¿Qué se espera de un predicador de este tiempo? ¿Qué lo distingue? ¿Cómo es su mensaje? Estos interrogantes encuentran respuesta en el estudio del registro bíblico de la predicación y en la realidad y las necesidades contemporáneas.

  La Biblia describe al predicador como un heraldo (kérux) que transmite un mensaje (kérugma). El apóstol Pablo dice: “Para esto yo fui constituido predicador (kérux, heraldo) y apóstol…” (2 Tim. 2: 7). El heraldo era el que por encargo del príncipe o del estado proclamaba con voz potente la noticia encomendada. Su deber era transmitir en forma inalterable el mensaje y la opinión de su mandante. Había una efectividad inmediata en su labor, porque lo que anunciaba entraba en vigor en el momento del anuncio. El caso del heraldo cristiano -si bien nutre su figura del heraldo de su tiempo- tiene algunas diferencias con él, porque el Evangelio que proclama no es un mensaje para ser colocado en una pared, sino uno que tiene una dinámica vital: anuncia la vida, proclama a Cristo como Señor. Y no vacila en su pregón, a pesar de la paradoja que ésta encierra: anuncia la muerte de Cristo como la única base para la vida. Los destinatarios de la comunicación no se reducen al círculo de la iglesia. El predicador anuncia su mensaje a todos, y es capaz de ver el mundo como su parroquia. El contexto del mensaje está allí, en la humanidad.

  Al predicador lo debiera caracterizar el conocimiento profundo de la Biblia. Hubo un tiempo cuando algunas denominaciones no ordenaban al ministerio a un pastor a menos que conociera a David, es decir, los Salmos, de memoria. No cabe duda de que hoy hay algunas diferencias.

  La historia rescata un incidente descriptivo y luminoso al respecto. Cuenta Charles Haddon Spurgeon, el notable predicador inglés, que cuando George Wishart, obispo de Edinburgo, fue condenado a muerte a pesar de. todos los pedidos para que se conmutara la pena, se le otorgó, según la costumbre de la época, permiso para que recitara un salmo antes de la ejecución. Wishart eligió el Salmo 119, y cuando transitaba por los dos tercios del salmo oportunamente elegido, llegó el indulto. Seguramente usted coincidirá en que el fin del episodio hubiera sido muy diferente si el obispo hubiera elegido el Salmo 117.

  Además de conocer la Escritura el predicador debiera ser un pensador, un productor de ideas, un generador de reflexión. Un hombre que desarrolla una curiosidad permanente por clarificar los conceptos y descubrir nuevas facetas de la verdad; alguien que emplea su mente para la gloria de Dios, y que con su inventiva es capaz de demostrar que no todo está pensado, y que hay nuevos caminos en los que se puede incursionar. De este modo, se forja el aporte a la reflexión teológica de la época.

  Es obvio decir que el conocimiento de la Biblia que tenga el predicador debiera ser asistido por las herramientas adecuadas que le permitan realizar una interpretación correcta de la Escritura y así podrá comprender, por medio de la integración de las diferentes técnicas exegéticas, cuál es el pensamiento del autor bíblico y el objetivo de Dios al inspirar el texto estudiado. Este rasgo identifica al predicador como un teólogo, un erudito en la ciencia divina.

  En algunas ocasiones y en ciertos círculos, se escuchan quejas en cuanto a la pobreza de pensamiento que brota de ciertos púlpitos y que produce en las almas una sensación de vacío y de incertidumbre. Esa proclamación hueca, carente de sentido, de ideas y hasta de Cristo, no sólo es incompatible con el llamamiento recibido, sino que tiene devastadoras consecuencias, especialmente entre la juventud. Se sabe que una de las causas por las que los jóvenes tienden a abandonar la iglesia es por la baja calidad de los sermones que escuchan. La única salvaguarda contra este mal consiste en la lectura permanente de la Biblia y del material teológico contemporáneo, así como también en la reflexión y el diálogo con todos los sectores de la iglesia y la comunidad.

  Pero el predicador no sólo debiera cuidar el contenido del mensaje, sino también la forma como lo entrega. Cada mensajero debiera percibir los cambios en los tiempos, y adaptar con precisión la forma de la comunicación al momento en que vive. De este modo, podrá emplear la proclamación del sermón (la forma tradicional), sin exceptuar otros estilos que armonicen con los contemporáneos, como el diálogo, el relato, la enseñanza, la dinámica grupal, etc.

