La estrategia de Cristo para hacer discípulos para el Reino de Dios.

El Padre envió a Cristo con objetivos bien establecidos (Juan 5:36‑38; 8:42; 12:49, 50). Durante tres años y medio de ministerio, enfocado en las personas, él avanzó con el propósito de “buscar y […] salvar lo que se había perdido” (Luc. 19:10; ver Mat. 8:11). Al ser bautizado, el Maestro inició su obra pública y, poco después de mudarse a Capernaum, eligió para sí a doce hombres que disfrutarían de su comunión y aprenderían directamente de él sobre su reino, cómo vivirlo, propagarlo, multiplicarlo y aguardarlo (Mar. 3:13‑19; 4:11, 26; 14:25).

Ante esto, deseo analizar la relación de Jesús con sus doce discípulos más cercanos. Después, presentar cómo ministró a las multitudes, y cómo envió a los doce y a los setenta para cumplir la misión. Finalmente, mostrar la red de discipulado implantada por Cristo.

Relación con los doce

Jesús pasó una parte significativa de su ministerio con los doce discípulos. Convivió con ellos en casa, en lugares reservados, durante los viajes; estaba en su compañía (Mat. 13:36; Mar. 4:10-12, 35-41; 6:1; 7:17; 9:33; 11:11; 8:13, 14; Luc. 11:1). Y, teniendo en cuenta que “no tenían tiempo ni para comer, pues era tanta la gente que iba y venía”, Jesús también separaba momentos de descanso y ocio con estos discípulos (Mar. 6:30, 31). El Maestro dedicaba tiempo para estar con ellos, pues sabía que debía establecer una fuerte base de liderazgo y discipulado, pues ellos pronto comenzarían a vivir, a transmitir y reproducir lo que habían aprendido personalmente con él.

Jesús hacía discípulos en todos los lugares. No había un lugar específico, ni un ambiente separado para eso. Para Cristo, las circunstancias y los horarios eran oportunidades apropiadas para poner en práctica el discipulado. Ocurría al caminar, comer, evangelizar, viajar, enseñar, curar, descansar, predicar, pescar, visitar o aconsejar.[1] Todo era propicio para el discipulado. Los doce se encontraban con el Maestro y, con él, aprendían cómo acercarse a las personas, atenderlas en sus necesidades y conquistarlas para el Reino.

Al analizar los 143 eventos del ministerio de Jesús señalados por el Comentario Bíblico Adventista,[2] desde la vocación de los discípulos hasta su ascenso a los Cielos (Mat. 4:18-22; Luc. 24:50-53), vemos que todo indica que Jesús estuvo en compañía de los doce discípulos en más del 80 % de los eventos registrados en los evangelios. De estos, se indica que en el 36 % Cristo se encontraba exclusivamente con los doce o con algunos de los más cercanos: Pedro, Santiago y Juan. Por otro lado, en el 46 % de esas ocasiones, Cristo estaba con las multitudes enseñando, curando y amonestando, y los discípulos estaban con él (Luc. 12:1-59; 14:25-33). En el otro 18 %, el Maestro aparece en compañía de algunas personas o de las multitudes. Por ejemplo, puede mencionarse el relato de Mateo 9:27 al 34 en el que Jesús, estando en la casa, atendió a dos ciegos y a las multitudes. Estos datos recolectados reciben el apoyo de Ferguson, Bird y Dann Spiderman, que llegaron a conclusiones semejantes.[3]

Ministrando a las multitudes

En las multitudes era donde ocurrían las cosas. Jesús dedicaba tiempo para enseñar, curar y oír a cada persona que se le acercaba, independientemente de la condición en la que se encontraba. Para Cristo, todos eran objeto de su amor y salvación. Mientras el Maestro conquistaba la confianza de las personas, los discípulos aprendían cómo alcanzar sus corazones (Mat. 15:29‑39; 17:14-23; 19:1-12).

Simultáneamente, ocurrían dos movimientos en el ministerio de Jesús: él ministraba a las multitudes, conduciéndolas a producir nuevos discípulos; y entrenaba cuidadosamente a los doce, preparándolos para vivir y multiplicar los principios del reino de Dios. Así, los discípulos estaban destinados a producir frutos que debían permanecer, no solo en el presente, sino a lo largo de la historia y hasta la segunda venida de Cristo.[4]

Envío orientado

Al ver Jesús que las multitudes estaban desamparadas y dispersas, como ovejas sin pastor (ver Mat. 9:36), y al percibir que los doce se estaban transformando gracias a la convivencia diaria con él, llamó a los discípulos y los envió de dos en dos a las ciudades, aldeas y pueblos para reproducir, en la práctica, lo que habían aprendido de él hasta ese momento (Mar. 6:7).

