Mayordomía Integral

 No podía creer que estuviera huyendo en la oscuridad. ¿Por qué justamente él, que tenía el   brillante futuro por delante? Hasta ese día el mundo entero había estado al alcance de su mano, y acababa de perderlo. Podría haber llegado a ser el guía de los destinos de la nación más poderosa de la tierra. Pero ese futuro había quedado en el pasado.

 Mientras caminaba con sigilo, recordó los primeros días en la universidad, las primeras clases y los primeros compañeros. En pocos días se había convertido en uno de los líderes del grupo, y con el paso del tiempo se había destacado por su inteligencia. Su futuro era promisorio, y él lo sabía. Un rumbo claro hacia lugares prominentes había sido siempre la dirección segura de sus pasos. Pero ahora sus pies pisaban temerosos un camino oscuro e incierto.

 Desde joven había tenido una clara disposición hacia la justicia y la defensa de los pobres. Pero estas características, más un poco de suficiencia, lo habían llevado imprevistamente a la ruina: una pelea entre un amigo suyo y un extraño lo había convertido en un criminal. Se había descontrolado, y había hecho justicia por su propia mano. Ahora todo lo que tenía era un indeseable pasaporte al exilio.

 Mientras caminaba por los suburbios de la ciudad capital, pensaba en su futuro, y no podía creerlo, estaba acabado. Ahora debía pasar inadvertido, ser uno más del montón, cambiar de nombre. Tenía que irse lejos, tal vez al campo donde nadie lo conociera. Tal vez el paso del tiempo lo cambiaría, modificaría sus rasgos y su fisonomía y, así, tal vez, podría volver; pero no,… ya no sería posible. No sólo habrían olvidado su crimen, también lo habrían olvidado a él; y ya no podría realizar sus sueños.

 Pasaron los años, y el tiempo lo fue cambiando; pero nunca dejó de soñar con el regreso. Ya no lo llamaban las ansias de poder y justicia; sólo quería ver a sus padres, su familia, sus amigos. Los grandes espacios abiertos habían modelado su espíritu, y ahora era un hombre distinto. Ya nadie podría identificarlo porque había madurado y se había convertido en un hombre sereno.

 Pero cuando pensó que ya era tiempo de regresar, cuando dejó de tener temor, cuando se sintió seguro, Alguien lo reconoció, lo encontró; le había estado siguiendo los pasos todo el tiempo. La sorpresa fue muy grande cuando escuchó su nombre: “Moisés, Moisés, y él respondió: Heme aquí” (Exo. 3:4).

 Dios lo había estado observando, lo había visto cambiar, y lo había esperado. En ese momento, cuando Moisés pensaba actuar nuevamente, el Señor quiso hacerlo reflexionar porque lo necesitaba.

 Dios necesitaba a Moisés para que fuera el libertador de su pueblo que estaba en la esclavitud egipcia. Pero antes de entregarle la misión más grande jamás imaginada por él, Dios vino a examinarlo. De su respuesta dependía su decisión de encomendarle aquella misión. La pregunta fue la siguiente: “¿Qué tienes en tu mano?” Esta simple pregunta desató una catarata de inquietudes: ¿Qué tienes en tu mano? Quizá ¿de qué te han servido cuarenta años en el desierto? ¿Qué has hecho durante todo este tiempo? ¿No ibas a ser el gobernante más grande del mundo? ¿Dónde han ido a parar tus sueños? ¿Qué tienes en tu mano?

 Moisés miró sus manos y vio una vara de pastor de ovejas. Miró la inmensidad del desierto y vio centenares de ovejas que no eran suyas. Volvió a mirar sus manos, y dijo: “Una vara, Señor. Todo lo que tengo es esta vara”.

 Qué miserable se sintió al pronunciar esas palabras. No tenía nada. Había desperdiciado 40 años de su vida escondiéndose, ya era un hombre viejo, y todo lo que había logrado poseer era una vara.

 Sólo entonces, cuando Dios vio que Moisés era consciente de su condición, le dijo: “Échala en tierra”, dámela. Yo la quiero. Qué pedido tan extraño. Deshacerse de su vara, su única vara. Después de todo, era su herramienta de trabajo. La había usado para ahuyentar animales salvajes, para rescatar corderos atrapados. Su vara no era gran cosa, pero era todo lo que poseía. Y Dios quería que se desprendiera de todo lo que tenía. La vara no le servía de nada a Dios; en cambio, a él le era muy útil. Sin embargo, era Dios el que se la pedía, y no podría negársela. ¡Qué pedido más extraño! Cuando en un acto de amor abnegado, finalmente se desprendió de su única pertenencia, ésta se convirtió en una serpiente, “y Moisés huía de ella”, porque era venenosa (Exo. 4:3).

 No podía comprender lo que pasaba. La única pertenencia que tenía se volvía contra él; le había dado a Dios todo lo que poseía y ahora estaba en peligro de muerte porque no tenía con qué defenderse.

 Pero mientras huía, comenzó a comprender. Dios le había pedido aquello que lo ponía en peligro, porque quena librarlo de la muerte haciéndolo despojarse de lo que lo ataba a su situación actual, una situación miserable, sin futuro. Como si todo aquello fuera poco, Dios le dijo: “Extiende tu mano y tómala por la cola” (Exo, 4:4).

