Cómo la iglesia apostólica empleó la estrategia de Cristo para multiplicar discípulos

Los discípulos de Jesús tuvieron el privilegio de aprender con el mayor de los maestros. Durante tres años y medio, él dedicó tiempo a discipular a sus seguidores, pues sabía que debía dejar líderes discipuladores que vivieran el evangelio, se multiplicaran y transmitieran el mensaje del evangelio a las futuras generaciones.[1]

Después de su resurrección, Jesús estuvo con sus discípulos durante cuarenta días, período en el que aclaró el significado de su ministerio y los orientó sobre la misión de la iglesia hasta el fin de los tiempos (Luc. 24:38-47; Hech. 1:3). Antes de su ascensión, sin embargo, dio la siguiente orden: “Id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado” (Mat. 28:19, 20). Desde ese momento en adelante, el evangelio pasó a ser responsabilidad de los cristianos. Por lo tanto, es importante analizar cómo la iglesia apostólica afrontó este deber y cómo esto puede ayudarnos a cumplir también nuestra misión.

La expansión del Reino

Jesús hizo del discipulado el fundamento de su iglesia y capacitó a sus seguidores para que se multiplicaran (Mat. 10:1-42). Creó un movimiento discipulador bien estructurado y lo expandió de doce a setenta discípulos, llegando a unos quinientos antes de su ascensión. Entonces, les tocó a sus seguidores continuar lo que él había comenzado. En Hechos se encuentra el registro de las primeras décadas de la iglesia cristiana.

Al despedirse de sus discípulos, Cristo hizo la siguiente promesa: “Pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra” (Hech. 1:8). A continuación, enseguida, los once apóstoles se reunieron con algunas mujeres y con los hermanos de Jesús para orar juntos (Hech. 1:14). En el día del Pentecostés, mientras ciento veinte discípulos estaban reunidos, la promesa del derramamiento del Espíritu se cumplió. Después del sermón de Pedro, movidos por el poder de lo Alto, aproximadamente tres mil personas fueran bautizadas (Hech. 2:1-41).

La iglesia fue hostigada, pero eso no impidió su crecimiento (Hech. 4:3, 4). Los judíos tuvieron que reconocer que “todos los que moran en Jerusalén [sabían]” sobre Jesús (Hech. 4:16), y “el número de los discípulos se multiplicaba grandemente en Jerusalén” (Hech. 6:7). Un día, sin embargo, estalló una gran persecución que forzó a los cristianos a huir a las regiones de Judea y Samaria (Hech. 8:1-3). Los dispersos, bajo la dirección del Espíritu, iban a las ciudades y las aldeas samaritanas anunciando el evangelio (Hech. 8:4-40). Después de la conversión de Saulo, Lucas afirmó que la iglesia “iba creciendo en número, fortalecida por el Espíritu Santo” (Hech. 9:31, NVI), al punto de alcanzar los lugares más distantes de la Tierra.

La iglesia, de una manera organizada, multiplicó la red que había formado Jesús. Con el Espíritu Santo como guía, los cristianos avanzaron en la misión. En cada ciudad conquistada, creaban pequeños núcleos discipuladores que se reunían en los hogares (Hech. 5:42; 12:12; 16:15; 20:20; 28:30) y enseñaban públicamente en las calles y en las sinagogas (Hech: 13:14; 14:1; 18:4; 19:8).

Discipuladores

El discipulado era parte de la vida de la iglesia como medio para el pastoreo de la comunidad y la evangelización de los nuevos conversos. Los ejemplos de Pedro, Bernabé y Pablo ilustran cómo ocurría este proceso.

