La calidad de la comunión, el amor y la amistad existentes en la congregación dice mucho sobre la salud espiritual de la iglesia.

El modelo de discipulado desarrollado por Jesús no era absolutamente inédito. Los filósofos griegos ya lo practicaban con mucho éxito. Platón (428 a.C.– 348 a.C.), considerado el mayor discípulo de Sócrates, fue el principal divulgador de sus ideas.[1]

“A lo largo de todo el período grecorromano, varias figuras filosóficas y religiosas reunieron a su alrededor personas que podrían ser clasificadas como seguidores, partidarios, estudiantes o discípulos. Estos públicos receptivos absorbían y cultivaban las enseñanzas de su líder, iniciando así la formación de varias tradiciones intelectuales o religiosas, que eran entonces transmitidas de generación en generación”.[2] Algunas de estas “escuelas” atravesaron los siglos, y todavía son reconocidas: los pitagóricos, los platónicos, los aristotélicos, los epicúreos, los estoicos, la escuela de Qumran, la casa de Hilel, la escuela de Filón.[3] Las condiciones socioeconómicas, culturales, intelectuales e, incluso, políticas constituían la base de este modelo filosófico-pedagógico de enseñanza racional.

Al estudiar estas escuelas del período grecorromano, R. Alan Culpepper identificó algunas características; entre las cuales dos son muy peculiares del cristianismo. Primera característica: énfasis en la amistad y en el compañerismo. Segunda, la práctica de compartir alimentos juntos.[4] En su análisis de estas características, Keith Philip destacó lo siguiente: “Jesús usó un relacionamiento semejante con los hombres que él entrenó para difundir el Reino de Dios. Sus discípulos pasaban con él día y noche, durante tres años, escuchaban sus sermones y memorizaban sus enseñanzas. Lo vieron vivir la vida que él enseñaba”.[5]

El fundamento de las relaciones cristianas

Por otro lado, había algo diferente, personal, relacional, en el método de Cristo. El discipulado de Jesús no estaba fundamentado sobre la disciplina, la filosofía ni en el tecnicismo; se alimentaba del amor. En verdad, y para ser más específico, estaba fundamentado en una gran amistad entre él y los discípulos, a los que llamó “amigos” (Juan 15:15). La amistad entre Cristo y sus discípulos tenía, como fundamento, el conocimiento de la verdad (15:16), el amor entre ellos (15:17), la comunión con el Padre, el Hijo (17:21) y, evidentemente, el Espíritu Santo (1 Cor. 12:13).

Las relaciones horizontales entre las personas dependen en gran medida de la relación vertical: entre las personas y Dios. Esta relación entre los individuos y Dios no es solo oportuna, sino también necesaria. Haddon Robinson creó una máxima, al decir que “es más difícil construir puentes que paredes. Pero, eso no altera una realidad: los no cristianos son atraídos por los cristianos, y luego por Cristo”.[6] “La calidad de la comunión, el amor y la amistad existentes en la congregación dice mucho acerca de la salud espiritual de la iglesia. Cuando la iglesia es fría y carece de una comunión efectiva, ella no puede experimentar un crecimiento real. Jesús afirmó: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros (Juan 13:35)”.[7]

La pedagogía del Espíritu

Es oportuno recordar que la palabra “pedagogía”, tan fundamental en las relaciones personales del discipulado, tuvo origen en la Grecia clásica, y está compuesta de otras dos palabras griegas: Paidós (niño) y agogé (conducción). El término “pedagogo”, como es evidente, surgió en ese período de efervescencia intelectual, a partir de la palabra paidagogós, cuyo significado es preceptor, maestro, guía, aquel que conduce. Esa era la palabra que identificaba al esclavo que conducía a los niños hasta el paedagogium, el lugar de enseñanza.

Como parece claro, la relación vertical personal es fundamental para desarrollar las relaciones personales horizontales, que derivan de la primera. Pues, si de un lado somos el paidogogós en la función de hacer discípulos, por el otro, el Espíritu Santo es nuestro Paidogogós en su papel de convertirnos en discípulos. Él es nuestro Maestro y guía. Jesús garantizó: “Mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Juan 14:26).

En ese contexto, Juan utilizó, por lo menos, dos palabras pedagógicas: “enseñar” (didajei) y “recordar” (hupomnesei). Otra palabra relacionada con hupomnesei es hupomone, que significa paciencia o perseverancia, usada en un contexto escatológico en Apocalipsis 14:12. Observe que el Espíritu Santo trabaja con nosotros con los mismos verbos con que trabajamos con nuestros alumnos o discípulos: recordar, enseñar, perseverar.

