Desde una perspectiva lingüística, el autor aborda un tema que siempre ha sido objeto de la reflexión cristiana.

¿Es posible alcanzar la santificación en esta vida, o es una experiencia vivencia! sólo lograble en el momento de la transformación que los redimidos experimentarán al regreso del Señor?[1]

Este interrogante, que ha interesado a muchos por mucho tiempo, se genera en la aprensión de quienes, humilde y sinceramente, se resisten a autocalificarse como santos ante el reconocimiento de que aún no se han liberado de los defectos humanos; y más, cuando establecen la sinonimia entre santo y perfecto en términos absolutos.

Por definición, perfecto es “lo que tiene el mayor grado posible de bondad o excelencia en su línea”; y santo: “perfecto y libre de toda culpa”.[2] Confrontando ambas definiciones, emergen, nítidas, dos conclusiones: una, la sinonimia existe; dos, en los parámetros que establecen ambas definiciones, sólo cabe a Dios. Sin embargo, es El quien insistentemente nos llama a la santidad y a la perfección.[3] Si lo hace, ambas deben ser cualidades accesibles al hombre. Admitida esta conclusión, la inquietud deriva naturalmente hacia el cuándo y el cómo.

Incursionando en etimología, descubrimos que “santo” (del latín, sanctus) es el participio del verbo sancire (consagrar)[4]; de allí que el adjetivo acepte también, como acepción significativa: “lo que está especialmente dedicado o consagrado a Dios”.[5] Sin duda, esta definición se adecúa mejor a la dimensión humana; pero, pese a este acercamiento, ¿es posible que Dios quiera como elementos consagrados a El, y los llame santos, a seres humanos moral y espiritualmente incompletos; a individuos imperfectos, apenas —en el mejor de los casos— perfectibles?

Quizás esté aquí, en el término perfectibles, el quid de la cuestión.

Dios nos acepta tal como estamos, tal como somos, para conducirnos en y a la santidad.[6] En el diccionario del cielo, santificación y perfección ambivalentemente, apuntan a proceso y culminación. Si queremos deslindar alcances, podríamos decir que santidad es la culminación, y santificación, el proceso para llegar hasta ella.

La idea de santificación como proceso en la experiencia cristiana, está implícita o explícita en diferentes textos de la teología paulina,[7] petrina[8] y en las enfáticas declaraciones del espíritu de profecía.[9]

Admitir que se accede a la santificación vistiendo aún las hojas de higuera, es un ejercicio de fe. Tal vez por ello, cuando Pablo enuncia para los creyentes de Roma el proceso del crecimiento y desarrollo cristiano,[10] enmarca sus palabras en dos rotundas certidumbres de fe. Primero: “Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien…”[11]; y luego: “Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?”[12]

Cuando el apóstol aborda el mismo tema en la primera carta a los corintios, entrelazado con los peldaños de su gradación espiritual, señala un elemento fundamental: Cristo Jesús. El es quien viabiIiza la santificación como realidad de hoy y ahora, desde el preciso instante en que encuentra cabida en el corazón del hombre.[13] Es como si el apóstol dijera: el conocimiento de Dios, que recibimos a través de Jesús, nos abre las puertas a la vida eterna.[14] Puedo cruzarlas, justificado por la fe en el perdón de la gracia divina, y, avanzando por el camino de la santificación diaria —que se manifiesta en el modo de vivir— penetramos final y definitivamente en la redención de Dios. Todo esto por Cristo, con Cristo, en Cristo.

La justificación es el pasaporte que habilita para el viaje; la santificación, la visa para entrar en la patria celestial.

Una visa se obtiene en el país de residencia y significa que el titular del pasaporte es apto para entrar en el país de destino. Así es también en la experiencia cristiana. Debemos aprender a ser santos, debemos vivir como santos, mientras permanecemos en esta tierra. Maravillosamente estos logros pueden ser adquiridos no como resultado de nuestro esfuerzo, sino que Dios los efectuará en nosotros si, nada más, se lo permitimos.

Este pensamiento está magníficamente compendiado en el cierre teológico ele la primera de las epístolas adventistas, la carta dirigida a los fieles en Tesalónica: “Y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo”.[15]

Desde el versículo 12, San Pablo venía desarrollando el tema en torno a la importancia decisiva que, para la salvación del hombre, para su preparación para el encuentro final con Dios, tiene la santificación. Dicho de otra manera, el gran telón de fondo del texto es la segunda venida de Cristo, y el principal asunto, la santificación del ser.

 “Y el mismo Dios de paz”. El apóstol no plantea o cuestiona si la paz puede o no ser una característica de Dios. La da por descontada. El sentido pleno de la expresión paulina declara enfáticamente que, del mismo modo que el amor, es la paz una de las facetas del carácter divino; de la naturaleza divina. Dice San Pablo: Dios es paz y por lo tanto, cuando se acerca el hombre, aún a sus hijos rebeldes, lo hace impartiendo verdadera paz. Recuerda las palabras de Jesús: “Mi paz os dejo, la paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo”.[16]

 “Os santifique”. Este es el verbo clave de toda la declaración paulina. Es, todo el versículo, una evidente oración que coordina dos grandes asuntos enunciados casi al estilo poético hebreo del paralelismo sinónimo. Gramaticalmente, ambos componentes de la expresión tienen igualdad de importancia; sin embargo, en el espíritu de la idea, el verbo santifique tiene preeminencia por ser enunciado en primer término. De él se destaca el hecho de que la santificación es don de Dios, no logro humano.