A esto lo llamo “envío orientado por Cristo”. Al enviar a los discípulos, Cristo dijo: “Y yendo, predicad, diciendo: El reino de los cielos se ha acercado. Sanad enfermos, limpiad leprosos, resucitad muertos, echad fuera demonios; de gracia recibisteis, dad de gracia” (Mat. 10:7, 8). Además, Jesús advirtió que la evangelización podría no ser fácil, porque envió a los discípulos como a ovejas en medio de lobos, y debían ser sencillos como palomas y prudentes como serpientes (Mat. 10:16). Cristo mencionó que podrían ser recibidos o no; que encontrarían personas receptivas, pero también individuos indiferentes que rechazarían la verdad. A pesar de eso, la Biblia presenta los resultados que tuvieron: “Y saliendo, predicaban que los hombres se arrepintiesen. Y echaban fuera muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos, y los sanaban” (Mar. 6:12, 13).

Jesús cumplió fielmente el propósito de buscar y salvar al perdido. A fin de hacer discípulos que formarían a otros discípulos hasta su segunda venida, él los capacitaba para que se multiplicaran. Con el pasar del tiempo, el Maestro les confiaba cada vez más responsabilidades. En esa escuela, ellos armonizaban los aspectos teóricos con los prácticos.

El número de discípulos de Jesús se multiplicó y, así, formó una red de aprendices dispuestos a vivir y multiplicar el evangelio. En vista de esto, Cristo designó “a otros setenta, a quienes envió de dos en dos delante de él a toda ciudad y lugar adonde él había de ir” (Luc. 10:1). De un modo similar a como lo hizo con los doce, Cristo envió a los setenta y les dio las indicaciones necesarias para cumplir la obra. Ellos tendrían que curar a los enfermos, proclamar el mensaje y pedir al Señor de la mies que enviara más trabajadores para realizar la gran cosecha (ver Luc. 10:2, 3, 9). Elena de White comenta: “Los setenta, a diferencia de los doce, no habían estado constantemente con Jesús, pero habían escuchado con frecuencia sus instrucciones. Fueron enviados bajo su dirección para trabajar como él mismo lo hacía”.[5] Volvieron llenos de alegría, y decían: “Señor, aun los demonios se nos sujetan en tu nombre” (Luc. 10:17).

La red multiplicadora

Jesús recorría las ciudades y aldeas enseñando, predicando, haciendo nuevos discípulos y curando todo tipo de enfermedades; y los doce iban con él, y también algunas mujeres (ver Mat. 9:35; Luc. 6:17-19; 8:1, 2). En el momento de su ascensión, Jesús se apareció a más de 500 discípulos al mismo tiempo (ver Hech. 1:6-11; 1 Cor. 15:6). Elena de White comenta que, en un monte de Galilea, a la hora señalada, se reunieron estos quinientos más los doce, ansiosos por ver al Maestro resucitado. Entonces, súbitamente, apareció Cristo revestido de ilimitada autoridad entre ellos y les confirió la gran comisión: “Haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”.[6]

Jesús había alcanzado sus objetivos: consiguió rescatar al pecador de su eterna condenación y, al mismo tiempo, creó un movimiento evangelístico discipulador que continuaría expandiendo sus propósitos.

Al analizar el ministerio de Jesús, percibimos una organización centrada en la comunión, en la relación y en la misión. El Salvador dedicó la mayor parte de su tiempo a discipular a los doce. Los designó para estar con él y los envió a predicar. En ese grupo de discípulos había tres que tenían una relación más próxima con Jesús y, entre ellos, Juan era el más cercano de todos. Mientras Cristo ministraba a las multitudes, sus discípulos aprendían en la práctica, cómo debían hacer cuando estuvieran al frente del trabajo. Con ocasión de su ascensión, Cristo reunió a 500 de sus discípulos y les confió la gran comisión, prometiendo que estaría con ellos hasta el fin (ver Mat. 28:18-20).

