Si queremos ser escuchados y ser reconocidos en nuestro liderazgo dentro o fuera de la iglesia, debemos ser auténticos.

“Lo que vemos es lo que obtenemos”. Los veteranos de la computación saben lo que eso significa. Cuando trabajamos sobre un teclado y luego imprimimos lo que hemos escrito o creado, obtendremos en papel lo que vemos en la pantalla. Esa frase expresa de manera sucinta lo que la mayoría espera cuando se asocia con otros, especialmente sus líderes: quieren obtenerlo que ven, la persona real, no algún individuo que actúe, que esconda su verdadera identidad detrás de una máscara construida consciente o inconscientemente.

La gente busca la autenticidad, pero, ¿qué significa “ser auténtico”? El diccionario define auténtico como “verdadero, digno de confianza, puro, no falso, que se ajusta al original”. Los jóvenes tienen la asombrosa habilidad de oler la falsedad a un kilómetro de distancia. Si no eres genuino, olvídalo. No les sirves para nada.

Los cristianos no siempre tuvieron una buena reputación en cuanto a autenticidad se trata. Para algunos, la palabra cristiano virtualmente es sinónimo de hipócrita. La iglesia, dicen, quizás se vea muy buena por fuera, pero por dentro no es digna de confianza. Algo así como los productos que podemos comprar de vendedores callejeros: relojes caros por muy poco dinero.

Cuando las cosas resultan no ser auténticas, este puede ser un asunto serio. Producir y vender productos falsos fácilmente puede llevar a la gente a juicio. Pero una consecuencia mucho más seria que producir y vender productos falsos se da cuando los que profesan ser cristianos resultan ser falsos. En mi país, tenemos un dicho: Darle la mano a un cristiano es un asunto riesgoso: ¡cuenta tus dedos después de hacerlo! Trágicamente, muchos no cristianos asocian la palabra iglesia con engaño, “tejemanejes”, políticas y, en particular, codicia y dinero. En el mejor de los casos, algunos le dirán que encuentran que la iglesia es una institución completamente anticuada y totalmente irrelevante.

Como cristiano comprometido, con frecuencia me pregunto si la religión de las personas que veo, conozco o me entero, es real. Por ejemplo, ¿qué debemos pensar de nuestros políticos que enfatizan, una y otra vez, que son cristianos que volvieron a nacer, mientras que muchas de sus acciones no demuestran los valores cristianos? Veámoslo más de cerca: muchos pastores y líderes eclesiásticos pueden hablar de ocasiones en que la mayoría de los miembros de iglesia que se muestran piadosos son los que esconden muchos de sus actos pasados. Los mayores, que siempre critican a los jóvenes por su conducta, convenientemente se olvidan de su propia conducta, que dista mucho de ser perfecta. Juzgar a los demás se vuelve una cuestión muy peligrosa Al hacerlo, como Cristo nos recuerda, probablemente no nos demos cuenta de que tenemos una viga en nuestro ojo mientras nos asustamos por las diminutas manchas en el ojo de los demás (Mat. 7:3).

¿Qué espera la gente?

¿Qué ven los miembros de iglesia en los líderes; ¿qué esperan ver? No a alguien totalmente perfecto, pero sí a alguien que puedan respetar. No esperan que nunca nos equivoquemos, que nunca tengamos fallas ocasionales de sentido común ni que nunca tengamos fracasos personales. No esperan encontrarse con alguien que conozca todo o que tenga una solución instantánea para cada problema. Ni siquiera esperan tratar con los que nunca tienen dudas y que siempre están absolutamente seguros de todo lo que creen. Pero sí esperan que seamos genuinos y auténticos. Si queremos que nos escuchen, y esperamos que reconozcan nuestro rol de liderazgo; si queremos llevar el evangelio a una audiencia que nunca pisó una iglesia; si tratamos de relacionarnos con la gente secular seriamente -dentro y fuera de nuestras congregaciones-, debemos ser auténticos. De lo contrario, por más que lo intentemos, no sintonizaremos.

¿Cuáles son los ingredientes principales para la autenticidad? No existe un plan detallado y estratégico que, si se lo ejecuta cuidadosamente, nos transformará de alguien que mayormente desempeña un rol y se esconde detrás de una máscara, en una persona transparente, abierta y genuinamente auténtica. Pero aquí hay varios elementos que pueden ayudarnos a convertirnos en verdaderos y auténticos.

Honestidad. Si queremos ser auténticos, debemos aprender a ser honestos con nosotros mismos y con los demás, en particular con respecto a quiénes somos y con lo que ocurre en nuestra vida. Algunos somos extremadamente hábiles para ocultar quiénes somos en lo más profundo de nuestro ser, y a menudo hemos llegado a ser muy duchos en organizar una constante campaña propia de relaciones públicas. No obstante, la realidad de nuestra vida puede diferir tremendamente de la imagen de nosotros mismos que intentamos promover. Algunos quizás no seamos el esposo atento o la esposa abnegada que fingimos ser. Algunos tal vez no seamos tan concienzudos en todos los aspectos de nuestros deberes pastorales o administrativos como nos gustaría que crean los que nos rodean. Y, peor aún, algunos en una de esas no tenemos la vida espiritual profundamente arraigada y genuina que sugerimos tener cuando hablamos con la gente o le predicamos.

