¿Qué pues, diremos? ¿Es el hombre justificado por la fe y santificado por las obras? Tratándose de justificación, todos creen, y la Biblia declara, que somos

JUSTIFICADOS — por la gracia — la Fuente — Rom. 3: 24

por la fe — el Método — Rom. 5: 1.

por la sangre — el Medio — Rom. 5: 9

por las obras — las Evidencias de la justificación —Sant. 2: 24

No obstante, al referirse al proceso de la santificación, algunos quieren dar a entender que el método sufre una variación, siendo entonces necesaria una combinación de la fe con las obras para que se obtenga la santificación. Hay otros que van más allá, pretendiendo que el cristiano es justificado únicamente por las obras.

¿Cuál será la posición de los escritores bíblicos y del espíritu de profecía acerca de este asunto? Lo que siempre fue problema para algunos en el pasado, y todavía lo es en el presente, es encontrar el verdadero lugar de las obras. ¿Dónde colocarlas? ¿Como un medio para alcanzar un fin? ¿Cómo evidencias de algo ya poseído?

Elena G. de White, al referirse a la justificación y a la santificación declara: “La justicia por la cual somos justificados es imputada; la justicia por la cual somos santificados es impartida. La primera es nuestro derecho al cielo; la segunda, nuestra idoneidad para el cielo” (Mensajes para los Jóvenes, pág. 32).

El apóstol Pablo en 1 Cor. 1:30 asevera explícitamente: “Mas por él estáis vosotros en Cristo Jesús, el cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención”.

Si Cristo es nuestra justificación, entonces la justificación es un don divino que fluye hacia cada uno de nosotros por el canal de la fe, conforme a Romanos 5: 1. La recibimos gratuitamente, siendo nuestra única participación nuestra disposición a aceptarla. De igual forma Pablo nos dice que Cristo es nuestra santificación. Nunca seremos santos por nosotros mismos. Cristo no solamente justifica plenamente al pecador, sino que también lo santifica.

“Tanto nuestro derecho al cielo como nuestra idoneidad para él, se hallan en la justicia de Cristo” (El Deseado de Todas las Gentes, pág. 267). Aquí Elena G. de White no nos dice que el derecho es obra de Cristo y que la idoneidad para el cielo, o sea la santificación, es obra del hombre.

Fijemos nuestro pensamiento en el mensaje de Pablo a los colosenses, capítulo 2, versículo 6: “Por tanto, de la manera que habéis recibido al Señor Jesucristo, andad en él”. ¿Qué quiere enseñar el apóstol con este versículo? Veamos la primera parte: “Por tanto, de la manera que habéis recibido al Señor Jesucristo”. El acto de aceptar y recibir a Cristo se denomina justificación por la fe. Pablo aquí hace retroceder nuestra mente al momento en que aceptamos la “expiación objetiva” hecha en el Calvario por toda la raza humana. En el momento en que la “expiación objetiva” se volvió “subjetiva”, se realizó en mí la obra de la justificación por la fe. En la segunda parte del texto, Pablo agrega: “Andad en él”. Esta es la definición que él nos da de santificación: “Es un andar con y en Cristo”, no confiando en la obra, sino en la fe. Este pensamiento está apoyado por el espíritu de profecía que afirma: “La santificación es la obra de toda la vida” (Palabras de Vida del Gran Maestro, pág. 46). Es una vida vivida por fe en Cristo.

“Preguntaréis, tal vez: ‘¿Cómo permaneceremos en Cristo?’ Del mismo modo en que lo recibisteis al principio. ‘De la manera, pues, que recibisteis a Cristo Jesús el Señor, así andad en él. ‘El justo… vivirá por la fe. Habéis profesado daros a Dios, con el fin de ser enteramente suyos… Por la fe llegasteis a ser de Cristo, y por la fe tenéis que crecer” (El Camino a Cristo, pág. 69).

“El que está procurando llegar a ser santo mediante sus propios esfuerzos por guardar la ley, está procurando una imposibilidad. Todo lo que el hombre puede hacer sin Cristo está contaminado de amor propio y pecado. Solamente la gracia de Cristo, por medio de la fe, puede hacernos santos” (Id., pág. 59).