 “Señor”, protestó Moisés, “esto es demasiado. Te puedo dar todo lo que tengo, pero ¿también debo darte la vida?” Dios no le respondió. Dejó que la misma pregunta definiera su actitud. En el silencio de Dios, en medio de esa inmensidad sobrecogedora, moisés volvió a comprender el pedido de Dios.

 Primero debía demostrarle su amor y darle, no sólo su vara, sino también su vida, si fuera necesario; pero al mismo tiempo, Dios deseaba saber si Moisés confiaba en él, si tenía suficiente fe para cumplir con la misión. Entonces “el extendió su mano, y la tomó, y se volvió vara en su mano” (Exo. 4:4). Moisés había entendido finalmente el mandato de Dios.

Los dos principios de la mayordomía

 Es cierto que, tal como aparece arriba, la historia de Moisés tiene un poco de fantasía, pero no falta a la verdad. Hay lecciones muy importantes que podemos extraer de ella, algunas ya expresadas en los pensamientos que imaginamos pasaron por la mente del futuro dirigente de Israel.

 Hay dos grandes principios de mayordomía en esta historia. El primero es la obediencia, o cumplimiento del deber, la fe basada en el amor; y el segundo es la demostración de amor. Estos son, en definitiva, los principios de la mayordomía integral. Moisés cumplió con los requerimientos de Dios. Cada vez que recibió una orden estuvo dispuesto a obedecer, y además de esto, dio con desprendimiento lo que tenía, demostrando su amor y su fe en Dios.

 Quiero destacar la idea de que cuando aceptamos ser sus seguidores, Dios nos hace a cada uno de nosotros la misma pregunta: “¿Qué tienes en tu mano?” ¿Qué es eso que amas tanto, a lo cual te aferras con tanto amor? ¿Qué estás haciendo con lo que te he dado? Dios nos pide que le devolvamos lo que le pertenece, de lo cual nos hemos apropiado. Quiere que le demostremos nuestro amor y nuestra fe al entregarle lo que es suyo: el cuerpo, donde él mora, debe ser atendido correctamente. Los talentos, cuyo desarrollo está bajo nuestra responsabilidad, deben ser entregados enteramente a su servicio.

 ¿Y qué decir del tiempo? ¿Estamos cumpliendo con nuestro deber de guardar el sábado como él nos pide? El amor es, lisa y llanamente, obediencia.

 El mismo principio se aplica para los bienes materiales: la mayordomía integral pasa por la devolución sistemática del diezmo, que no nos pertenece, porque es de Dios. Esto tampoco es amor, no es ni más ni menos que obediencia.

La demostración de amor

 En este segundo principio de la mayordomía integral, el Señor vuelve a preguntamos, ¿qué tienes en tu mano? Ya me has dado lo que es mío ¿qué harás ahora con el resto? ¿Cómo se manifestará tu amor hacia mí? Tenemos talentos, seis días de la semana y el noventa por ciento de nuestros bienes materiales para responder a esta pregunta, para que le demostremos nuestro amor. Ninguno de los pedidos de Dios es arbitrario. Tienen una razón de ser. Nuestro Padre quiere quitar nuestro yo del lugar prominente donde lo hemos colocado. Quiere desterrar de nosotros al padre de todos los pecados: el egoísmo. Yo diría que es “el veneno” del egoísmo. Él quiere que nos despojemos de todo aquello que tenemos en las manos y que lo amemos a él. Lo más interesante es que esta actitud de desprendimiento que Dios nos pide siempre tiene una doble dirección. Dios nos amó primero, dándonos la vida y todo lo que tenemos; y nosotros le devolvemos el amor, poniendo todo a su disposición. Al mismo tiempo, al darle amor, estamos aprendiendo a despojarnos del egoísmo y comenzando a prepararnos para recibir mucho más de él.

 Tal vez alguien podría pensar que Dios es muy exigente. Siempre que da, reclama una parte en retribución; y además pide que le demos del resto voluntariamente, una cantidad mayor. Pero pensemos un momento qué valor tiene para el cielo lo que tenemos los seres humanos. No nos engañemos, porque lo que para nosotros es muy precioso, para él no vale nada: él está más allá del tiempo; nuestros talentos son insignificantes comparados con su sabiduría; nuestro cuerpo es tan frágil, que en cualquier momento podría dejar de existir; y nuestro dinero es miseria comparado con su gloria y dominio universal.

 En realidad, lo único que Dios busca es beneficiarnos: desterrar el egoísmo de nuestro ser, y que le devolvamos voluntariamente el amor y la fe que tenemos en nuestro corazón.

Estoy muy ocupado

 Pero estamos tan ocupados, que no tenemos tiempo para demostrarle nuestro amor a nuestro Dios. Estamos tan ocupados buscando qué comer; tan ocupados, buscando dónde descansar; tan ocupados, buscando más conocimiento; que los días, los meses y los años se van pasando, sin que tengamos tiempo para decir: Señor, te amo, confío en ti, te quiero dar lo que tengo, porque sé que tú no me desampararás. El amor y la fe son los dos grandes principios de la mayordomía integral.

Sobre el autor:  Es pastor y director de Desarrollo Integral, Asociación del Sur de California.