Pedro comprendió con claridad la Gran Comisión y aceptó el desafío de pastorear a los futuros discípulos (Juan 21:17). Lleno del Espíritu, reprodujo el modo de evangelización del Maestro (Hech. 2:38-41). Hacía milagros, predicaba con autoridad, curaba enfermos y endemoniados e incluso resucitó a una persona (Hech. 3:6; 4:8; 5:15; 9:32-35, 40). Él y los demás apóstoles hicieron muchos discípulos en Jerusalén y, todos los días, en el Templo y de casa en casa, enseñaban sobre Jesús (Hech. 5:28, 42). En Samaria, Pedro y Juan fueron testigos del derramamiento del Espíritu sobre algunos recién convertidos (Hech. 8:14-17). En Lida, en Sarón y en Jope, vio a muchos convertirse al Señor (Hech. 9:35-42). En Cesarea, anunció el evangelio a Cornelio y su familia (Hech. 10:24-48). El apóstol hizo muchos discípulos “en el Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia” (1 Ped. 1:1). Los instruyó en el deber de proclamar “las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Ped. 2:9).

Bernabé era un levita natural de Chipre; “era varón bueno, y lleno del Espíritu Santo y de fe”. Por su intermedio “una gran multitud fue agregada al Señor” (Hech. 11:24). Entre las personas que discipuló está el apóstol Pablo.

Después de su conversión, Pablo fue al desierto de Arabia, donde permaneció durante tres años. Pasado ese tiempo, volvió a Damasco y allí presentó a Jesús como el Cristo (Hech. 9:20-22; Gál. 1:17, 18). Algunos judíos intentaron matarlo, pero sus discípulos lo salvaron. Por eso, partió hacia Jerusalén e intentó reunirse con la iglesia; sin embargo, algunos dudaron de su conversión. En ese contexto, Bernabé lo recibió y trató de convencer a los apóstoles para que lo recibieran. Algunos judíos helenistas querían matarlo, por eso huyó a Cesárea y, después, a Tarso (Hech. 9:23-30). Después de algunos años, Bernabé fue a Tarso y persuadió a Pablo para que realizaran juntos el trabajo misionero. Desde entonces, “trabajaron ambos discípulos unidos en fiel ministerio”[2] y llevaron a muchos a Jesús.

Bernabé fue un discipulador auténtico. En varios textos ocurre la secuencia “Bernabé y Saulo”, que indica que el gran fariseo, instruido en la escuela de Gamaliel, tenía que aprender al lado de aquel humilde discípulo (Hech. 11:30; 12:25). En el primer viaje misionero de esta pareja, Juan Marcos, primo de Bernabé, se les unió. Sin embargo, en el medio del viaje, decidió retornar a su hogar (Hech. 13:13; Col. 4:10). Pablo se desilusionó con el joven, al punto de no aceptarlo para el segundo viaje misionero. Entonces, una vez más, el altruismo de Bernabé entró en escena. Él decidió acompañar a Marcos para discipularlo (Hech. 15:36-40). El joven también pudo trabajar con Pedro (1 Ped. 5:13), y uno de los resultados de ese trabajo en conjunto fue la composición del Evangelio de Marcos.[3]

Al comienzo del segundo viaje, Pablo llamó a Timoteo para la obra de evangelización (Hech. 16:1-3). Después de algún tiempo, notando que el joven estaba listo para convertirse en un discipulador, lo envió a Macedonia y Corinto (Hech. 19:22; 2 Cor. 1:1). Pasada la temporada de evangelización, Timoteo volvió para trabajar al lado de Pablo. Él se convirtió en un “verdadero hijo en la fe” (1 Tim. 1:2), y por eso fue enviado a liderar la iglesia en Éfeso y a transmitir la doctrina a discípulos fieles que fueran capaces de enseñar a otros (2 Tim. 2:2).

Pablo también discipuló personalmente a Tito, otro hijo en la fe (Tito 1:4). Trabajaron hombro a hombro, predicando el evangelio a los gentiles (2 Cor. 7:6; 8:23). Después de predicar y fundar nuevas iglesias, Pablo designó a Tito para conducir y organizar estas iglesias, y para establecer ancianos en cada una de ellas (Tito 1:5), capaces de “exhortar con sana enseñanza” y convencer a los que no vivían de acuerdo con la Palabra (Tito 1:9).

