¿Han llegado alguna vez sus hijos quejándose de que sus compañeros los apoden “hijos de pastor”? Parece que esa forma de calificarlos la emplean con frecuencia quienes los clasifican como diferentes de los demás niños. Porque su padre es pastor se supone que deben ser más santos que los otros, y que deben estar excluidos de la participación en muchas de las hazañas de la niñez normal. Si toman parte en, o cometen una travesura, hay otros que los han de censurar más severamente que a sus pares, porque se espera que sean mejores.
Los niños aborrecen la idea de ser diferentes. En el caso de los hijos de los pastores es lamentable que la gente tienda a formarse su propia imagen estereotipada de lo que aquéllos deben ser. Es cierto que la conducta de cualquier niño refleja, para bien o para mal, la reputación de sus padres. La de ministro es una vocación muy seria y de una influencia abarcante. “El predicador que permite que sus hijos se críen indisciplinados y desobedientes, encontrará que la influencia de sus labores en el púlpito queda contrarrestada por la conducta indigna de sus hijos” (Obreros Evangélicos, pág. 216).
En esta declaración no hay nada que no sea razonable. No dice que los hijos de los pastores debieran ser mejores que los de los otros. Sencillamente afirma que el ministro es más vulnerable que los demás padres si no educa correctamente a sus hijos.
“Al rey en su trono no incumbe una obra superior a la de la madre… A ella le toca modelar el carácter de sus hijos, a fin de que sean idóneos para la vida superior e inmortal. Un ángel no podría pedir una misión más elevada; porque mientras realiza esta obra la madre está sirviendo a Dios” (El Hogar Adventista, págs. 206, 207).
Cuando la esposa del pastor se enfrenta con este deber que supera a todos los demás, necesita sabiduría divina para caminar por el filo de la navaja en el problema mencionado anteriormente. ¿Cómo puede proteger a sus hijos de las desventajas de ser más observados por los ojos del público que los demás niños? ¿Cómo puede contrarrestar los efectos deprimentes de la gente que los aísla con un trato especial? Habrá miembros de la iglesia que los halagarán un día, para criticarlos con dureza al siguiente. Aun los maestros de las escuelas de la iglesia, no importa cuán buenas sean sus intenciones, participan de la expectación de rendimiento superior por parte de los hijos de pastores. Esto es malsano y desafortunado.
La esposa del ministro puede, con tacto y prudencia, hacer mucho para minimizar esta dañosa influencia que procede del exterior del hogar. ¡Sin embargo, su tarea más importante es contribuir a eliminarla del interior del hogar! Sin mucha dificultad un ministro y su esposa pueden llegar a preocuparse demasiado por el comportamiento de sus hijos, especialmente en una comunidad y en una iglesia pequeñas, donde la familia vive en una situación de exhibición permanente. En una atmósfera tan sensible como ésa existe el peligro real de que un ministro adventista y su esposa transmitan a sus hijos la religión con un espíritu rígido, crítico y dogmático. Los padres que están decididos a mantener en alto la norma a cualquier costo propenderán a esperar demasiado de sus hijos y regañarán por pequeños errores e imperfecciones infantiles que son normales. Al obrar de esa manera crean dentro del hogar tensiones emocionales insoportables. El resultado final es el desastre.
Los padres deben ser emocionalmente seguros y maduros, de modo que puedan aceptar y amar a sus hijos por lo que son como personas con todos sus derechos, y no por lo que piensan que los hijos puedan hacer para complacer a sus padres y agregar lustre al nombre de la familia. Enseñarles a los niños que deben ser buenos porque su padre es pastor es inculcarles un falso conjunto de valores que producirá un efecto contrario al que se busca. Los niños deben aprender por el ejemplo de sus padres que la única razón para ser buenos es porque se trata de un principio. Los padres deben amar a sus hijos lo suficiente como para poner los verdaderos intereses y necesidades de ellos por encima de los propios. Deben crear una atmósfera hogareña feliz, libre de tensiones y llena de amor y buen humor. El hogar debiera verse libre de toda preocupación que cause ansiedad, y lleno de fe, confianza y respeto mutuo. Como siempre, el amor es la solución. El amor cristiano maduro así vivido por los padres engendrará amor en el corazón de los hijos. Esa respuesta de amor inevitablemente produce en sus vidas la obediencia deseada. “No olvidéis jamás que por el aprecio de los atributos del Salvador debéis hacer que el hogar sea un sitio alegre y feliz para vosotros mismos y para vuestros hijos. Si invitáis a Cristo a vuestro hogar, podréis discernir entre el bien y el mal. Podréis ayudar a vuestros hijos para que sean árboles de justicia, que lleven los frutos del Espíritu” (Id., pág. 13).
La carga de la madre se torna más pesada debido a que con frecuencia el esposo está fuera del hogar. Eso no debiera ser así, y la Sra. de White ha escrito mucho en cuanto a la responsabilidad del ministro hacia su familia. (Véase Obreros Evangélicos, págs. 215-218.) Una investigación reciente reveló que, como promedio, los pastores protestantes pasan alrededor de veintiséis horas por semana con su familia. (Pastoral Psychology, septiembre de 1960, pág. 12.) Eso incluye comidas, salidas con la familia, momentos devocionales, contemplación de la TV con los niños y colaboración con ellos en las tareas del hogar. Resultan menos de cuatro horas por día, con seguridad menos de lo que un padre con horario de trabajo corrido pasaría con sus hijos. Con el aumento abrumador de las tentaciones en el corrupto mundo de la actualidad, los hijos necesitan más que nunca la influencia firme de la ‘presencia de un padre, y pruebas del interés personal de éste en ellos.
Cuando fueron entrevistadas varias esposas de pastores que se podía considerar que tuvieron éxito con sus familias, todas destacaron cuánto había significado el hacer que sus esposos planificaran cuidadosamente el empleo del tiempo con cada hijo, y el uso de los preciosos momentos en que la familia podía estar reunida. Esas son las pautas que han producido jóvenes ministros que siguen alegremente en los pasos de sus amados y respetados padres, como también una hueste de médicos, enfermeras, maestros y otros que han hecho grandes contribuciones en meritorias actividades del quehacer humano. Porque no importa cuántas veces en su vida los hijos de los pastores se hayan sentido tentados a considerar su condición de tales como una desventaja, los que puedan mirar hacia atrás hacia hogares como ésos admitirán que fue un gran privilegio.
Recuerdo la respuesta de una destacada madre entre las esposas de los pastores, a quien conozco. Cuando se le preguntó cómo explicaba el hecho de que cada uno de sus siete hijos permaneció fiel a la enseñanza recibida en la niñez y se halla activo en la iglesia, replicó: “El nuestro era un hogar cristiano normal, corriente. La sinceridad no se enseña, se atrapa. Nuestro lema fue hacer lo que se debía hacer en el momento en que debía hacerse, y recordar que un corazón que ama es la verdadera sabiduría”.
Sobre el autor: Esposa de pastor, Loma Linda, California.