Ya habrá visto usted el pueblito desconocido que aparece en el matasellos de mi carta, y también mi firma. Usted no me conoce.
Le escribo acerca de una visita que irá a su iglesia esta semana. Con una congregación tan grande como la suya, difícilmente podrá reconocer a todos los visitantes. Sin embargo, aunque sea difícil acceder a mi pedido, quisiera rogarle que haga todo lo posible por hablar con esta persona. Dígale algo especial.
Creo que tengo el deber de contarle acerca de Juana. Fue mi compañera de dormitorio en el colegio. No asiste a la iglesia. No lo ha hecho durante años, desde su matrimonio. No es que haya cambiado la iglesia por el esposo; supongo que no le importó mucho y que encontró más fácil no asistir. Le he escrito y he orado mucho por ella, y ahora, por fin, ha decidido visitar la iglesia. “Bueno, esto te hará sentir feliz, Ana —decía en su carta—. Iré a la iglesia el sábado que viene. Lo haré por ti”. No es muy importante el motivo, lo reconozco. Pero irá. Esto es todo lo que puedo hacer desde acá.
Le ruego que no la juzgue por su manera de vestir. Parecerá indiferente y tremendamente mundana. Y aunque su peinadora es la única que puede decirlo con seguridad, usted sospechará del rubio dorado de su cabello bien peinado. Temo que su apariencia exterior mantenga alejado de ella el calor que necesita sentir. La conozco muy bien y sé cuán solitaria y triste se encuentra porque se alejó de Dios.
Trataba de ser dura y descuidada hacia Dios cuando compartí la habitación con ella ese año escolar. Éramos tan diferentes entonces, y tal vez por eso mismo nos hicimos tan amigas.
Pensaba en las niñas como ella —niñas que se interesan únicamente en los muchachos y los vestidos. Los trabajos de clase no las absorben, tampoco participan en actividades especiales ni en los clubes. ¿Qué escriben las chicas como éstas? ¿de qué hablan? ¿qué esperan del futuro? Tuve la oportunidad de averiguarlo. Quedé sorprendida.
Juana era generosa y honesta, pero había descubierto la manera de enmascarar estas virtudes. La he visto sonreír fríamente en una reunión de testimonios y hablar descuidadamente con una amiga al volver al dormitorio, y luego llorar en su almohada y decir: “¿Por qué no puedo amar a Jesús? ¿Por qué no puedo vivir de manera que no resulte ridículo decir que lo amo?”
Quería ayudar a Juana. Me alegré cuando comenzó a hacer el culto regularmente conmigo.
Cierto día cuando me lavaba el cabello, oí entrar a Juana mientras hablaba con dos de sus amigas. Juana decía: “Pero la Hna. White no es de la manera como ustedes piensan. Es que estaba muy interesada en nuestros problemas. Deberían leer ustedes mismas. La quiero mucho. Quisiera haber sido hija suya”.
Tuve que sonreír.
El problema de Juana parecía centrarse en su apariencia personal. Tenía buena figura y se esforzaba por embellecerla más aún, a fin de mantener su popularidad. Solía brincar en el césped diciendo: “¡Me alegro tanto de ser una chica!” También se alegraban los muchachos del colegio. Aparte de su figura, había recibido la bendición de una energía incansable y una abundancia de alegría.
Sin embargo, ese mismo éxito era la causa de su falta de experiencia espiritual. Probablemente ninguna de las dos comprendíamos que esas dos cosas eran casi mutuamente excluyentes. Además del elemento falta de tiempo que ella esgrimía continuamente, la alegre imagen que había creado estaba sutilmente en guerra con cualquier experiencia real de profundidad espiritual. No parecía malo divertirse tanto, ¿y quién podría decir que sus amistades y sus citas eran pecaminosas? Solía considerarla en forma filosófica. Parecía tan extraño que su debilidad fuera tan real como la mía, que se refería a la honradez y la competencia, tan real como la de las chicas que luchaban con la inclinación a chismear, mentir o leer novelas. Me preguntaba cuántas otras chicas estarían tan ocupadas como para tener momentos de meditación vital, si fueran tan populares como Juana. Era como si la estructura de sus huesos, sus propios genes, estuviesen contra ella.
Resultó difícil mantenerla todo el año en el colegio. Anhelaba más dinero y más libertad. No volvió al año siguiente.
Después de trabajar un tiempo, Juana se casó con un joven de éxito. Sus cartas han estado llenas de felicidad, con solamente rasgos ocasionales de tristeza —como aquella vez cuando me contó de la recolección. “Escuché esa música, Ana, y ya sabía de qué se trataba. Cuando una persona llamó a mi puerta, me avergoncé tanto de la pintura de mis labios y de mis pulseras. Quería detenerlo y decirle: ‘No me lo explique, porque ya lo sé’. Pero yo no me diferenciaba en nada de tanta otra gente a quien él había recolectado, así que me limité a darle todo el dinero que tenía en casa, y lloré durante una hora después de que se fue. Recuerdas cuánto detestaba la Recolección. Debió haber sido la música y su rostro feliz y ferviente”.
Ahora visitará por fin la iglesia. Ya es madre y tal vez ahora se entregue a Cristo. ¿Podría ayudarla? No importa cuál sea el tema que presente, repita que Jesús la ama.
Al pensar en usted y en Juana, comprendo que debe haber algunas personas como ella en su iglesia cada semana visitas que asisten una vez. Visitas que no piensan volver, pero que acuden a la iglesia en vista de alguna relación pasada con algún miembro. Probablemente usted ha pensado en ellas, pero por si no lo ha hecho, quise hablarle de Juana.
He asistido a una iglesia grande. Conozco el temor que se siente de hablar a alguna persona desconocida por miedo a que le digan que han sido miembros de esa iglesia durante más tiempo que uno. Ahora trato de no descuidar a las visitas que acuden y por las cuales tal vez alguien ha estado orando. Si tan sólo alguien le hablase a Juana. Alguna hermana Dorcas, tal vez al ver que su hermoso traje está hecho a mano, le hable de las actividades de la sociedad. Parecería incongruente, pero esa clase de cosas le agrada a Juana. Sé que asistiría a las reuniones y trabajaría incansablemente en las actividades de la sociedad. ¿Quisiera pensar durante un momento en Juana, cuando esté en el púlpito este sábado, pastor? No sólo porque ella es mi amiga y porque no he logrado trabajar por ella tan fervientemente como debería haberlo hecho, sino porque su nombre podría aparecer pronto ante el trono de luz. El que su nombre permanezca en el libro de vida del Cordero o que sea borrado, depende enteramente de Juana. Pero nuestra influencia, pastor, aparecerá registrada con infinita exactitud en los libros celestiales.