Vida en el Espíritu

En la trayectoria de la iglesia y de sus primeros líderes, es evidente que el Espíritu Santo fue el agente central. Se lo cita más de sesenta veces en el libro de Hechos. Él concedió poder a los discípulos en respuesta a la oración (Hech. 2:4; 4:8, 30, 31) y condujo a los administradores de la iglesia en la elección de los diáconos (Hech. 6:1-6). En el concilio de Jerusalén, le pareció bien al Espíritu y a la comunidad cristiana no imponer la circuncisión a los gentiles (Hech. 15:28). Él condujo a la iglesia hacia la unidad en creencias y acciones, y también guio a la iglesia en la evangelización (Hech. 13:2, 48; 16:33; 20:23).

El éxito de la iglesia era la vida en el Espíritu. Los cristianos sabían que él comunicaba recursos ilimitados para el cumplimiento de la misión. Bajo su dirección, la iglesia realizaba tres acciones simples e interconectadas: oración, predicación y discipulado. En respuesta a la oración, ciento veinte discípulos, hombres y mujeres, recibieron al Espíritu Santo y comenzaron a predicar. Para ellos, la oración y la predicación eran actividades indispensables (Hech. 6:4; 20:17-38; 22:16, 17). Como resultado, los cristianos discipulaban a los nuevos creyentes, que aprendían sobre el evangelio, vivían en comunidad, partían el pan de casa en casa, perseveraban en oración y compartían sus sentimientos, sus bienes y sus prácticas (Hech. 2:42-46; 4:32-35).

Conclusión

De la iglesia apostólica es posible obtener algunos principios indispensables para la práctica del discipulado contemporáneo. En primer lugar, la vida en el Espíritu. Muchos cristianos notan que algo está faltando en su vida y reconocen que la presencia del Espíritu Santo es su mayor necesidad. Por lo tanto, es importante que el pastor y los líderes locales conduzcan a cada miembro de iglesia a buscar diariamente el Espíritu, de modo personal y colectivo, a fin de que haya santificación, capacitación y poder para cumplir la misión.

En segundo lugar, la misión es el discipulado. Todo miembro de iglesia es un discípulo y, por eso, cada uno debe comprometerse con la misión. Jesús dijo: “En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto, y seáis así mis discípulos” (Juan 15:8). No existe fidelidad estéril. Debemos discipular a las personas individual y colectivamente, en grupos pequeños.

En tercer lugar, la organización en red. A medida que crecía, la iglesia apostólica creaba pequeños núcleos cristianos en las ciudades. Allí, los líderes tenían la responsabilidad de enseñar a otras personas. Ese tipo de estructura moviliza al discipulado y facilita el pastoreo. La iglesia debe organizarse en pequeñas comunidades de amor para alcanzar a los perdidos faltos de amistad, aceptación y sentido de pertenencia.

El pastor debe motivar a la iglesia a crecer espiritualmente, para animarla a hacer discípulos para el Reino de Dios. Con amor y paciencia, es necesario enseñar a los miembros lo que es ser iglesia y cómo vivir la misión. Elena de White declaró: “Mientras la iglesia se conforme con asuntos de poca importancia, continuará descalificándose para recibir los dones mayores que Dios ofrece. […] En los designios del Señor, el poder divino debe cooperar con el esfuerzo humano”.[4] Que nuestro ministerio ayude a las personas a buscar la plenitud del poder de Dios.

Sobre el autor: pastor en Cuiabá, MT, Brasil.


Referencias

[1] Ver João Renato Alves, “Red de salvación”, Ministerio (mayo/junio de 2021), pp. 14-17.

[2] Elena de White, Los hechos de los apóstoles (Florida, Bs. As.: Asociación Casa Editora Sudamericana, 2009), p. 129.

[3] Eusébio de Cesareia, História Eclesiástica, libro 2, capítulo 15; libro 3, capítulo 39.

[4] Elena de White, Recibiréis poder (Florida, Bs. As.: Asociación Casa Editora Sudamericana, 2009), p. 12.