El apóstol Pablo destacó que el Espíritu de Dios “da testimonio a nuestro espíritu” (Rom. 8:16). Por lo tanto, si creemos, si lo permitimos, nuestra relación con el Espíritu será muy cercana y real. El papel del Espíritu Santo, también llamado “Maestro de justicia”, es ser el responsable de llevarnos a una comunión más profunda con Dios. “El Espíritu Santo es un Maestro divino. Si obedecemos sus lecciones, nos haremos sabios para salvación. […] Aceptad las enseñanzas del Espíritu Santo. Si lo hacéis, esas enseñanzas serán repetidas vez tras vez, hasta que las impresiones sean claras como si hubieran sido ‘grabadas en la roca para siempre’ ”.[8]

El evangelismo no prescinde de las relaciones personales, presenciales y, finalmente, comunales. Existen hoy varias y excelentes herramientas no personales para iniciar y desarrollar la evangelización; sin embargo, su consolidación solo es posible cuando se establece una relación personal. Las campañas de evangelización que comienzan en un contexto impersonal necesitan de cuidados especiales en su transición hacia el contexto personal, a fin de evitar pérdidas y frustraciones. Es necesario tomar especial atención, en ese contexto, a este asunto; principalmente en este mundo posmoderno, en que existe la tendencia a las relaciones impersonales, cada vez más empleadas en la evangelización.

Sencillez versus tecnicismo

Tal vez, en función de una vasta pluralidad de recursos y de informaciones disponibles, los métodos de evangelización pueden parecer complicados para los miembros de iglesia, que son los que están en la línea del frente del evangelismo. La utilización de un tecnicismo exacerbado puede confundir, más que orientar, a la hermandad; que, a su vez, se verá tentada a ver esa tarea como trabajo de “profesionales”.

La especialización, la sofisticación y el tecnicismo pueden llegar a tomar el lugar de la sencillez del evangelio, según fuera anunciado por Jesucristo y los apóstoles. Acerca de este asunto, Aldrich declara que, al mismo tiempo en que “la mayoría de los entrenamientos evangelizadores incluyen ayudar a las personas a aprender a ‘decir palabras’ del evangelio, se le presta poca atención al desarrollo de una filosofía bíblica del ministerio, que transforme la vida colectiva de la iglesia, de la fealdad a la belleza”.[9]

En otras palabras, él defiende que, aun cuando es importante, se ha puesto demasiado énfasis en el entrenamiento, cuando deberíamos preocuparnos un poco más por la belleza del evangelio y por su divulgación, haciendo de esa tarea algo más agradable y personal. Es necesario emplear un lenguaje sencillo, que pueda alcanzar a los miembros de la iglesia. Por ejemplo, evitar el lenguaje teológico que está más allá de la comprensión de los miembros de la iglesia. El uso de esta clase de lenguaje puede hacer que sientan recelos de responder al llamado del entrenamiento.

Muchos pueden considerar utópico presentar el modelo de vida apostólico a una iglesia que vive dos mil años después, con un estilo de vida posmoderno. Si bien ha sido olvidado, este también puede ser un camino de libertad, a través de medios y poderes desconocidos. Además de esto, la gran marca propuesta por Jesús a los apóstoles fue el amor fraternal: “Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros” (Juan 13:34).

El contacto personal, relacional, comunal, que debe marcar el testimonio evangelizador, necesita estar acompañado de las marcas personales dejadas por el Espíritu Santo en la vida de quien testifica acerca del poder del evangelio. Esas marcas pueden expresarse por medio de tres sencillas características: sentimiento (el amor existe, sentimientos, emoción, ternura), simpatía (un rostro amable, feliz, sonriente, condice más con el cristianismo) y sinceridad (la sinceridad genera la posibilidad de que todo cristiano pueda testificar).

Comunión y persuasión

A medida que pasa el tiempo, el ser humano se va diluyendo en un mar de estadísticas y, de a poco, va dejando de ser una persona para convertirse en un número; va dejando de ser alguien para ser uno más.

En las iglesias actuales, especialmente en las grandes congregaciones, ese es un riesgo calculado. Innúmeros miembros fluctúan en un océano de cabezas erguidas y miradas distantes, con la expectativa de ser vistos como personas que necesitan de ayuda, como personas que buscan a alguien que se parezca a Jesús. Por otro lado, ellos mismos podrían hacer mucho para mejorar ese cuadro, al participar de un Grupo pequeño. Si un miembro pertenece a un Grupo pequeño, ya no está más en soledad; tampoco se sentirá más solitario. Al igual que en el antiguo Israel (Éxo. 12:1-4), la iglesia cristiana primitiva vivió sus mejores momentos de consagración, comunión y amor fraternos (Hech. 2-4) en el contexto de los relacionamientos de los pequeños grupos. La antigua estrategia dio resultado, y la iglesia crecía y se multiplicaba no solo en número, sino también en calidad. “Y la multitud de los que habían creído era de un corazón y un alma” (4:32). Y perseveraban “unánimes cada día en el templo, y partiendo el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón” (2:46).