La verdad puede permanecer oculta por largo tiempo. La triste realidad sigue siendo que algunos que asisten fielmente a la iglesia -incluso personas muy activas- no tienen una vida espiritual personal significativa. Algunos pueden afirmar que son cristianos, pero engañan secretamente a sus cónyuges. Algunos pueden ser ancianos de iglesia, pero no devuelven fielmente el diezmo. Las investigaciones muestran que hay pastores que casi nunca leen la Biblia ni oran fuera de sus compromisos profesionales. Pero, tarde o temprano, se exteriorizará. Y, ya sea que nos guste o no, hay gente a nuestro alrededor que tiene una habilidad asombrosa para oler que algo no cuadra en la vida de su pastor.

Asegúrese de persistir en la honestidad. Haga un inventario personal y, si no le gusta lo que ve en su vida, entonces ore y permita que Dios cambie su vida. Tal vez necesite algunas confesiones. Tal vez requiera pedir perdón: a Dios, al igual que a los seres humanos. Pero al ser honesto finalmente se ganará el respeto. Con vivir una mentira no se gana ese respeto; al final solo trae desilusión.

Reconocer las dudas. Admitir que a veces tenemos nuestras dudas no debilita nuestra función de liderazgo. Los que dicen que nunca tuvieron dudas, o nunca tuvieron una reflexión profunda o se están engañando a sí mismos y a los demás. Todos los cristianos, incluyendo a los pastores, a veces tendrán que enfrentarse con la duda. La cuestión yace no tanto en si tenemos dudas, sino más bien en lo que hacemos con ellas. ¿Acariciamos las dudas y afirmamos que nuestras dudas son el resultado de nuestra inteligencia superior? ¿O buscamos más profundamente? ¿Luchamos con nuestras preguntas, una por una, y leemos, conversamos y oramos para hallar respuestas?

Enfrentar la vulnerabilidad. Hablar siempre de nosotros mismos sería un error. Después de todo, lo que tenemos para decir, en nuestro papel como líderes cristianos, no tiene que ver con nuestra persona. Sin embargo, debiéramos estar abiertos con respecto a nosotros mismos y no guardar secretos no solo de las cosas que han salido bien en nuestra vida, sino también de las cosas que no salieron tan bien o de los momentos en que fallamos. Me llevó algún tiempo aprender esto, pero he descubierto que muchas personas están más inclinadas a escucharme cuando perciben que se están conectando con alguien que conoce por experiencia propia de lo que está hablando. Esto desarrolla su voluntad para comunicarse conmigo cuando perciben que no soy un extraño para muchas de las cosas con las que luchan actualmente.

Uno de los mayores chascos para muchos obreros eclesiásticos ocurre porque sus propios hijos no han tomado las decisiones correctas que ellos esperaban. Muchos hijos de las familias de los pastores no forman parte de la iglesia. Algunos ni siquiera han retenido los valores cristianos básicos que sus padres trataron de inculcarles. Yo tengo dos hijos adultos. Estoy orgulloso de ellos. Llevan vidas positivas y disfrutan de una buena relación con sus padres. Pero ellos no decidieron unirse a la iglesia por la que he trabajado tanto durante más de cuarenta años hasta ahora. Por muchos años, solía ser poco explícito cuando los miembros de iglesia me preguntaban si mis hijos se habían unido a la iglesia. Sin embargo, hace algún tiempo decidí que sería más abierto en este sentido, aunque eso perjudicara mi prestigio como líder de iglesia. No obstante, para mi sorpresa, he descubierto que la mayoría de los miembros de iglesia que se enteran de que mis hijos no son miembros de iglesia no son sentenciosos y no se preguntan, al menos no públicamente, qué falló en nuestra familia. Muchos de ellos tienen la misma experiencia y me hablan de eso con mayor disposición ahora que les hablé de mi desilusión. Saben que puedo entender su difícil situación porque me hice vulnerable (sí, con dificultad) en este aspecto.

Escuchar las historias de los demás. A veces se me hace difícil dedicar tiempo a escuchar las historias de los demás. Sí, me doy cuenta de que la gente actualmente busca que alguien la escuche. Los que miran televisión quieren ver gente detrás de las noticias; quieren saber más acerca de los famosos y de la realeza. Los periódicos y las revistas abundan en entrevistas y noticias de personas. A menudo, el método de recopilar información va mucho más allá de lo que consideramos aceptable, pero esto es lo que vende.

