El pastor se ve, inevitablemente, atrapado en una “brecha de imagen.” ¿Existe alguna forma de salir de ella?

Revista: Ministerio Adventista

A un miembro de iglesia no le gusta la forma como usted usa su cabello, otro critica la manera como usted emplea su tiempo. Algunos piensan que su tratamiento es demasiado familiar; otros lo consideran almidonado. Algunos miran de soslayo su nuevo automóvil o tienen algo que decir de su guardarropas (o de la falta de él). Algunos desearían que usted fuera un funcionario social, que se integre a toda organización fraterna y de servicio; a otros les molesta cualquier tipo de compromiso con la comunidad.

No hay forma de escapar de la “brecha de imagen”.

La mayoría de las expectativas congregacionales se basan en una simple premisa que quizá no comparta: que usted es diferente. Su ordenación, en sus mentes, fue la afirmación de la iglesia de su condición única. Le guste o no le guste, se espera que usted viva a la altura de la imagen que ellos tienen del pastor.

Estas expectativas pueden ser ubicadas en tres categorías:

Como se lo ve a usted

No se sorprenda si su congregación desea que usted se vea de la forma como ellos imaginan a un ministro. Esto puede significar el uso de ropas de muy buena calidad, de tal manera que la ropa diga lo bien que ellos cuidan al pastor. O les puede interesar que usted luzca

humilde. Puede que deseen verlo con un atuendo clerical, algo así como un “uniforme” que haga una declaración pública de su lealtad a Dios. Después de todo, Gandhi tenía un aspecto diferente. La Madre Teresa también luce diferente. Jesús tenía ese manto especial sin costura, ¿de acuerdo?

La apariencia se ve gobernada por otras cosas además de la vestimenta. También es el estilo del corte de cabello, el peso, las manos, la complexión, la postura y el porte. Una de las desafortunadas consecuencias de vivir en el siglo XX es que la gente está condicionada a juzgar por las apariencias.

Y aun así, a Jesús se lo veía tan común que podía mezclarse con una multitud sin ser notado. En el clímax de su ministerio tuvo que ser señalado y entregado por un traidor. Escucho al Señor que me exhorta a no preocuparme por lo que habré de vestir o comer, y me pregunto si mi apariencia ciega a algunas personas para no ver la presencia de Cristo.

Lo que usted tiene

En una generación orientada hacia el consumidor, el valor de un ser humano a menudo se determina por sus posesiones… con una sola excepción: usted. No se sorprenda cuando los miembros de su congregación cuestionen su nuevo auto (“¿Está seguro de que puede tener un auto así?”), o el nuevo vestido de su esposa (“¿No es un poco extravagante?”), o aun su perrito de pedigrí (“¿Qué? ¿Qué usted compró un perro? ¿Cuándo hay docenas que los matan a poco de nacer?”).

Por supuesto, no hace ninguna diferencia el hecho de que los miembros de iglesia posean todas estas cosas y no piensen vivir sin ellas. Pero esperan que usted encuentre su placer en otra parte. Si bien no permito que los miembros de mi iglesia me digan qué debo comprar, recuerdo que las posesiones pueden interferir en el ministerio. Es difícil olvidar al joven rico cuyas posesiones le impidieron seguir a Cristo.

Lo que usted hace

Este es el campo de batalla más serio, e incluye dos áreas principales: sus compromisos personales y su desempeño en el trabajo.

Sin embargo, la mayoría de los problemas comienzan muy cerca de casa. “Conozco a un buen miembro de iglesia que no asistió a los cultos por cinco semanas, ¡y dice que Ud. nunca fue a su casa a tratar de averiguar por qué!”

Puedo recordar vívidamente la mirada de ira en los ojos de mi cuidador, jubilado ya, cuando me confrontó con esta pequeña gema en una reunión pública. Tuve que resistir el deseo de preguntar: “Si era tan buen miembro de iglesia, ¿por qué no estaba en ella?”, y traté en cambio de redirigir su atención al punto más importante, es decir, si mi función primaria era servir a manera de algún tipo de policía eclesiástico.

Supongo que usted podría levantarse con santa indignación cada vez que se ve atrapado en la “brecha de imagen”, demandando que la gente cambie sus expectativas. Pero sospecho que tal conducta sólo logrará dos cosas: alienar aún más a su congregación, e incrementar su presión arterial. Tiene que haber alguna forma mejor. Algo que esté entre la indignación y la conformidad para evitar mayores conflictos.

¿Cómo me manejo con aquellas personas cuyas expectativas me dejan sintiéndome vulnerable, abierto a la posibilidad de sentirme herido?

Debo mirar al Señor que a menudo se vio en situaciones donde alguien se sorprendió con su conducta. El supo ignorar un convencionalismo social que ya llevaba setecientos años, para pedir a una mujer samaritana que le diera un trago de agua. Dio un veredicto totalmente inesperado a una adúltera. Sorprendió a los invitados a la boda de Caná. Es casi como si diera la bienvenida al asombro de otros, como si la “brecha de imagen” fuese algo desafiante y excitante.

El también supo usar esa sorpresa como una oportunidad de enseñar. Trató con ellos bondadosamente. “Ni yo te condeno. Vete, y no peques más”. Quizá la oportunidad real que se nos ofrece no sea la  .perspectiva de alterar las expectativas de otros, sino tan sólo otra oportunidad para que seamos como Cristo, que habló con ellos inteligentemente y los trató con calidez.

Sobre el autor: Douglas Scott, al escribir este artículo, era rector de la Iglesia de Santo Tomás de Canterbury, en Smlthtown, Nueva York. Tomado con permiso de la revista Chrlstianity Today.