La. santificación nunca debe ser contemplada bajo el aspecto humano. El énfasis debe ser puesto no en el hombre, sino en Dios. Él es la santidad absoluta. Él es santo en sí mismo, y esta santidad nos es comunicada por la fe. “Para que reciban, por la fe que es en mí, perdón de pecados y herencia entre los santificados” (Hech. 26: 18).

La justificación destaca la posición legal del hombre ante Dios, al paso que la santificación pone énfasis no en lo que el hombre es intrínsecamente, sino en su relación con Dios. El apóstol San Pablo, en sus epístolas, llama “santos” a los cristianos gentiles. Estudiando la primera carta dirigida a la iglesia de Corinto, hallamos que ésta era una iglesia llena de problemas. En el capítulo 5, Pablo habla sobre el problema del incesto; en el capítulo 6, pleitos entre los hermanos; capítulo 8, carnes sacrificadas a los ídolos. Por lo tanto, no eran personas sin pecado, pero el apóstol se dirige a ellos en la introducción de esa carta llamándolos “santificados” y “santos”: “A la iglesia de Dios que está en Corinto, santificados en Cristo Jesús, llamados santos” (1 Cor. 1:2, Val. ant.). Con este texto Pablo no sólo demuestra que la santificación no consiste en las virtudes intrínsecas, sino que también recalca el hecho de que es Cristo quien nos santifica. Un santo, en el sentido de las virtudes intrínsecas, no existe. El hombre no es ni puede ser santo por sí mismo, sin embargo, nos toca a cada uno de nosotros el privilegio de ser llamado “santo” en Cristo. Santo es todo aquel que está separado del mundo para Dios. El término “santo” o “santificado”, cuando se usa, no valoriza las virtudes de la persona en sí, sino su relación y comunión con Dios. Las virtudes intrínsecas, las buenas obras, deben brotar naturalmente como resultado de esta relación, de esta unión de lo divino con lo humano. Las buenas obras tienen su lugar en el proceso de la santificación, pero no como “medio”, sino como “evidencias”, “frutos”, como sucede en la justificación.

“La santidad conducirá a aquel que la posee a ser fructífero y abundante en buenas obras. Nunca se cansará de hacer el bien, ni buscará promoción en este mundo… La santidad de corazón producirá acciones rectas. Es la ausencia de espiritualidad y de santidad lo que conduce a actos injustos, a la envidia, el odio, los celos, las malas sospechas y todo pecado odioso y abominable” (Testimonies, tomo 2, pág. 445).

La santificación no es una realización humana. No es el haber alcanzado un ideal, sino un continuo andar con Dios, así como anduvieron Enoc, Noé, Moisés y otros, y el resultado de ello será, indudablemente, obediencia, amor y buenas obras.

La fe es la única condición por la cual puede obtenerse la justificación y la santificación. Sin embargo, no es la fe la que nos justifica y santifica: ésa es una obra que la justicia de Cristo, primero imputada y después impartida, realiza en nosotros.

“La fe es la mano de la cual se vale el alma para asir los ofrecimientos divinos de gracia y misericordia” (Patriarcas y Profetas, pág. 458).

“La fe no es el fundamento de nuestra salvación, sino la gran bendición: el ojo que ve, el oído que oye, los pies que corren, la mano que aferra. Es el medio, no el fin” (Elena G. de White, en SDA Bible Commentary, tomo 6, pág. 1073).

Por la fe se nos comunican la justicia y el mismo carácter inmaculado de Cristo. “Es la justicia de Cristo, su propio carácter sin mancha, que por la fe se imparte a todos los que lo reciben como Salvador personal” (Palabras de Vida del Gran Maestro, pág. 252). La Biblia alude a la santificación siempre como algo realizado por Dios en el hombre. Esto no significa que esté descartada toda participación humana. El hombre participa. El hombre trabaja en armonía con él. Su participación consiste en permitir que Dios obre en él tanto el querer como el hacer, según su voluntad (Fil. 2:13); no obstaculizar la operación divina en lo humano, y esforzarse en el cultivo de buenos hábitos: “La obra de transformación de la impiedad a la santidad es continua. Día tras día Dios obra la santificación del hombre, y éste debe cooperar con él, haciendo esfuerzos perseverantes a fin de cultivar hábitos correctos” (Los Hechos de los Apóstoles, pág. 424).