La gente quiere ver una foto real de nosotros y, dentro de los límites, tiene derecho. Pero nunca olvide que la gente está muy ansiosa de contarle su propia historia. La gente actualmente tal vez rechace las historias extraordinarias (las llamadas metanarrativas), pero aceptan las historias pequeñas, locales y personales. Las verdaderas relaciones no se dan hasta que contamos nuestras historias personales de quiénes somos realmente y quiénes son realmente las personas con las que nos conectamos.

Actuar auténticamente. La mayoría de los miembros de iglesia quieren pastores que, en sus opiniones teológicas, no se desvían demasiado del adventismo moderado, pero ni los adventistas ni los no adventistas se impresionarán con nuestra ortodoxia teológica si las decisiones que tomamos en nuestra vida no reflejan la ética y los valores cristianos básicos. Hay mucha más gente interesada en saber que somos individuos de calidad; pastores que tenemos un interés genuino en quiénes son y lo que sienten, que en escuchar nuestras posturas en toda clase de nimiedades teológicas. La mayoría considera que es mucho más importante que seamos personas honestas que cumplimos con las promesas que hacemos, que asegurarse de que entendemos todas las interpretaciones teológicas. Esto no quiere decir que las creencias doctrinales no tengan importancia, pero no nos cansamos de recalcar el cambio que ha ocurrido tanto en la mente de muchos miembros de iglesia como en las personas que no están conectadas con ninguna iglesia Antes de que nos escuchen, deben estar convencidos de que somos auténticos.

La máxima prueba de fuego en el mundo actual no es si las cosas que predico son bíblicamente ciertas y defendibles, sino si la gente por la que trabajo y con la que me asocio ve que las cosas que proclamo y promuevo han llegado a ser una realidad concreta en mi propia vida. Mi fe ¿ha cambiado indudablemente las prioridades de mi vida diaria? Eso es lo que quiere ver la gente. Mi creencia en la segunda venida de Cristo ¿ha influido en los valores por los que vivo? Mi convicción respecto del día de reposo sabático ¿realmente me ha provisto de una franja de tiempo semanal que sea diferente del resto de la semana y, evidentemente, se ha convertido en un tema central para mi crecimiento espiritual? Mi creencia en la vida en el más allá ¿no solo me ayudó a encontrar el tema para los sermones de sepelios, sino también me dió la paz interna que se refleja en lo exterior?

¿La gente ve que mi vida es auténtica, que importa? Hace algunos meses, me pidieron que predicara en el funeral de un buen amigo. Aunque él tenía un origen cristiano, nunca supe con detalle lo que él creía; ese era un ámbito de su vida en que nadie podía entrar, ni siquiera su esposa. Pero era una persona extraordinaria y un amigo leal. Para mi discurso en su funeral, me basé en una oración que la familia había incluido en el obituario que colocaron en los periódicos: Su historia no ha concluido. Estas palabras expresaban su convicción de que había vivido realmente. Había una historia, aunque incompleta, que valía la pena escuchar.

Cuando la gente que nos rodea nos mira, ¿qué ve? ¿A alguien que vive una vida auténtica y deja huellas que vale la pena seguir y una historia que vale la pena escuchar? ¿Ven a un mayordomo fiel que siempre actúa con integridad? ¿A un discípulo genuino del Señor Jesucristo? ¿A una persona que siempre intenta relacionarse con los demás de una manera verdaderamente cristiana? ¿A alguien que es transparente y de confianza en todo sentido? ¿No solo ocasionalmente, cuando tenemos un buen día, sino 24 horas al día, 7 días a la semana?

El ejemplo supremo

Llegar a ser auténtico es un proceso que nunca podemos completar: siempre seguirá siendo una obra en progreso. Encontramos completa autenticidad solo en Jesucristo. Él fue quien fue y es quien es. El proceso para llegar a ser auténtico, por lo tanto, es llegar a ser más semejantes a él. Pablo nos insta: “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres” (Fil. 2:5-7).

Lo que se aplica a nosotros individualmente también se aplica a nosotros como una comunidad de fe. La pregunta no se limita a: ¿Soy una persona auténtica? La pregunta tiene una continuación: Mi iglesia ¿es una comunidad que irradia autenticidad? ¿Es una comunidad abierta que atrae a la gente, porque está claro que se preocupa por las personas y vive a la altura de lo que aparenta ser? La iglesia a la que servimos no se transforma en una comunidad verdaderamente auténtica simplemente hablando o escribiendo al respecto. Las consignas en sí no son suficientes.

Para llegar a ser auténticos, individual y colectivamente, se requiere una respuesta positiva a la invitación de Dios. Pero si no somos auténticos, no existe ninguna esperanza de conectarnos genuinamente con la gente que tratamos de servir. Nuestra autenticidad es una invitación para que los demás respondan al llamado de Dios.

Sobre el autor: Pastor jubilado, ex presidente de la Unión Holandesa.