El mundo ignora las buenas nuevas de salvación, pero somos los instrumentos escogidos por Dios para hacerlas conocidas.
Pablo atravesaba el valle de sombras cuando escribió la Epístola a los Efesios. Estaba preso en Roma. Su único delito había sido predicar el evangelio. En esos tiempos, no existía Amnistía Internacional ni ninguna otra institución que defendiera la libertad de ser y de creer. Roma era gobernada por el sanguinario Nerón. La gran metrópolis era habitada por gente libertina, corrupta y violenta. La vida valía poco; se mataba por cualquier motivo.
La historia registra un incidente poco agradable. El senador romano Pedanio Segundo fue asesinado por un esclavo y, como castigo, cuatrocientos esclavos marcharon al cadalso. Ese es un ejemplo de cómo la injusticia era el pan diario de un pueblo explotado. El mundo estaba dividido en dos grupos: por un lado, los líderes adinerados, que llevaban una vida de fausto, derrochando dinero, tiempo y salud en una búsqueda desesperada de placer. Por el otro lado, un pueblo explotado, que se alimentaba de la humillación y de la miseria cotidianas.
Fue en ese contexto que Pablo escribió a los cristianos efesios. Mientras escribía, sufría el dolor de estar encarcelado, envejecido y castigado por el duro invierno de aquellas tierras. Pero, por sobre todo, sufría porque la prisión le impedía continuar con el cumplimiento de su tarea de evangelización.
Pablo se preocupaba por la iglesia. La carta a los Efesios es una prueba de esa preocupación. El tema central de la epístola es la unidad del pueblo de Dios. Para restaurar ese mundo hecho pedazos que era Roma, se necesitaba una iglesia unida; y, para eso, era necesario tener familias e individuos unidos. El tema de la unidad es la hebra dorada que da coherencia a esta Epístola.
Unidad en Cristo
¿Cómo es posible obtener la unidad dentro de la iglesia? Para el apóstol, solo existía un camino: “En Cristo”. Esta expresión se repite 27 veces a lo largo de los 155 versículos de la Epístola. Para él, “en Cristo” era más que una sencilla expresión que todo “predicador cristocéntrico” debe utilizar. “En Cristo” expresaba su realidad espiritual: su experiencia diaria estaba centrada “en Cristo”.
Al escribir a los filipenses, declaró: “Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo, y ser hallado en él” (Fil. 3:8, 9). Pablo fue un apasionado por Cristo. Su encuentro con el Maestro, camino a Damasco, cambió el rumbo de su historia. A partir de entonces, Jesús pasó a serlo todo para él.
Fue esa experiencia de vida lo que lo convirtió en un intrépido, aun en momentos de oscuridad y de lucha. Solo en la prisión, en lugar de sentirse abandonado y triste, escribió: “Fortaleceos en el Señor, y en el poder de su fuerza” (Efe. 6:10). Después, mencionó los siete instrumentos de crecimiento “en Cristo”, uno de los cuales es la oración. El apóstol explicó cómo debe ser la vida del cristiano victorioso: “Orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos” (Efe. 6:18). Ese es el contexto del versículo que dio origen al título de este artículo. Después de pedir que los efesios oraran en todo tiempo y que suplicasen por todos los santos, el apóstol agregó: “orando por mí”, también (Rom. 15:30; 2 Cor. 1:11; Fil. 1:19; Col. 4:3). ¿Puede ver al gigante de la predicación sintiéndose humano y careciente, como cualquier otra persona? La grandeza de su ministerio fue consecuencia de su sentido de humildad. Con frecuencia, expresó su profunda necesidad de que la iglesia orara en su favor.
“Oren por mí”, suplica. Pero no pide por su salud, su familia ni su libertad. “Oren por mí”, dice, “a fin de que al abrir mi boca me sea dada palabra para dar a conocer con denuedo el misterio del evangelio” (Efe. 6:19).
Predicación con autoridad
El primer pensamiento de ese texto tiene que ver con la prioridad de la predicación. Aquí, el apóstol está hablando de la razón de su existencia. Escribiendo a los corintios, exclama: “¡Ay de mí si no anunciare el evangelio!” (1 Cor. 9:16). Predicar era la prioridad de su ministerio. Era consciente de la importancia de la predicación, como instrumento poderoso para alcanzar a los corazones no convertidos. Aquella Roma soberbia y orgullosa debía ser abatida por el poder de la predicación. De allí la preocupación porque la predicación fuese tomada en serio: “A fin de que al abrir mi boca me sea dada palabra”, dice (Efe. 6:19).
El secreto de la predicación poderosa reside en la Palabra. Por la Palabra de Dios, fueron creados los cielos y la tierra. Por la Palabra de Dios, los paralíticos caminaron y los leprosos fueron curados. La Palabra de Dios liberó endemoniados y resucitó muertos. Hay poder en la Palabra de Dios. La autoridad del ministerio proviene de Dios, por medio de la Palabra.