La ofrenda del cuerpo de Cristo es nuestra santificación. “En esa voluntad somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre… Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Heb. 10:10, 14).

“El único que podía acercarse confiadamente a Dios en la humanidad era el unigénito Hijo de Dios. A fin de que los pecadores seres humanos arrepentidos puedan ser recibidos por el Padre y vestidos con el manto de la justicia, Cristo vino a la tierra e hizo una ofrenda de tal valor que redimió a la humanidad. Por medio del sacrificio hecho en el Calvario se ofrece a cada uno la santificación de la gracia” (Elena G. de White, Carta 67, 1902). Aunque no tenemos nada que nos recomiende a Dios, podemos reclamar la santificación por medio de Cristo: “Mediante la fe en su sangre, todos pueden encontrar la perfección en Cristo Jesús. Gracias a Dios porque no estamos tratando con imposibilidades. Podemos pedir la santificación” (Mensajes Selectos, tomo 2, pág. 37).

En ningún momento fue el plan de Dios hacer de las obras un medio para alcanzar un fin. El pacto divino hecho con el pecador desde el Edén es único e inmutable. Cuando la Biblia menciona el pacto de Dios, siempre usa la palabra en singular, demostrando que no existió en todos los tiempos más que un pacto, el de la fe. El viejo pacto, como lo llama la Biblia, no es otra cosa que la mala comprensión por parte del pueblo de Israel del pacto divino. En lo que a Dios respecta, el pacto establecido en el Sinaí era el mismo que antaño fuera pronunciado a Adán, y repetido a Abrahán, Isaac y Jacob. El pueblo de Israel se apresuró en aceptar y cumplir el pacto divino, no confiando en la fuerza y poder de Cristo, sino en su suficiencia propia. En pocas semanas aprendieron la lección de que nada podían por sí mismos. Cometieron pecados groseros, y sólo entonces sintieron la necesidad de un Salvador: el Cordero que Dios les había provisto desde el principio, pero que ellos, cegados por las influencias paganas de Egipto y por la suficiencia propia, habían perdido de vista.

De igual forma, el plan de Dios para nosotros, el Israel espiritual, es el de la fe. Justificación, santificación y glorificación por la fe en Cristo. Él es nuestra justicia, santificación y redención. “Esto sólo quiero saber de vosotros: ¿Recibisteis el Espíritu por las obras de la ley, o por el oír con fe? ¿Tan necios sois? ¿Habiendo comenzado por el Espíritu, ahora vais a acabar por la carne?” (Gál. 3:2, 3).

¿Qué se proponía Pablo al contrastar estos dos términos, “Espíritu” y “carne”? El término “Espíritu” en este texto podría usarse en el sentido de “fe”, y “carne” con el significado de “obras”. Siendo así, parafraseando las palabras del apóstol, diríamos que la frase “comenzando por el Espíritu” se refiere al momento en que aceptamos a Cristo y recibimos de él la justificación por la fe; mientras que la última parte “ahora vais a acabar por la carne” se refiere a la pretensión de santificarse por las obras. Esta es una inclinación sutil y especiosa que, a pesar de que la condenemos teóricamente, surge a veces dentro de nosotros, induciéndonos a practicar esta o aquella acción altruista con el propósito de alcanzar el favor de Dios. Esta tendencia indigna de un genuino cristiano data desde el primer acto de Adán después del pecado, cuando con sus propias manos fabricó aquellas vestiduras de la justicia propia para recubrir con ellas la vergonzosa desnudez causada por el pecado. Al acercarse a Adán y Eva, Dios les ordenó que se despojasen de aquellas vestiduras espurias que, en lugar de presentarlos como seres justos, santos y puros, los identificaba como miserables pecadores destituidos de la gloria de Dios. Un cordero fue muerto, y de sus pieles se proveyeron vestiduras para la pareja culpable. Esas vestiduras simbolizaban el manto resplandeciente de lino fino que sería tejido por la obediencia, inocencia y justicia del “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Sí, él es nuestra “justificación, santificación y redención”. “La voluntad de Dios es vuestra santificación” (1 Tes. 4:3).

Sobre el autor: presidente de la Misión Estudiantil del Instituto Adventista de Ensino (Brasil)