Elena G. de White hizo uno de sus más agudos y significativos comentarios acerca de la predicación cuando señaló: “Pueden efectuarse conversiones sin que intervenga un solo sermón. Cuando las personas se hallen en lugares donde estén privadas de todo medio de gracia, el Espíritu de Dios trabaja en ellas y son convencidas de la verdad mediante la lectura de la palabra; pero el medio divinamente designado para salvar las almas es ‘la locura de la predicación” (Testimonies, tomo 5, pág. 300).

 Este elevado concepto de la predicación pareciera sonar a hueco hoy debido al hecho lamentable de que el púlpito cristiano y la predicación están en un nivel muy bajo en el mundo contemporáneo.

 Hoy día es difícil atraer a una congregación y aún más difícil conservarla; ni que hablar de salvar almas mediante la locura de la predicación. La televisión y diversas otras formas de entretenimiento atraen la atención y la mente de hombres y mujeres a los cuales el predicador está tratando de alcanzar, y le hacen la competencia. La predicación hoy se limita mayormente a anunciar el Evangelio a aquellos que todavía asisten regularmente a la iglesia. Parecería, por más que quisiéramos que fuese de otra manera, que el predicador no le está predicando precisamente a la gente que más lo necesita, sin quitar el lugar que la predicación tiene en la vida de los conversos.

 El resultado de la decadencia en las congregaciones ha sido, lamentablemente, la pérdida de fe en la predicación por parte de los predicadores. Así es como algunos predicadores han buscado otros medios para comunicar el Evangelio, distintos de la predicación. Sin embargo no parece que todos los métodos que se han usado en lugar de la predicación la hayan reemplazado con éxito o hayan conquistado más almas para Cristo. Reemplazar la predicación por sustitutos y actividades secundarias no ha solucionado el problema, ni puede hacerlo por cierto. Sea cual fuere la condición de la predicación en el mundo contemporáneo, y a pesar de la falta de fe en la predicación por parte de muchos predicadores, ella sigue siendo el método instituido divinamente para proclamar el Evangelio. Nada, nada absolutamente —apostasía, falta de fe, secularismo, o actividades secundarias— puede invalidar el mandato divino dado por Cristo a su iglesia.

 Predicad el Evangelio a toda criatura.

 La solución del problema de la decadencia de la predicación no está en tratar de reemplazarla con actividades secundarias, sino en recuperar la fe en ella como el método divino de salvar al hombre pecador de sus pecados. Notemos nuevamente el fuerte dogmatismo, nacido de la certidumbre, en la afirmación de la Sra. de White de que “el medio divinamente designado para salvar las almas es ‘la locura de la predicación’”. La predicación no puede ser nunca abandonada por la iglesia de Cristo, no importa cuáles sean las circunstancias en las que haya de trabajar. Lo que la iglesia de Cristo necesita desesperadamente es recuperar su fe en la predicación, aferrarse como nunca antes a la verdad, de que la predicación está ordenada por Dios. El camino para esta recuperación consiste en que los predicadores se dediquen a trabajar en procura de esa combinación de disciplina mental, pureza personal y la presencia del Espíritu que hace de la predicación lo que Dios ha dispuesto que sea: el medio que él ha designado para salvar a las almas.

 El Dr. W. E. Sangster, que ha hecho más por la predicación y los predicadores en el período posbélico que cualquier otra persona, hace esta reveladora observación: “Ningún púlpito tendrá poder si le falta la fe profunda en el mensaje mismo o en la predicación como el método divino supremo para dar a conocer su mensaje.

 “Los hombres que conservan la fe en el mensaje, pero tienen poca fe en la predicación, tienen la tendencia de poner el mayor énfasis de su trabajo en otros aspectos de la actividad de la iglesia, y a veces desacreditan abiertamente el servicio del pulpito. La predicación, dicen ellos, hace poco o nada. Los pocos que vienen a los cultos, ya lo han oído todo. La obra pastoral es infinitamente más importante, dicen, o los clubes, o las representaciones. Sea buena o mala la predicación, la gente ya la ha olvidado en el momento de irse a casa. Claro que los cultos deben seguir celebrándose, se espera que así sea. Pero no se espera otra cosa. Ninguna voz proveniente del Sinaí. Ninguna cita con el cielo. La predicación ha perdido su poder cuando aquellos cuya tarea, es predicar han llegado a poner en duda su valor” (Greville P. Lewis (editor), Preacher’s Handbook, Nº 3, pág. 37).