 “Por completo”. Por la misma estructura del anhelo expresado es evidente que la santificación no nos es impuesta sino brindada. Y brindada en plenitud para que nos envuelva por completo. Quizás éste sea el gran secreto del éxito en la vida del cristiano. El vocablo griego utilizado (jolotelés) involucra perfección, algo completo hasta el fin. Porque la auténtica santificación abarca todo el ser. No deja ninguna parte fuera de su alcance.

Allí termina la oración. El apóstol puede colocar el punto final. Pero no lo hace. Tal vez el Espíritu Santo lo inspira a ser más específico. Entonces cambia la puntuación y reitera, agregando:

 “Y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo”. Esta tripartición antropológica, no es usual en los escritos paulinos. Mucho más frecuente es la bipartición cuerpo y espíritu.[17] ¿Por qué esta variante en su estilo? Creemos ver una intencionalidad especial.

Espíritu (del griego pnéuma). Se refiere a la inteligencia. Dios, a través de su Espíritu habla a nuestro intelecto. El propio San Pablo señala, en la epístola a los Romanos, que la transformación necesaria para asimilar la buena voluntad de Dios en nuestro favor, sólo se alcanza por la renovación de la mente, del entendimiento.[18]

Alma (del griego: psijé). Es la parte del ser que da la expresión a los instintos, deseos y sentimientos. Esta parte de la naturaleza del hombre también debe ser santificada. Mediante la obra el Espíritu Santo, la mente del humano se conforma a la mente de Dios, y la razón, santificada, prevalece sobre la naturaleza inferior, que es opuesta a Dios, sujetándose a su voluntad. De este modo, cuando obedece a Dios, cumple o satisface sus propios impulsos. Se deleita en hacer la voluntad divina porque ésta es su propia voluntad.

Cuerpo (del griego: súma). El cuerpo es un instrumento con el que el cristiano activo sirve a su Señor. Es templo del Espíritu Santo,[19] luego, debe ser santificado. Es el que manifestará, más que la inteligencia o los impulsos, la santificación de la vida. Pero nunca estará santificado, si antes no lo fueron espíritu y alma.

En el triple enunciado de San Pablo no hay una mera manera de decir; hay un encadenamiento preciso y precioso. Y está establecido racional y lógicamente en una secuencia gradual de causa y efecto sagrados.

 “Sea guardado”. Guardado o preservado, sugiere, en labios de San Pablo, que la santificación ejerce un cuidado, una protección, un resguardo para y en la persona santificada.

 “Irreprensible”. Naturalmente, cuando la santificación se manifiesta en la vida, ésta no tiene reprensión. Es sin manchas y sin reproches. Está limpiada para la gloria de Dios. Está más allá de toda condenación.20[20]

“Para la venida”. He aquí el gran telón de fondo. El tema central de las dos epístolas a los tesalonicenses. La promesa de la segunda venida de Cristo ilumina la historia bíblica de un extremo a otro. Tan sólo siete generaciones después de la entrada del pecado en el mundo —el gran eliminador de la vida edénica— mientras aún vivía el propio Adán, uno de sus descendientes predicaba con fervor el segundo advenimiento.[21] Después, los hijos fieles de Dios recordaron con unción el mismo evento con el ceremonial ritual del día de la expiación; Jesús lo hizo el gran tema de su predicación, y comprometió su palabra en promesa;[22] los ángeles lo aseguraron;[23] y el apóstol a los gentiles proclamó y anheló dicha enseñanza y verdad.[24]

 “De nuestro Señor Jesucristo”. Este es el cierre perfecto. La magnífica declaración que comentamos, concluye incluyendo a la figura central de la historia de la redención. Sin El, la santificación sería imposible y sin objeto. Porque “en El vivimos, y nos movemos, y somos”.[25] Porque “Cristo es el todo, y en todos”.[26] Porque El “nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención’’.[27]

Sobre el autor: Juan Carlos Bentancor es director de Educación y Comunicación de la Misión Boliviana Occidental.


Referencias

[1] 1 Corintios 15:51-53.

[2] Real Academia Española,  Diccionario de la lengua española.

[3] Exodo 19: 5, 6; Levítico 11:44, 45; 19:2; Mateo 5:48.

[4] J. Corominas Diccionario etimológico de la lengua española (Madrid, Gredos).

[5] Real Academia Española, Diccionario de la lengua española.

[6] Mateo 11: 28-30.

[7] Romanos 8: 28-31.

[8] 2 Pedro 1: 3-12.

[9] El hogar adventista, págs. 12, 286, 486; El Deseado de todas las gentes, págs. 99, 278; Los hechos de los apóstoles, págs. 42, 46, 47, 461-463; El camino a Cristo, págs. 59.69, 82.

[10] Romanos 8: 28-30.

[11] Ibid.

[12] Ibíd.

[13] 1 Corintios 1: 30.

[14] Juan 17: 3.

[15] 1 Tesalonicenses 5: 23.

[16] Juan 14:27.

[17] Romanos 8: 10; 1 Corintios 5: 3; 7: 4.

[18] Romanos 12: 2.

[19] 1 Corintios 6: 19; 3: 16.

[20] Romanos 8: 1; Juan 5: 24.

[21] Judas 14.

[22] Mateo 24; Marcos 13; Lucas 21; Juan 14: 1-3.

[23] Hechos 1: 11.

[24] 1 Corintios 15; 1 y 2 Tesalonicenses; 2 Timoteo 4: 1-7; Tito 2: 11-14.

[25] Hechos 17: 28.

[26] Colosenses 3: 11.

[27] 1 Corintios 1: 30.