  El predicador ha de ser un observador de los tiempos para predicarle a los tiempos. Nuestros sermones no debieran ser meros informativos de sucesos que impactaron a la comunidad o al mundo, salpicados de textos bíblicos y nutridos de abundantes citas del espíritu de profecía. (Esta no es más que una forma facilista que puede reducir la potencialidad y la dinámica del predicador a la mínima expresión.) Su conocimiento de los tiempos no consiste en conocer todos los detalles y minucias de la historia contemporánea; cuántas guerras hubo en este siglo, cuántos terremotos, el porcentaje de crímenes de la última década y el coeficiente de violencia de este año comparado con el del año pasado. En algunos sitios se escuchan sermones que no son otra cosa que detalladas estadísticas de las maldades contemporáneas. Pero predicar a los tiempos es algo diferente: es tener un sentido del kairos, del tiempo oportuno, del lapso signado por determinadas circunstancias. Debiéramos tener la sensibilidad del profeta que no sólo dice: “Así dice el Señor”, sino también “El tiempo ha llegado”. Cuando analizamos las profecías detectamos que en determinados momentos de la historia se levantaron hombres que definieron una época y que produjeron tanto pensamiento que no sólo quedaron en la historia y la fama sino que alteraron el ideario y la filosofía de la época. Por otra parte, el predicador no es un enfermo de ficción, sino un hombre comprometido con la realidad de Dios, que conoce con pericia la época en la que vive. Es esta visión profunda y penetrante de la realidad la que le permitirá determinar las circunstancias, el marco, el ambiente, el Sitz im Leben, en el que se producirá el mensaje.

  Pero el predicador no sólo debiera vivir en permanente diálogo con la realidad en que está involucrado, sino también con la verdadera realidad: la de Dios. Ha de ser un interlocutor de Dios, un hombre que está en permanente comunión con el Altísimo. Así hizo Enoc, que vivió en estrecha relación con el Cielo, y se acercaba a los hombres para comunicarles cuál era la voluntad divina. El predicador es un ciudadano de dos mundos, pero más que eso, en la sencillez de la expresión bíblica es un hijo de Dios, elegido por el Altísimo, consciente de su llamamiento y dispuesto a transmitir la voluntad de Dios y reflejar su carácter.

  Esta relación le permitirá al predicador tener una perspectiva renovada de sí mismo; se considerará un instrumento del Espíritu; un medio por el que Dios comunica la salvación a todos los hombres.

  El predicador adventista debe ser una voz que proclama el advenimiento y anhela profundamente ese acontecimiento. No está demás distinguir el significado de futuro y de advenimiento. La voz futura (de futurum) significa la actualización venidera de las potencialidades que existen en las cosas. Pero adventos es la aparición de algo nuevo, que no está en las cosas, ni en la potencialidad que ellas tienen. Futuro es la maduración del presente. Advenimiento es la llegada de lo que es totalmente nuevo. Y el anuncio del advenimiento es lo que otorga al hombre moderno una visión liberadora, que lo motiva y lo impulsa hacia la Nueva Jerusalén. Este rasgo es el que hace del predicador un portavoz de la esperanza.

  El predicador debiera ser un expositor de la Biblia. Posiblemente, el único método que permite que esta comunicación se produzca con total transparencia es el sermón expositivo -no muy común en nuestro círculo-, porque ciñe el tema y su desarrollo al proceso lógico y al desenvolvimiento natural del pasaje elegido. Durante muchos años nuestra iglesia afronto errores doctrinales y diferentes ataques pergeñados contra ella. Esto determinó que se esgrimiera la predicación temática y apologética. Y no cabe duda que esa práctica signó una época. Pero los sermones expositivos no son apologéticos, sino que sencillamente exponen y explican el texto bíblico dentro de su contexto histórico, geográfico, filosófico, costumbrista y religioso. Este es un método por el que el pasaje habla con la misma naturalidad con que lo hacía en su tiempo.

  Por otra parte, en ciertos círculos se observa no sólo una tendencia temática, sino también psicológica, orientada a la atención de los problemas del individuo -es posible, que esta sea una reacción a la dieta predicativa de las décadas del treinta y del cuarenta, que se componía exclusivamente de profecía y doctrina. Esta propensión nos puede llevar a resaltar lo humano, cuando el epicentro de nuestro mensaje debe ser lo divino.

Conclusión

  ¿Qué es un sermón? ¿A quién debe exaltar el predicador? Dijo San Pablo: “Porque no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo…” (2 Cor. 4: 5). Es evidente que el sermón genuino no se limita a la proclamación (kérugma). También es una demostración. Porque si bien proclama a Cristo, demuestra fehacientemente que él es el Camino, la Verdad y la Vida (Juan 14: 6) por medio del estilo de vida de sus seguidores.

  La iglesia nació cuando los primeros creyentes reconocieron a Cristo como Señor, y creció cuando los incrédulos vieron el mensaje encarnado en sus seguidores y comprendieron que Aquel que era Señor de los cristianos, también podía ser el Señor de ellos.

  La predicación del Nuevo Testamento pudo ser creída cuando fue validada por la vida de los predicadores, porque Jesús era el Señor de sus vidas. “Porque no nos predicamos a nosotros, sino a Jesucristo”.