Caminaba Saulo por la arenosa vía rumbo a Damasco, “respirando amenazas y muerte” contra los discípulos de Jesús. Investido con la autoridad conferida por el Sanedrín, se dirigía hacia la antigua ciudad siria trazando planes siniestros, animado por el insano deseo de desbaratar el nuevo movimiento religioso.

Pero a media jornada, cuando el sol casi llegaba al meridiano en las proximidades de Salaijé, hermosa saliente del monte Líbano, una luz refulgente, más brillante que la del sol, rodeó al arrogante e inquieto viajero que cayó atemorizado y vencido. Ciego, postrado en el polvo de la transitada vía sintiéndose enteramente dominado, y deseando saber quién era su poderoso contendor, preguntó:

— ¿Quién eres, Señor?

—Yo soy Jesús, a quien tú persigues —contestó la voz celestial.

Saulo sintió entonces el violento impacto de estar a merced del que lo había vencido. En esa inoportuna lucha que promovía contra el execrado Nazareno —lucha desigual, bien se ve—, fue subyugado en forma sorprendente e indiscutible.

Dominado por fuertes emociones, oyó las solemnes palabras de Jesús:

“Pero levántate, y ponte sobre tus pies; porque para esto he aparecido a ti, para ponerte por ministro y testigo de las cosas que has visto” (Hech. 26:16).

Pablo fue elegido para ser un ministro. ¿Pero qué es ser un ministro?

A veces pensamos que un ministro es alguien que solamente predica el Evangelio. Sin embargo el vocablo ministro encierra un significado más amplio y abarcante. Implica realmente la idea de ministrar al enfermo, al que sufre, al desalentado, de visitar a los pobres y hasta asistir a esos desventurados que se encuentran dentro de las paredes de una cárcel.

En síntesis, ser ministro significa andar en las pisadas de Jesús. La Sra. de White dice que no necesitamos ir a Nazaret, a Capernaúm o a Betania para andar en los pasos de Jesús. Añade que encontramos sus pisadas a los pies del lecho de los dolientes, en las chozas de los pobres, en las atestadas calles de las grandes ciudades y en cualquier lugar donde hay corazones humanos que necesitan consuelo. Haciendo como hacía Jesús cuando estuvo en la tierra, andaremos en sus pasos.

En estos tiempos de insensibilidad e indiferencia frente a las conmovedoras necesidades y desdichas humanas, debemos manifestar en nuestro ministerio la tierna simpatía del buen samaritano.

Los escritores del Nuevo Testamento se valieron de varias expresiones griegas para destacar otros aspectos de la obra del ministro.

Judas se llamaba a sí mismo siervo (dóulos), siervo del Maestro. Santiago se expresaba del mismo modo, y Pedro ponía de manifiesto su condición de “siervo del Señor”.

¿Pero qué es un siervo? Un siervo es, en realidad, un esclavo que no está sometido a los arbitrios de un amo severo, inflexible y cruel.

En la antigua economía judía, cada séptimo año era un período especial de liberación, cuando todos los esclavos eran puestos en libertad, en cumplimiento de la ley de emancipación. Si un esclavo rechazaba la libertad otorgada por la ley y prefería continuar sometido a su amo, como señal de sumisión voluntaria, era conducido ante el juez y allí su amo le perforaba la oreja derecha, y él seguía sirviéndole voluntariamente. (Exo. 21:6.)

Esta es la clase de servicio que surge entre un ministro y el Señor Jesús. Servimos voluntariamente a Cristo. Hay entre nosotros y el Redentor una unión permanente, un indisoluble vínculo de servicio.

Dios nos compró del mismo modo como se compraba a los esclavos. Nos adquirió con la sangre de Jesús. Ya no nos pertenecemos. Como los apóstoles, ahora somos siervos de Jesucristo separados para la obra del evangelismo.

Las Escrituras dan otro título al ministro: embajador (presbéuo).

Como embajador, Pablo se sintió compelido a trabajar por precepto y ejemplo en favor de la edificación de la iglesia de Dios. En su carta pastoral a la iglesia de Éfeso, escribió: “Orando en todo tiempo… por mí, a fin de que al abrir mi boca me sea dada palabra para dar a conocer con denuedo el misterio del Evangelio, por el cual soy embajador en cadenas” (Efe. 6:18-20).

Pensemos en lo que significa ser embajador. Cuando una nación envía un representante a otra, ese hombre se convierte en un intérprete del pensamiento del gobierno que representa; y naturalmente, el país elegirá solamente a un hombre de confianza para que lo represente en el exterior.

Como ministros, somos embajadores de Dios. ¡Cuán destacado es este privilegio!

Sin embargo, como embajadores de Cristo también tenemos responsabilidades que no podemos ignorar. No tenemos derecho de hablar lo que pensamos, sino solamente lo que el Señor desea que hablemos. No podemos aumentar, disminuir o modificar un mensaje cuya proclamación nos fue confiada.

En las páginas del Libro inspirado encontramos también el vocablo pastor (poimén), título de expresiva significación que también se da al ministro.

Esta expresión revive en nuestro espíritu algunas actividades bucólicas relacionadas con la vida de un pastor. Apenas despunta el día y él ya está frente a su rebaño, en busca de los verdes pastos para sus inquietas ovejas. Con tierna solicitud las conduce a los manantiales de limpias aguas, puras y refrescantes.

Como pastores, debemos conducir el rebaño, “la grey del Señor”, a los verdegueantes pastos del Evangelio, en cuyas páginas encontramos el alimento que satisface y las preciosas enseñanzas que ayudan en todas las circunstancias de la vida. Al conducirlos a los pies de la cruz, pondremos a su alcance el agua de la vida, la fuente de la salvación eterna. Únicamente así alimentaremos el rebaño que se nos ha confiado y llevaremos refrigerio a los corazones sedientos, ávidos de luz, ansiosos de perdón, reconciliación y paz interior.

El pastor, además, deja su rebaño en lugar seguro para ir al borde del abismo o al enmarañado monte en busca de la oveja descarriada.

La Sra. de White dice: “Se necesitan pastores que bajo la dirección del Príncipe de los pastores, busquen a los perdidos y extraviados. Esto significa soportar molestias físicas y sacrificar la comodidad. Significa una tierna solicitud para con los que yerran, una compasión y tolerancia divinas. Significa tener un oído que puede escuchar con simpatía lamentables relatos de yerros, degradación, desesperación y miseria” (Obreros Evangélicos, pág. 192).

El Señor nos constituyó pastores. Apacentemos, pues, el rebaño de Dios, “no por fuerza, sino voluntariamente” (1 Ped. 5:2).

Somos ministros del Señor, siervos del Dios grande, embajadores de Cristo y pastores del rebaño.

No estamos sirviendo a los hombres. Dios es nuestro dirigente. Su Palabra es nuestra guía. Su verdad es nuestro mensaje, y su amor es el que nos constriñe.