Había llegado la hora de regresar al hotel a fin de prepararme para viajar. Los miembros me pidieron que no fuera; temían que los hombres que estaban intentando matarme estuvieran escondidos en el camino. Pero les dije que necesitaba ir porque no había estado en mi casa por cinco meses, y había dejado a mi esposa con nuestros dos hijos pequeños en Buenos Aires.

 Tiempo después supe que aquellos hombres habían preparado una emboscada cerca del hotel para matarme. Sin embargo, Dios me protegió. A la una de la mañana dejé el hotel e inicié el viaje a caballo. Después de una larga cabalgata, cansado y exhausto, llegué al puerto para tomar el barco. Era un pequeño barco a vapor que se balanceaba mucho y dejaba a todos mareados. Como tenía poco dinero, compré un pasaje en tercera clase y dormí en una cucheta sin colchón. Después de una escala en Río Grande del Sur continuamos el viaje hacia Montevideo durante varios días. Desde allí navegamos por el Río de la Plata hasta Buenos Aires. Cuando llegué a casa, mi esposa y mi hijito de cuatro años me recibieron en la puerta, pero la pequeña Helen no apareció. Casi no hubo necesidad de preguntar qué había ocurrido. La expresión de dolor en el rostro de mi esposa lo decía todo. Helen había muerto dos semanas antes y había sido sepultada en un rincón remoto del cementerio de La Chacarita. Mi esposa me había enviado varias cartas comunicándome acerca de la enfermedad y la muerte de nuestra hija, pero ninguna llegó a mis manos.

 Mi esposa me contó lo que había ocurrido. El matrimonio Craig había dado estudios bíblicos a una joven inglesa, Ethel Threadgold, y cuando regresaron a los Estados Unidos la dejaron como maestra de la escuela que, hasta entonces, había funcionado en la casa de ellos. La pequeña escuela había sido trasladada a una de las habitaciones de nuestra casa y Ethel también se mudó a vivir con nosotros. Poco tiempo después de mi partida, algunos niños, alumnos de la escuela, contrajeron sarampión y escarlatina e infectaron la escuela. La pequeña Helen, nuestra hija de solo 18 meses, contrajo sarampión. Cuando estaba casi recuperada, fue atacada por la escarlatina y falleció. Carlos, el hijo mayor, también contrajo escarlatina.

 Mi esposa me relató que un matrimonio de misioneros de otra denominación la acompañó en el funeral de nuestra hija. ¡Pero cuánto deseaba que yo hubiera estado presente! Nadie más estuvo allí. Jesús fue su único consuelo. Ella había dejado a Carlos en casa, muy enfermo, y tuvo temor de tener que volver al día siguiente al cementerio para sepultarlo junto a su hermanita. Sin embargo, Dios la libró de ese dolor.

 Nuestro corazón sangraba mientras ella relataba los detalles de cómo nuestra hijita había perdido la batalla contra la muerte. Pero no nos quejamos. Por el contrario, esa experiencia dolorosa nos hizo entender más claramente el maravilloso amor de Dios. Comprendimos cuán grande fue el sacrificio de nuestro Padre celestial al dar a su único Hijo para morir también de manera trágica en una tierra extraña. Reconsagramos nuestra vida al Señor y a su obra, para seguir trabajando fielmente hasta aquel glorioso día cuando Jesús volverá y devolverá a la pequeña Helen a los brazos de su madre.

Sobre el autor: Editor asociado de Ministerio (edición de la CPB).

Referencia

* Relatado por el pastor Francisco H. Westphal, en su libro, Hasta el Fin del Mundo – Liderando la misión en Sudamérica (Editorial UAP, 2017), pp. 24-26.