El concepto separatista entre clero y laicos se remonta al siglo XII, cuando la iglesia comenzó a hacer diferencia entre individuos considerados más capaces para la tarea de la predicación y la enseñanza (los clérigos) y los demás, que debían ser solo oyentes (los laicos).

En 1203, el obispo StephenTounai dijo que, en la iglesia, había “dos clases de personas: una baja y otra alta”. Y Roben Adolfs, en su libro Iglesia, pueblo de Dios, menciona que hay “dos grupos dentro de la iglesia: uno que enseña y otro que oye, uno maduro y otro menor”.

La engañosa dicotomía, por otro lado, no resiste la enseñanza bíblica con respecto al sacerdocio de todos los creyentes (1 Ped. 2:9). Si la iglesia es el pueblo de Dios, es impropio trazar cualquier diferencia entre pastores y laicos, atribuyendo superioridad a los primeros o inferioridad a los últimos. La palabra bíblica utilizada con referencia al pueblo de Dios es laos, que nunca indica existencia de una clase inferior y otra superior entre los cristianos. Hay, sí, diversidad de dones y, en esa diversidad, todos los creyentes tienen su ministerio que desarrollar. Por lo tanto, hay lugar para todos en la misión.

En un sentido misiológico, todos los fieles que pertenecen al pueblo de Dios componen “el real sacerdocio”. Jamás deberíamos cercar un grupo o formar una casta con privilegios especiales. Si nuestra mera es la evangelización del mundo, necesitamos del compromiso y la participación de nada menos que toda la iglesia. Una iglesia que limita su accionar misionero exclusivamente al trabajo de los especialistas -pastores y evangelistas-, está violando la intención de su Cabeza. Como afirmó Leighton Ford, en el libro La iglesia viva  “No es suficiente para el laico pagar al predicador para ganar almas, o incluso ayudarlo a hacer esto. El mejor modelo es que el ministro ayude al laico a evangelizar”.

Ray C. Stedman apunta en la misma dirección: “Es nuevamente el cuerpo entero de creyentes el que necesita participar del trabajo del ministerio, equipado y guiado por hombres que recibieron talentos, y que son capaces de exponer y aplicar las Escrituras con tal sabiduría que aun el menor de los creyentes descubra y comience a practicar el don o los dones que el Espíritu Santo le dio. Todo el cuerpo, entonces, se agitará de tanto poder de resurrección. La osadía y el poder serán nuevamente la marca registrada de la iglesia de Jesucristo” (La iglesia, cuerpo vivo de Cristo, p. 80).

Es en este punto que las palabras entrenar, capacitar y delegar  tienen  su importancia realzada en el trabajo del pastor. Al visualizar los abundantes frutos de ese modelo de ministerio, jamás deberíamos perder de vista el impacto de las palabras de Pablo: “Y él mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo” (Efe. 4:11, 12).

Sobre el autor: Director de ministerio, edición de la CPB.