 626).

“Quedaos… hasta que”

Cristo no quería que los discípulos fueran a ninguna parte, o comenzaran obra alguna, ni siquiera que predicaran un solo sermón hasta que cayera el fuego, hasta que el poder de lo alto se posesionara de los obreros de la naciente iglesia. “Quedaos vosotros en la ciudad de Jerusalén, hasta que seáis investidos de poder desde lo alto”, les dijo (Luc. 24:49). Cristo quería marcar a fuego esta verdad en el pensamiento de los primeros obreros. El Pentecostés no era un lujo espiritual sino una extraña necesidad. El Pentecostés no era algo que los discípulos podían tomar o dejar según les pareciera bien. Era un imperativo. Tenían que elegir entre el Pentecostés y el fracaso.

Un segundo Pentecostés

La verdad desnuda y desafiante que está ante los dirigentes y los ministros de la Iglesia Adventista del Séptimo Día es que también para nosotros hay o Pentecostés o fracaso. La tarea es demasiado grande para nosotros. Pero no es demasiado grande para Dios. Dublín, Khartum, Mogadiscio, Tashkent, y aun Lhasa no pueden resistir el fuerte poder de las lenguas partidas de fuego que quema a través de hombres, de plumas, de emisiones radiales llenos del Espíritu. Dios quiere que nuestros días sean los días de su poder manifestándose en la lluvia tardía, de su segundo Pentecostés, de su impulso final para terminar la obra. Así debiera ser. “Tan ciertamente como que Satanás no puede cerrar las ventanas del cielo para que no caiga lluvia sobre la tierra, no puede impedir que una lluvia de bendición caiga sobre el pueblo de Dios” (Mensajes para los Jóvenes, pág. 131).

[El segundo Pentecostés] vendrá. Esto es indudable. La pregunta es: “¿Estarás tú, estaré yo preparado para recibir sus bendiciones, su poder para hacer nuestra parte en la terminación de la obra? “Antes que los juicios de Dios caigan finalmente sobre la tierra, habrá entre el pueblo del Señor un avivamiento de la piedad primitiva, cual no se ha visto nunca desde los tiempos apostólicos” (El Conflicto de los Siglos, pág. 517).

Gracias a Dios, está llegando, hermanos. El fuego quemará. El Espíritu caerá en la lluvia tardía. Cederán las cindadelas de Satanás. Serán evangelizadas las zonas en las cuales no se ha entrado todavía. Se terminará la obra. Jesús vendrá en esta generación. Nuestra esperanza es bienaventurada, no maldita. Estos nuestros ojos verán al Rey en su gloria en nuestros días, si de alguna manera podemos hoy tener una nueva visión de él.

Fuego en nuestro corazón

Pero el pecado debe irse. Debe venir el reavivamiento. Debemos estar poseídos por una nueva consagración. Debe haber fuego en nuestro corazón y en las ruedas de nuestra organización eclesiástica. Nuestra necesidad es la misma del movimiento cristiano primitivo: la de una iglesia llena del Espíritu. En los días de los apóstoles, el Espíritu Santo quebró toda barrera, aniquiló toda oposición, evangelizó ciudades perversas, desarraigó herejías, frustró intentos de cisma, desdeñó al opresor, ganó victoria tras victoria. Lo mismo ocurrirá en nuestros días. Pero necesitamos el Espíritu Santo en nuestra vida individual, para vencer al yo y el pecado, para romper los lazos de acero de los malos hábitos, para que nos capacite para vivir a la altura de las elevadas normas del mensaje adventista, para que nos dé poder para mantenernos de parte de la justicia aunque se desplomen los cielos.

Sí, hay necesidad del Espíritu Santo en la vida de cada uno de nosotros. La iglesia necesita poder del Espíritu Santo, poder para permanecer firme por la fe frente a la apostasía y la perfidia espiritual, poder para hacer frente a las circunstancias más complicadas, poder para llevar la batalla victoriosamente hasta el fin en todas partes del mundo.

“Se necesita una reforma entre el pueblo, pero primero debiera comenzar su obra purificadora en los ministros” (Testimonies, tomo 1, pág. 469). Esta terrible declaración, hermanos, ¡significa que debe comenzar con nosotros! ¡Qué pensamiento sobrecogedor y desafiante! Esta reforma y reavivamiento deben comenzar con los dirigentes ministeriales de la iglesia. ¿No se esparcirá luego como ondas del mar por Norteamérica, Sudamé-rica, Europa, Asia, Africa, Australia y las islas del mar? ¡Encendamos los fuegos de Dios mediante la entrega completa que pondrá todo el mundo en llama por el mensaje adventista! ¿No harás tú una entrega tal, una promesa tal en esta oportunidad?

Sobre el autor: Presidente de la Asociación General.