Conclusión

Muchas personas promueven el crecimiento de la iglesia a través de eventos y programas, pero si queremos encontrar un camino seguro hacia un crecimiento saludable de la iglesia, la práctica del ministerio de Cristo debe ser nuestro modelo.

La eficacia del ministerio de Jesús se centró en las personas. Con una visión clara de su obra, dedicó su vida a discipular a las personas para el Reino de Dios. Así debería ser también nuestro ministerio. Elena de White afirma: “Solo el método de Cristo será el que dará éxito para llegar a la gente. El Salvador trataba con los hombres como quien deseaba hacerles bien. Les mostraba simpatía, atendía sus necesidades y se ganaba su confianza. Entonces les pedía: ‘Sígueme’ ”.[7]

Los discípulos de Cristo tenían dos competencias básicas: tenían la humildad de aprender y la capacidad de reproducir el ministerio del Maestro. Estaban motivados por el mismo objetivo que Jesús: “Buscar y salvar lo que se había perdido” (Luc. 19:10, DHH). Cristo deseaba que reprodujeran en los demás lo que habían aprendido de él. En sus discursos, Jesús siempre utilizó la expresión: “Así como” (ver Juan 13:15, 34; 15:10, 12; 17:11, 18; 20:21). Esta expectativa del Señor no era solo para los primeros discípulos de su iglesia, sino que “incluye a todos los creyentes hasta el final de los tiempos”.[8]

En este proceso discipulador, debemos implantar un pequeño núcleo de discipulado en el que instruyamos a nuestros discípulos, cuidemos de su salud espiritual, los conduzcamos a la salvación y, al mismo tiempo, les enseñemos en la práctica a vivir un cristianismo relacional y evangelizador, aprovechando toda oportunidad para comprometerlos en el cumplimiento de la misión. Poco a poco, el aprendiz irá difundiendo las verdades del reino a sus familiares, amigos y desconocidos, y así se irá multiplicando en otros, produciendo más y más discípulos. Es probable que una gran parte de los bautismos no provenga directamente de un evangelista u otro, sino de todo el grupo que está siendo discipulado.

El discípulo debe invertir tiempo en la formación de nuevos discípulos que, a su vez, reproducirán en otras personas lo que han aprendido. De este modo, se formará una red organizada de discipulado supervisada por discipuladores de experiencia.

En todo esto debemos tener siempre en mente que el crecimiento viene del Señor (ver 1 Cor. 3:6-9). El pastor, o anciano o cualquier otro líder de iglesia, no deben centrar su misión en sí mismos. Es necesario discipular un grupo de personas, que discipularán a otras personas; y de esa forma, todos cumplirán la misión.

De hecho, el trabajo centrado en las personas es estresante. Pero ese fue el trabajo de Jesús. El Salvador invirtió en las personas y nos ordenó que hiciéramos lo mismo hasta que él viniera por segunda vez (Juan 14:1-3; Mat. 28:18-20). Al igual que nuestro Señor fue bautizado por el Espíritu Santo para cumplir su obra, nosotros también necesitamos ser revestidos del “poder de lo alto” para cumplir nuestra misión (ver Luc. 3:21, 22; 24:49; Hech. 1:8). Así se cumplirán las palabras de Cristo: “El que en mí cree, las obras que yo hago, él las hará también; y aún mayores hará” (Juan 14:12).

Sobre el autor: es pastor en el Estado de Mato Grosso.


Referencias

[1] Walmir Arantes Rosa, Igreja Essencial: resgatando a essência do evangelho no corpo de Cristo (San Pablo, 2016), p. 43.

[2] Francis D. Nichol (ed.), Comentário Bíblico Adventista do Sétimo Dia (Tatuí, SP: Casa Publicadora Brasileira, 2013), t. 5, pp. 186-195.

[3] Dave Ferguson y Warren Bird, Formador de Heróis (Brasília, DF: Editora Palavra, 2018), p. 68.

[4] A. B. Bruce, O Treinamento dos Doze (Santo André, SP: Geográfica, 2016), p. 105.

[5] Elena de White, Cada día con Dios (Ellen G. White Estate, Inc., 2012), p. 111.

[6] Elena de White, El Deseado de todas las gentes (Florida, Bs. As.: ACES, 2008), pp. 757, 758.

[7] Elena de White, El ministerio de curación (Florida, Bs. As.: ACES, 2008), p. 102.

[8] Nichol (ed.), Comentário Bíblico Adventista do Sétimo Dia, t. 5, p. 603.