Hay que precaverse contra el peligro de una santidad que toma la forma de “interiorización de la piedad” y que, por consiguiente, aparta al creyente de sus responsabilidades y relaciones con los problemas básicos del presente.

En el libro Bases teológicas para la renovación de la Iglesia, Rudolf Ober Muller recuerda que una oración sugerida por el Comité Central del Concilio Mundial de Iglesias, para la asamblea de Evanston, decía: “Confesamos delante de Ti que hemos deshonrado Tu Iglesia por causa de nuestra indignidad. Hemos recorrido caminos que eran nuestros propios caminos y tenemos la culpa porque Tu Iglesia continúa en sus divisiones. Hemos privado a Tu Iglesia de su pleno poder porque nosotros mismos nos hemos dispensado de entregarnos completamente a Ti, y esto habría sido nuestro deber. Oh, renueva nuestro corazón y nuestra mente, oh Padre Celestial, a fin de que se extienda en nuestra Iglesia nueva vida y nuevo poder, para Tu honor y gloria”.[1]

Esta oración, aunque no haya sido pronunciada por nosotros, podría expresar con cierta timidez el anhelo de reafirmación que se anticipa en el horizonte de nuestra propia vivencia religiosa. Confrontados con la tormenta que en cualquier momento puede estallar sobre nosotros, la iglesia no puede, no debe continuar su sueño a la sombra de un triunfalismo equívoco. La iglesia tiene que ser iluminada, fortalecida, purificada y motivada ahora mismo, para estar lista para su última y más gloriosa experiencia. De ahí que “un reavivamiento de la verdadera piedad entre nosotros es la más urgente de todas nuestras necesidades. Buscar esta experiencia debería ser nuestra primera tarea”.[2]

Podría suponerse que el contorno en el cual estamos sumergidos no favorece el surgimiento espontáneo de una auténtica reafirmación espiritual, pero aún así, para que la obra que Dios está realizando en favor del pecador resulte efectiva, la iglesia debe mantenerse en continua, dinámica y sumisa renovación espiritual, y esa renovación debe actualizarse “bajo la ministración del Espíritu Santo”.[3]

La reafirmación espiritual que preconizamos para la iglesia tiene, necesariamente, que tomar posición con relación a los siguientes aspectos esenciales de nuestra fe:

  1. Reafirmación de la doctrina adventista (Apoc. 14:12; 3 Juan 9,10; 2 Ped. 2:1-3; Heb. 13:7-9). Tenemos que admitir que en algunas áreas del mundo adventista se observa una tendencia que debilita el compromiso del creyente con los principios esenciales de la “fe que ha sido una vez dada a los santos” (Judas 3). En otras, en cambio, la fe es robusta y la iglesia avanza.

En este sentido, la apatía espiritual que ha invadido a algunas de las iglesias protestantes tradicionales nos llama a la reflexión. Esa apatía es hija del modernismo religioso que, aunque retiene la etiqueta de cristiana, es una religión totalmente nueva. Ese liberalismo protestante es, dicho sin ambages, una religión sin un Dios personal, sin Salvador divino, sin Biblia inspirada, y sin una conversión que cambia la vida.[4]

Nos alarmamos al saber que esta nueva tendencia religiosa ha logrado apoderarse de la mayoría de las escuelas denominacionales, de las publicaciones religiosas y de las principales iglesias protestantes. Como un resultado directo de ese cambio, esas iglesias han dejado de crecer, han perdido el entusiasmo por el evangelismo, han debilitado su aporte en favor de las misiones y han perdido millones de miembros.[5]

  1. La Iglesia Adventista, gracias a Dios, se ha mantenido en su posición teológica sustancial a pesar de la crisis. Sin embargo, el peligro no ha desaparecido. Mientras la batalla continúa, tenemos necesidad de vigilar con atención la embestida que se hace para erosionar nuestra posición teológica tradicional. Aquellos que siguen insistiendo en corregir nuestra teología tienen que saber “que cuando el poder de Dios testifica en cuanto a lo que es verdad, esa verdad ha de mantenerse para siempre. No se ha de dar cabida a ninguna suposición posterior contraria a la luz que Dios ha dado”.[6] Se debe recordar que el Espíritu Santo ilumina la verdad pero no nos da una verdad que sea contraria a la anterior.

