Un joven deprimido y perplejo estaba en presencia de Jehová. Había sido comisionado para que llevara un mensaje de advertencia y censura a su propio pueblo. Pero, ante la magnitud de la obra que se le había confiado, se sentía débil y oprimido a causa de su propia incapacidad.
—¡Ah! ¡Ah, Señor Jehová! He aquí, no sé hablar, porque soy niño —exclamó tembloroso.
Era una tentativa para evadirse del cumplimiento de esa solemne comisión. Pero Jehová, con el propósito de alentar al vacilante mensajero, le dio una misión, y después le preguntó:
—¿Qué ves tú, Jeremías?
El profeta había visto dos cosas bien significativas: una vara de almendro y una olla que hervía cuya faz estaba hacia el norte.
La vara de almendro nos recuerda la vara utilizada por Dios para confirmar el llamamiento de Aarón. (Núm. 17). Y la olla que hervía era un símbolo de los terribles juicios de Dios que caerían sobre la ciudad impenitente.
Después de esta visión significativa, el joven profeta escuchó silenciosamente el solemne mandato divino:
“Tú, pues, ciñe tus lomos, levántate, y háblales todo cuanto te mandé; no temas delante de ellos, para que no te haga yo quebrantar delante de ellos” (Jer. 1:17).
¡Qué extraordinaria fue la obra realizada por Jeremías! Durante cuarenta años, como testimonio de la verdad y la justicia, se levantó en Judá como torre y fortaleza contra la cual la ira del hombre no podía prevalecer.
¿Qué ves tú?
Guillermo Booth y su esposa Catalina vieron las conmovedoras necesidades de los miserables pobladores de los sórdidos tugurios de Londres, e iniciaron una obra extraordinaria que los condujo a la fundación del Ejército de Salvación.
Hudson Taylor vio en el interior de la legendaria China a millones de almas sin Cristo y sin esperanza. Sintiendo el tremendo peso de la obra que debía realizar, escribió: “En China muere mensualmente un millón de almas sin el conocimiento del Evangelio. Este pensamiento estremece mi espíritu y me perturba el corazón”.
Roberto Moffat mirando hacia el norte desde su casa vio el humo que ascendía desde las aldeas que nunca habían oído hablar de Jesucristo. En una memorable reunión misionera celebrada en 1839, declaró: “He visto muchas veces el humo de mil aldeas en las que el pueblo vive en las más densas tinieblas espirituales. ¡El humo de mil aldeas! ¡El humo de mil aldeas!”
Estas palabras, como un impacto despertaron el ánimo de David Livingstone, que, sin reserva se entregó a la obra de llevar las buenas nuevas del Evangelio hasta el más recóndito interior del enorme y desconocido continente.
Y tú, ministro del Señor, ¿qué ves?
El célebre mariscal Blücher cierta vez subió a la torre de Londres para contemplar la ciudad. Los ojos del guerrero prusiano, viendo la gran ciudad, brillaron al exclamar: ‘‘¡Magnífica ciudad para un asalto!” Cristo contempló a Jerusalén, la ciudad rebelde, y lloró. El mariscal tenía sus ojos puestos en los despojos y Jesús su corazón puesto en las almas.
En cierta ocasión Jesús vio una ondulante multitud y el corazón se conmovió de simpatía. No se sintió impaciente porque su reposo se veía interrumpido. Al observar al pueblo que venía a buscarlo, vio una necesidad aún mayor que debía ser atendida. Tuvo compasión de ellos porque eran como ovejas sin pastor. Dejando su retiro, encontró un lugar apropiado para atenderlos.
¿Están nuestros ojos también listos para percibir las necesidades de las multitudes que desconocen el poder redentor de Cristo?
Juan Williams, el misionero de las islas de Oceanía escribió: “Es nuestro deber visitar las islas adyacentes. Un misionero nunca fue designado por Jesús para organizar una congregación de cien o doscientos miembros, y entonces quedarse tranquilo, como si todos los pecadores estuvieran convertidos, mientras millares… viven y mueren sin el conocimiento del Evangelio. Por mi parte, no puedo contemplarme dentro de los estrechos límites de una sola isla”.
Los ojos de este valiente y consagrado misionero siempre estaban vueltos hacia las otras islas que aún no habían sido conquistadas para el Evangelio.
Y tú, mensajero de Dios, ¿qué ves? Tal vez una congregación de cien o doscientos miembros, pero ¿estás contento dentro de los estrechos límites de una iglesia conformista y apática?
“Alzad vuestros ojos y mirad los campos, porque ya están blancos para la siega” (Juan 4:35).