EL LLAMADO A PREDICAR

 Trágicamente, poco oímos hoy acerca del llamado a predicar. En una era tan sofisticada como es la nuestra, se da por descontado que el requisito para predicar es un título académico, como el de licenciado o doctor en teología o en filosofía. No podría darse una visión más distorsionada de la predicación. No hay título en la tierra que sea suficiente en sí mismo para calificar a un hombre para la predicación. Esto no quiere decir que la educación no tenga su lugar en la predicación: su lugar es manifiestamente obvio. Sin embargo por sí misma es totalmente deficiente. Los predicadores son llamados divinamente a su ministerio. El Prof. Herrick Johnson describió acertadamente el llamado del predicador cuando escribió: ‘‘Nosotros somos sus embajadores, no por una infalible selección sacerdotal, no por la ley mercantil de la oferta y la demanda, sino por el inmediato, interno y efectivo llamado de Dios” (The Ideal Ministry, pág. 17).

 Es de vital importancia que recordemos que los predicadores no eligen su ministerio, no se meten de predicadores por su voluntad. Los predicadores son llamados por Dios a su misión, y sin el llamado divino el hombre no es un predicador sino un usurpador. Cuando uno habla acerca del llamado del predicador, nota que algunos predicadores experimentan cierto grado de dificultad o incomodidad. Sienten la necesidad de poder autenticar su llamado a predicar. Hay mucho que podría decirse en cuanto a esto, pero dos indicaciones seguras del llamado a predicar son:

 1. Que el predicador haya sido primero alcanzado por el Evangelio.

 2. Que vea almas convertidas mediante su predicación.

 Nadie es ni puede ser predicador si -no tiene un mensaje. Uno llega a ser. predicador porque tiene un mensaje, un mensaje divino, el Evangelio de salvación. Fue Pablo, el príncipe de los predicadores, quien indicó la relación entre el Evangelio y el llamado a predicar cuando declaró: “Pues si anuncio el Evangelio, no tengo por qué gloriarme; porque me es impuesta necesidad; y ¡ay de mí si no anunciare el Evangelio! Por lo cual, si lo hago de buena voluntad, recompensa tendré; pero si de mala voluntad, la comisión me ha sido encomendada” (1 Cor. 9:16, 17).

 La misma idea es expresada por el salmista. Poseído por su mensaje, declaró: “Rebosa mi corazón palabra buena; dirijo al rey mi canto; mi lengua es pluma de escribiente muy ligero” (Sal. 45:1).

 Cuando el corazón y la mente están poseídos por el mensaje, la lengua y los labios no podrán dejar de expresarlo. El predicador puede autenticar su llamado a predicar si se reconoce a sí mismo como poseído por el mensaje del Evangelio de Cristo. Si esta posesión del Evangelio no está sobre el corazón y el alma, el hombre debiera honradamente preguntarse si su lugar debiera ser otro que el púlpito. Por importante que sea saberse poseído por el Evangelio, hay una indicación mayor de que uno está llamado por Dios para predicar. Está expuesta en forma sucinta por la Sra. Elena G. de White: “La conversión de los pecadores y su santificación por la verdad es la prueba más poderosa que un ministro puede tener de que Dios le ha llamado al ministerio. La evidencia de su apostolado está escrita en los corazones de sus conversos y atestiguada por sus vidas renovadas. Cristo se forma en ellos como la esperanza de gloria. Un ministro es fortalecido grandemente por estas pruebas de su ministerio” (Los Hechos de los Apóstoles, pág. 264).

EL ABECE DEL SERMÓN

 No es suficiente la fe en la predicación. No alcanza el llamado a predicar. No basta el mensaje. Todavía falta la tarea vital de comunicar el mensaje. Aquí es esencial que el predicador esté sumamente despierto para reconocer la relación entre la mecánica de la predicación y su predicación efectiva. Todo predicador debiera tener una norma sencilla con la cual medir imparcialmente sus sermones, una norma que, seguida fielmente, será una ayuda definida para mejorar la calidad y eficacia de su predicación. Es la siguiente: Todo sermón debe tener contenido. El predicador siempre debiera preguntarse acerca de su sermón: ¿Tiene contenido? El mensaje de salvación, ¿está contenido en lo que voy a ofrecer a la gente? Si las respuestas no son afirmativas, habrá poco fruto y ninguna recompensa. Es muy posible que el fracaso en tener un ministerio de éxito pueda atribuirse en muchos casos al pecado de alimentar a las almas hambrientas de hombres y mujeres con la espuma insustancial del estudio superficial. Debemos estar absolutamente seguros de que nuestra predicación tiene un contenido real. Cada sermón, no importa cuál sea el tema, es una oportunidad definida de presentar a Cristo como el Salvador del hombre. Si hemos de salvar almas mediante nuestra predicación (¿y qué otro objeto hay en ella?), debemos estar seguros de que cada sermón contenga a Cristo.

 Forma. El contenido es necesario, pero debe ser presentado en forma apetecible. Una buena comida es a menudo arruinada por una mala cocción, y un buen sermón puede igualmente ser echado a perder si es presentado como un revoltijo informe.