Uno de nuestros baluartes, el púlpito adventista, tiene que ser bíblico, dinámico, lleno del fuego divino e inclinado hacia la evangelización. Este no es un tiempo para el balbuceo. Somos la voz del Señor y no un eco de la cultura. Nosotros no disponemos de tiempo ni de dinero para gastarlo en actividades que no sean prioritarias. La búsqueda de soluciones para asuntos marginales de la teología no debe atraer nuestra atención, pues, si lo hacemos, nuestro testimonio puede debilitarse.

Nuestra visión debe fijarse en la misión, pero si la visión se oscurece, el sentido de misión se distorsiona y la iglesia puede revertir sobre sí misma y sobre sus problemas. La falta de avance en dirección a la misión conduce inevitablemente a la confusión y a la desunión. La experiencia reciente de las iglesias protestantes debe aleccionarnos. Si preferimos nuestros problemas a nuestra misión y nos mantenemos en el terreno de la polémica controversia, nos quedará poco tiempo para envolvernos en algo que sea más sustancial. Si las energías de la iglesia son empleadas en su auto preservación, cualquier remanente de esa energía que le quede será insuficiente para elegir con madurez su orden de prioridades. Es absolutamente indispensable que la iglesia se desligue de intereses secundarios si ha de preservar su dimensión profética y su misión para esta hora.[7]

  • Reafirmación de la misión adventista (Mat. 28:18-20; Hech. 1: 6-8; Apoc. 14: 6-12). Un genuino reavivamiento entre nosotros tiene que incluir una reafirmación de nuestra fe en la misión que se nos ha encomendado. Tenemos que admitir que la iglesia cristiana, desde su misma inserción en la historia, ha estado confrontada con problemas de identidad y misión. Es imposible tener una reafirmación espiritual si el liderazgo de la iglesia olvida desafiar a los creyentes a tener una relación íntima con nuestro Señor; si ignora el lugar preferente de la adoración centrada en la persona y las enseñanzas de nuestro Redentor; si desconoce el valor primario del estudio de la Palabra y el espíritu de profecía, y si fracasa en conducir a su grey en dirección a la proclamación del mensaje redentor.

En algunas áreas, la iglesia está despierta, el Espíritu de Dios la potencializa y el mensaje se extiende. En otras, en cambio, la iglesia parece ser “un gigante dormido” a la espera de que alguien la despierte. Para que ese despertar ocurra, la reafirmación debe moverse en una doble dimensión de poder:

Primero. Necesitamos una predicación que sea bíblica, cristocéntrica, saturada de entusiasmo y rebosante de convicción. El púlpito adventista no es el sitio para una exhibición ostentosa de habilidad, es más bien el altar donde el ministro se consagra predicando la Palabra del Señor de un modo sencillo pero con poder divino.[8] El verdadero ayuno del predicador, como lo decía alguien, “no es de comida, es de elocuencia humana, de ostentación teatral, de dicción rebuscada y de todo aquello que impida la manifestación del poder de Dios”. Si la predicación está llena de “fuego divino” y el predicador es el instrumento elegido por el cielo, la congregación no tendrá más alternativa que moverse en dirección misionera. Los discípulos tuvieron éxito porque “oraron con intenso fervor pidiendo capacidad para encontrarse con los hombres, y en su trato diario hablar palabras que pude ir a guiar a los pecadores a Cristo”.[9]

Ahora mismo somos una gran denominación. Hemos sido capaces de construir grandes edificios para las instituciones que son, en cierto sentido, nuestro orgullo. Pero quisiera estar seguro de que hemos formado a un pueblo capaz de sobrevivir a la crisis que se avecina. Cuando vemos que en algunas áreas el adventismo se hace respetable, y aún está en boga, la tentación de acomodarnos a los valores y las metas de la cultura en la cual estamos inmersos se hace casi irresistible. Somos grandes, pero grande no significa necesariamente mejoro más poderoso. La vida sencilla, humilde, respetuosa y consagrada de los creyentes puede hacer la diferencia. Se debe reconocer la distancia que hay entre ser simple y ser sencillo. La persona profundamente sencilla es la que trabaja con temas esenciales.