Ningún pastor puede darse el lujo de pensar que la Palabra es opcional en su predicación, ni que es solo un pretexto para caracterizar como “bíblica” la predicación. La Palabra no puede ser leída solo para complementar alguna idea humana. No puede ser usada solo como una herramienta auxiliar. La Palabra necesita ser el fundamento de la predicación. El sermón que transforma vidas nace de la Palabra; no solo habla de la Palabra. Pablo era consciente de eso. Por esta razón, pidió a los efesios que oraran, con el fin de que se le sea concedida la Palabra al abrir su boca.
El segundo pensamiento del texto está relacionado con el modo de la predicación: “al abrir mi boca” y “denuedo” son expresiones que revelan convicción y autoridad. La autoridad de la predicación del apóstol nacía de su convicción del evangelio, y esa convicción estaba fundamentada en la Palabra y en la experiencia. La verdadera convicción no es alimentada solo por ideas; brota de la vida. El evangelio, para Pablo, no era solo una teoría, sino una vivencia. “Para mí, el vivir es Cristo” (Fil. 1:21). No imaginaba la vida sin Cristo. “Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí”, afirmó (Gál. 2:20). ¿Se puede imaginar a Pablo corriendo para cumplir su agenda de trabajo sin haber pasado tiempo a solas con Dios? Si así fuera, ¿cómo habría podido decir que su vivir era Cristo? ¿Cómo podría haber declarado que ya no vivía él, sino Cristo en él? Es una utopía soñar con ser un predicador poderoso como Pablo, sin vivir la experiencia personal que tuvo con Jesús. El gran predicador no era Pablo, sino Cristo en él.
“Me sea dada”, pidió. Sabía que no tenía nada en sí; era solo un instrumento. No es un título académico ni un reconocimiento doctoral el que confiere autoridad a su predicación. No son sus atributos o habilidades; no es su buena oratoria ni su agudeza mental. “A mí, que soy menos que el más pequeño de todos los santos, me fue dada esta gracia de anunciar […] el evangelio” (Efe. 3:8).
Note: “La gracia de anunciar […] el evangelio”. No hay habilidad. No hay capacidad. La gracia. GRACIA es lo que no mereces, pero recibes de todos modos. Pablo sabía que el poder de su predicación era la gracia concedida. Por eso, buscaba a Dios, todo el día, en oración. Suplicaba a los hermanos que oraran por él, para que se le fuera concedida la Palabra. Eso es gracia. El denuedo que nace del sentido de la insignificancia; la autoridad que brota de la dependencia. La eficacia que es el resultado de la humildad.
¿Cuál es la razón por la que Pablo deseó denuedo? ¿Con qué finalidad buscó la autoridad de la predicación? Él mismo responde: “para dar a conocer […] el misterio del evangelio”. El mundo perece porque ignora las buenas nuevas de la salvación. Las maravillas del evangelio son misterio para los que corren detrás de sus propias verdades, olvidándose de aquel que es la verdad suprema y absoluta de todos los tiempos.
Recibir para dar
En los días de Pablo, Roma estaba perdida en un enmarañado de filosofías, placeres y egoísmo. Para los romanos, las cosas sencillas del evangelio parecían necias, y a Dios se le ocurrió salvarlos “por la locura de la predicación”. Pablo era el instrumento, y era consciente de ello. Encerrado en una oscura prisión, temió y suplicó. Temió caer en la mediocridad pastoral; temió que su predicación se hiciera hueca, vacía, superficial. Temió ser contagiado por el humanismo y el secularismo de su época. Temió perder la autoridad de la Palabra. Por eso, pidió a los efesios que oraran en favor de él. Deseaba subir al púlpito con la certeza de ser instrumento en las manos de Dios. Nuestro desafío es el mismo que aceptó Pablo en su ministerio. Un brazo de su predicación se extendía en dirección del poder divino, por medio de la Palabra y de la oración. Oraba él, y pedía a la iglesia: “Oren por mí”. Pasaba tiempo a solas con la Palabra. Solo en la carta a los Efesios, presenta 16 pensamientos extraídos del Antiguo Testamento, lo que demuestra que pasaba mucho tiempo con la Palabra.
El otro brazo de su predicación se extendía en dirección de las personas a las que les hablaba. Las conocía, sabía de sus luchas y de sus tribulaciones, e intentaba responder a las inquietudes humanas de su tiempo. No hablaba al viento; su mensaje no era una simple exposición de un pensamiento. Se preocupaba por aplicar las verdades eternas a la realidad de cada ser humano. Su meta era alcanzar el corazón, no solo la mente. “Porque Dios me es testigo de cómo os amo a todos vosotros con el entrañable amor de Jesucristo” (Fil. 1:8). Es más: “Mi Dios, pues, suplirá todo lo que os falta conforme a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús” (Fil. 4:19). ¡Eso es salir de la mera exposición teórica y tocar las emociones de los oyentes!
Tú y yo fuimos llamados al ministerio pastoral. A ti y a mí Dios nos ha confiado el ministerio de la predicación. ¿Qué estamos haciendo con él? ¿Somos conscientes de su importancia, en la bendita misión de transformar vidas? ¿Oramos y pedimos a la iglesia que ore por nosotros, como lo hacía el gigante de la predicación, a fin de que, al abrir la boca, nos sea concedida la Palabra? Necesitamos eso, a fin de dar a conocer con denuedo el misterio del evangelio.
Sobre el autor: Secretario ministerial de la División Sudamericana.