Porque por gracia sois salvos por la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios” (Efe. 2:8.)

 Hay una buena cantidad de almas independientes en nuestro mundo, muy semejantes a Tomasito, quien una mañana entró a la cocina y preguntó a su madre que adivinara lo que apretaba fuertemente en su puño. Cuando finalmente abrió la mano, su madre vio varias monedas que le había dado su papá.

 —Este es todo el dinero que tengo—confió a la madre. —Papito me lo dio. Pero yo no quiero que él me lo dé, pues deseo ganármelo.

 —Hijito, papá te dio ese dinero—dijo ella. —No tienes que hacer absolutamente nada para ganarlo. Es tuyo. Papá te ama y por eso te lo da. Por supuesto, Tomás, que si tú en verdad amas a papá, debes demostrarle tu amor siendo realmente un niño bueno, haciendo lo que él quiere que hagas.

 Hay una gran cantidad de adultos independientes que razonan como Tomasito. No alcanzan a comprender cómo la vida eterna puede ser una dádiva. Deben hacer algo para ganarla. Pagar algún precio, hacer algún gran sacrificio para obtenerla por sus méritos. Dios nos amó tanto, que estuvo dispuesto a dar a su Hijo unigénito, para que tú y yo pudiéramos tener la vida eterna. Esta es una dádiva de Dios. El dinero no puede comprar la entrada al cielo. La vida eterna es un regalo que Dios nos da porque nos ama.

 Siendo que nos ha amado tanto, sin duda aceptaremos esa gracia, y en retribución lo amaremos. Seguramente amándolo, seremos más felices al obedecerle y al vivir como él nos pidió que lo hiciéramos. Y si lo amamos, el obedecerle no nos será una carga gravosa. Jesús dijo: “Si me amáis, guardad mis mandamientos.” Si realmente lo amamos, encontraremos gozo en hacer su voluntad.