Los conceptos en torno de la palabra “persuasión” son amplios, al igual que la importancia de esta palabra. Pastores, ancianos y demás líderes de la iglesia, normalmente, son vistos por la comunidad y por sus amigos como alguien cercano a Dios, que tiene algo que decir acerca de Jesucristo y de la salvación. Esos pastores y dirigentes podrán aprovechar mejor su condición socioeclesiástica con el propósito de, bajo la dirección del Espíritu Santo, persuadir a las personas amigas y de la comunidad a que acepten a Cristo.

Cierto pastor visitó una iglesia en la que era bastante conocido. Después del sermón, mientras despedía a los hermanos, se encontró con un hombre con el que ya había conversado acerca de la salvación. Le preguntó: “¿Ya has sido bautizado?” Ante la respuesta negativa, el pastor prometió volver a aquella iglesia, para bautizarlo. La hija del hombre, que estaba escuchando el diálogo, le informó que tampoco era bautizada, y el pastor la incluyó en su llamado. Casi siempre, este “ataque directo” proporciona resultados positivos, y hasta sorprendentes.

El plan de Dios

Joseph Aldrich relata una leyenda interesante[10] acerca del regreso de Jesús al cielo, después de haber concluido su ministerio terrenal. De acuerdo con esa leyenda, al llegar al cielo Jesús fue abordado por un ángel:

–Maestro –dijo ese ángel–, ¡debes de haber sufrido terriblemente en la Tierra!

–Sí, así fue –respondió Cristo.

Entonces, el ángel continuó:

–¿Ellos saben todo acerca de tu amor por ellos y de lo que hiciste en su favor?

–¡Oh, no! –dijo Jesús–; todavía no. En este momento, solo unas pocas personas en Palestina saben de eso.

El ángel se quedó perplejo:

–Entonces, ¿qué has hecho para que todos sepan de este amor?

–Pedí a Pedro, Santiago, Juan y algunos otros amigos que cuenten a otras personas acerca de mí. Aquellos a quienes mi historia les sea contada se lo dirán, a su vez, a otras personas. Así, la historia será difundida por todo el mundo. Finalmente, toda la humanidad sabrá acerca de mi vida y de todo lo que hice.

Demostrando mayor perplejidad, el ángel respondió:

–¿Y si Pedro, Santiago y Juan se cansan? ¿Y si en el siglo XXI las personas, sencillamente, no cuentan esta historia a los demás? ¿Tienes algún plan alternativo?

–No –respondió Jesús–. No tengo otro plan.

Es difícil imaginar que el cielo y todos sus poderes dependan del ser humano para llevar adelante la historia de la redención. Eso parece reducir el poder de Dios y el extraordinario drama del Calvario. Pero, Dios necesita de cada uno de sus hijos redimidos; necesita de personas para salvar a otras personas. Las personas entienden sus necesidades mutuas y comunes, pueden entender los dolores, las carencias, las angustias y las frustraciones de otras personas. Por esa razón, se debe generar un lazo de simpatía en toda oportunidad que el cristiano tenga de relacionarse con sus semejantes.

Tal vez, Dios no tenga a nadie más que a ti y a mí, para salvar a esa persona ante la que él nos colocó en ese día, en esa hora, en ese lugar, en ese encuentro.

Sobre el autor: Profesor en el Centro Universitario Adventista de San Pablo, Ingeniero Coelho, San Pablo, Rep. del Brasil.


Referencias

[1] Keith Philip, A Formação de um Discípulo (São Paulo: Vida, 2001), p. 19.

[2] Julio Fontana, Revista de Teologia & Cultura, nº 1, julio-septiembre 2005, sección 3, p. 3.

[3] Wayne A. Meeks, O Mundo Moral dos Primeiros Cristãos (São Paulo: Paulus, 1996), pp. 35-113.

[4] R. Alan Culpepper, The Johannine School (Missoula, MT: Scholars, 1975), pp. 258, 259.

[5] Philip, p. 19.

[6] Joseph C. Aldrich, Amizade, a Chave Para a Evangelização (São Paulo: Vida Nova, 1992), p. 12.

[7] Emílio Abdala, Diagnose (Artur Nogueira, SP: União Central Brasileira, 2013), p. 68.

[8] Elena de White, Recibiréis poder, p. 166.

[9] Aldrich, p. 18.

[10] Ibíd., p. 13.