Segundo. Si hemos de arribar a una genuina y vigorosa reafirmación, tenemos que propiciar la obra del Espíritu Santo. Sólo el Espíritu Santo puede quitarnos el aburrimiento y la apatía. Necesitamos el fuego del Pentecostés en nosotros para que la vida cristiana manifieste convicción, libertad, amor hermanable y pasión por la salvación de las almas.

La iglesia es el centro para la comunión hermanadle cuya dinámica esencial está enraizada en la divina operación del Espíritu Santo. [10]

Tenemos que admitirlo, el Pentecostés fue más que un evento anclado en la historia. El poder vino en respuesta a una actitud de reconciliación humana, pues “mientras los discípulos esperaban el cumplimiento de la promesa, humillaron sus corazones con verdadero arrepentimiento y confesaron su incredulidad”.[11]Por supuesto, este regreso del creyente a la vida sencilla, fraternal, sincera, limpia y dedicada, tiene que ser el resultado de una genuina experiencia de conversión. El “fuego humano” puede producir un aviva- miento fugaz, y nada más que eso. El creyente puede orar sin estar hablando con Dios; puede aprender y enseñar los elementos transformadores y hasta puede trabajar en el ministerio llevando sanidad y salvación sin que esa sanidad y esa salvación lo alcancen. El poder del Espíritu Santo es dado a la iglesia con un propósito específico: “Me seréis testigos” (Hech. 1: 8). Es posible ser un creyente y no tener poder; pero es imposible tener el bautismo del Espíritu y no ser testigo.

Ahora bien, el Espíritu Santo sólo puede llenar corazones que estén vacíos de suficiencia propia y engreimiento. Los apóstoles sintieron su vacío como una necesidad urgente, y esa necesidad resultó en su gran bendición. Ellos necesitaban más que el recuerdo de la Palabra oída o de los milagros presenciados, necesitaban poder para testificar. Una visión sin vitalidad resulta en vergüenza, y el desafío a amar puede resultar deprimente cuando nuestras emociones carecen de profundidad. La vida del creyente es más que adquirir una educación religiosa, es aventurarse en dirección a un destino de servicio. El fuego del Espíritu, cuando es recibido con libertad, nos da convicción, pasión por las almas y a la vez galvaniza todos nuestros esfuerzos y nos conduce a la victoria.[12]

  • Reafirmación de la vida santificada (1Tes. 4: 1-7; Rom. 12: 1-21; Efe. 4: 1-32). Cada vez que una reafirmación genuina bendice a la iglesia, se afirman las reglas que gobiernan la conducta santificada. La historia de la iglesia nos muestra con suficiente claridad que el reavivamiento y la reforma se apoyan en una poderosa proclamación profética; y esto es genuino, ya que la Palabra y el espíritu de profecía pueden despertar en el alma del creyente el deseo de servir al Señor y abandonar el pecado. Una comprensión de la santidad de Dios y su juicio inminente está a la base del crecimiento espiritual, y el precio que se paga por ese crecimiento es una renuncia completa a la vida pecaminosa.

Si queremos esta experiencia de victoria con el Señor, tenemos que avanzar en dirección al Pentecostés, y el primer paso positivo tiene que ser dado en dirección a nuestro Señor y al pacto del Calvario. Cada vez que hablamos de Pentecostés tenemos que alertarnos contra el peligro de una “súper espiritualidad”, en que las experiencias subjetivas y extraordinarias cuentan más que la obediencia a un “Así dice el Señor”. Es igualmente una desviación doctrinal muy en boga la idea de santificación instantánea.[13]

Es inevitable, si queremos ser los destinatarios del poder espiritual, que necesariamente reafirmemos nuestro concepto de iglesia. Hay que precaverse contra el peligro de una santidad que toma la forma de “interiorización de la piedad” y que, por consiguiente, aparta al creyente de sus responsabilidades y relaciones con los problemas básicos del presente. El individualismo radical y el exclusivismo pueden conducir al sectarismo que exige de los creyentes salir de la iglesia, a la cual catalogan de “apóstata” y “Babilonia”, para formar movimientos de “reforma”. La historia es pródiga en ejemplos según los cuales, estos así llamados “reformistas”, terminan cometiendo los mismos “pecados” que condenan.[14]