 Sólo la disciplina y la práctica pueden hacer que el predicador alcance el dominio de la forma. Un procedimiento simple que exige que cada sermón tenga la forma siguiente le permitirá al más novato asegurarse de que está procediendo en forma ordenada. Los sermones deben tener una introducción, subtítulos (tres, por lo general), y una conclusión. Este esquema elemental de la predicación es válido en todos los casos. A medida que adquiera experiencia el predicador podrá variar la forma de presentar su material, pero siempre necesitará introducir su tema, desarrollarlo en forma ordenada, y concluirlo.

 Cuando un predicador no tiene en cuenta la forma en aras de la originalidad está en peligro de perderse a sí mismo, su mensaje, y a sus oyentes en el caos. Aun el más avezado de los predicadores necesita conservar cierta clase de forma, de otra manera, como sucede con demasiada frecuencia, se extenderá mucho, o predicará dos sermones a la vez, o estará hablando y no predicando.

 Se objeta a menudo que la forma conspira contra la espontaneidad, que hace que la predicación sea mecánica. Esto es cierto solamente cuando el predicador se apoya demasiado en la forma y descuida los otros ingredientes del sermón. La forma es necesaria, pero no es todo.

 Presentación. ¿Cómo debiera el predicador presentar su sermón? Evidentemente, en una manera acorde con su personalidad, pero —y esto es más importante— en una manera apropiada para su congregación. Debiéramos pensar más en la naturaleza de nuestra congregación, su formación, su educación y sus necesidades. Un sermón para un grupo de hombres de negocios no será presentado en la misma forma que un sermón dirigido a una iglesia compuesta mayormente de jóvenes, ni el contenido será necesariamente el mismo.

 Inspiración. Todo sermón debiera tener inspiración, si es que queremos mover a nuestros oyentes. Las fuentes de la inspiración derivan de la oración, la fe, la disciplina, la presencia del Espíritu Santo, y un buen dominio del contenido de lo que vamos a predicar. Cuando conocemos algo y lo creemos, podremos orar con conocimiento de causa acerca de ello y ser inspirados por ello. La inspiración es un elemento de la predicación difícil de garantizar, de hecho no puede garantizarse, sin embargo es vitalmente necesario para la predicación. No puede ser elaborado, sino más bien deriva de las cosas ya mencionadas: conocimiento del mensaje que se predicará, fe en su importancia, disciplina en su preparación, y oración por la bendición del Espíritu Santo sobre el mismo. Si un predicador tiene estas cualidades, su predicación siempre será inspiradora, y con frecuencia conmoverá corazones humanos y servirá a sus necesidades.

 Llamado. Puede resultar chocante y hasta grosero decir que la predicación es frecuentemente viciada porque carece de llamado, y sin embargo es cierto. La predicación tiene como objetivo primordial el mover la voluntad, y esto es imposible sin un llamado. Esto no significa que debamos arengar a nuestros oyentes cada vez que prediquemos. Eso pronto destruiría nuestra efectividad, no importa lo que digamos o cuán bien lo expresemos. Pero la predicación sin llamado es débil en el mejor de los casos, y en el peor, inútil.

 El lugar y el tipo de llamado en un sermón constituye un importante tema de estudio en sí mismo. Baste decir aquí que el sermón debe tener un fin en vista, y el propósito del llamado es mover la voluntad del hombre para alcanzar el fin deseado. Obviamente, la naturaleza del llamado dependerá del fin que se busca. En este aspecto de la predicación, pueden obtenerse grandes beneficios del estudio de los sermones de los apóstoles en el libro de los Hechos. Es animador notar que rara vez es completamente negativo el resultado de la predicación apostólica.

 Ya hemos señalado que la predicación está en bajante en el mundo contemporáneo. Sin embargo la profecía indica una recuperación de la predicación evangélica poderosa y autorizada antes del regreso del Señor. Juan el revelador lo describió al decir: “Vi volar por en medio del cielo a otro ángel, que tenía el Evangelio eterno para predicarlo a los moradores de la tierra, a toda nación, tribu, lengua y pueblo” (Apoc. 14: 6). Nosotros creemos que ésta es una descripción de los adventistas, de nosotros mismos. Esta recuperación de la predicación evangélica está retrasada y jamás fue más necesaria que ahora. No hay duda alguna de que vendrá. Su retorno se producirá cuando predicadores llamados por Dios en la Iglesia del Advenimiento estén poseídos por su mensaje y constreñidos por su mandato a predicarlo. La forma notable en que las condiciones y los acontecimientos del mundo reflejan la profecía bíblica, y la gran necesidad de los hombres y mujeres sumidos en el pecado en nuestro planeta indican que esta recuperación no puede estar lejana. Ahora es nuestra oportunidad de convertirla en realidad. Ahora es el tiempo en que los predicadores debemos levantarnos como ministros de la iglesia “hermosa como la luna, esclarecida como el sol, imponente como ejércitos en orden”, predicando en el poder del Espíritu el Evangelio de salvación, que es el medio designado por Dios para salvar a las almas.

Sobre el autor: Pastor en Hull, Inglaterra.