El reavivamiento que afirmamos se distingue por su reconocimiento del lugar preponderante que ocupa la santificación de la conducta del creyente. Admitimos, la justificación debe estar a la base de toda reconciliación con el Señor y con nuestros semejantes. El perdón de nuestros pecados necesariamente ocupa el primer lugar, pero es igualmente importante vivir una vida limpia de pecado. La rectitud, la honradez, la veracidad en la vida nueva y victoriosa del creyente, deben considerarse como frutos Indispensables de una fe robusta y madura. En ese sentido, todas las normas éticas contenidas en las Escrituras deben encontrar su camino en dirección a la vida de relación de los creyentes, tanto en la esfera política y económica como en la esfera personal y privada.[15]

En este sentido, los reclamos de la cultura tienen su límite. El hecho de que “el Verbo se hizo carne” no autoriza el relativismo ético. Estamos “en el mundo” pero no pertenecemos al mundo. Nuestra lealtad no es negociable. La iglesia tiene una misión que cumplir que trasciende todas las culturas. La razón de ser de la iglesia, su destino mediato, su naturaleza primigenia, su meta más cercana y su horizonte, su vida misma se consubstancia con su misión. La iglesia es la voz de Dios y no el eco de la cultura. Nosotros estamos inmersos en una determinada cultura, pero pertenecemos a otra superior.

Jesús puso límites a los dictados culturales de su tiempo: no aceptó el divorcio, no aceptó el prejuicio racial y religioso, y los desafió. Como una nueva forma de vida, el adventismo tiene sus absolutos, independientemente de cualquier exigencia cultural. El relativismo ético y el liberalismo teológico han consumido la vitalidad de las iglesias tradicionales. [16]Nosotros, los adventistas, debemos determinar con claridad las fronteras éticas dentro de las cuales queremos expresarnos como “remanente de Dios”, y esos límites deben ser respetados por todos. Nuestra capacidad de adaptación a las situaciones que no confluyan con nuestra posición teológica tienen un límite.

Cuando la iglesia cristiana fue “peregrina” tuvo por recompensa la profundidad espiritual, pero cuando se hizo “sedentaria”, entroncada en la cultura de su tiempo,[17]perdió vitalidad y se hizo incapaz de pronunciar la divina Palabra; su debilidad la empujó a ser un eco de su tiempo y no la voz de Dios.

Alguien lo ha sugerido con agudeza: los creyentes no somos los embalsamadores del pasado; somos, en cambio, los agentes de nuestro Señor. Somos quienes gestamos, por la gracia divina y a partir del presente, la realidad del mundo del futuro; y lo hacemos en el poder del Espíritu Santo.

Sobre el autor: Salim Japas se desempeña como secretario ministerial de la División Interamericana.


Referencias

[1] Revista Cuadernos Teológicos (Buenos Aires, 1954), pág. 27

[2] Elena de White, Review and Herald, 22 de marzo de 1887.

[3] White, Review and Herald, 25 de febrero de 1902.

[4] Ronald H. Nash, Evangelical Renewal (Westchester, Crossway Books, 1987)

[5] Ibid. págs. 15, 30, 36, 87, 88, 113

[6] White, Mensajes selectos, t. 1, pág. 188.

[7] Balley E. Smith, Real Evangelism (Nashville, Broodman Press, 1978), págs. 48, 70, 77.

[8] White, Obreros evangélicos, págs. 160-163.

[9] White, Los hechos de los apóstoles, pág. 30.

[10] Leroy E. Froom, La venida del Consolador (Mountain View, Pacific Press Publ. Ass., 1972), págs. 91-100.

[11] White, Los hechos de los apóstoles, pág. 29.

[12] Salim Japas, Llama divina (Miami, IADPA, 1989), págs. 9-13.

[13] Smith, Real Evangelism, págs. 133-148.

[14] White, Mensajes selectos, t. 2, págs. 446-451

[15] E. Kevan, La ley y el evangelio (Barcelona, Ediciones Evangélicas Españolas, 1973), págs. 25-39.

[16] Nash, Evangelical Renewal, pág. 114.17 Donald G. Bloesch, El renacimiento evangélico (Terrassa, Clle, 1979), págs. 69-93.

[17] Donald G. Bloesch, El renacimiento evangélico (Terrassa, Clie, 1979), págs. 69-93.