La negativa del opulento joven a abandonar su riqueza y seguir en pos de Jesús, aparentemente impresionó mucho a Pedro. En Mateo 19:27 leemos que le dijo a Jesús: ‘‘He aquí nosotros hemos dejado todo, y te hemos seguido: ¿qué pues tendremos?” Jesús no pasó por alto su pregunta, aunque tenía sabor de asalariado, sino que aprovechó la ocasión para establecer algunos principios básicos de la remuneración divina por el servicio rendido al reino de Dios.

Recurrió a la parábola del padre de familia para hacer notar que los que trabajan para el reino no ganan su recompensa. Así como algunos obreros recibieron el salario de un día por una sola hora de trabajo, Dios también dará a todos los que lleguen al cielo una recompensa muy superior a todo lo que puedan esperar. Será tan abrumadoramente generosa, tan superior a todo lo que puedan haber ganado, que olvidarán sus sacrificios y luchas más dolorosos experimentados cuando trabajaban para él en la tierra.

Si no podemos ganar la recompensa celestial, ¿cuál es el propósito del servicio? Ayudarnos a que nos preparemos para el cielo. Este pensamiento se destaca en el libro “La Educación.”

“Los que rechazan el privilegio del compañerismo con Cristo en el servicio, rechazan la única preparación que imparte idoneidad para participar con él en la gloria. Rechazan la preparación que en esta vida da fuerza y nobleza de carácter.”—Pág. 257. (La cursiva es nuestra.)

Entonces, el servicio es la provisión hecha por Dios para ayudarnos a desarrollar caracteres que nos habilitarán para el reino. Pero no todo el servicio que se efectúa cumple este propósito. Jesús señala en las terribles palabras de Mateo 7: 21-23 que “muchos” que han realizado obras admirables en el nombre de Jesús no serán reconocidos por el Señor. ¿Cuáles son las características del servicio aceptable? ¿En qué forma debemos realizar el servicio para Cristo a fin de que nos dé “fortaleza y nobleza de carácter”?

Los motivos determinan el valor del servicio

 “No es la cantidad de trabajo que se realiza o los resultados visibles, sino el espíritu con el cual la obra se efectúa lo que da valor ante Dios.” (“Lecciones Prácticas,” pág. 365.) No es la cantidad de trabajo que hacemos, o cómo es considerado por los demás, sino el motivo que nos impulsa a hacerlo lo que determina si nuestro servicio es aceptable a Dios o no. Las limosnas dadas con motivos egoístas por los hombres mencionados por nuestro Salvador en el capítulo seis de Mateo, no les bastaron para alistarse como ciudadanos del reino. Lo único que consiguieron fué aumentar su egoísmo y acarrearse una maldición. Marcos refiere que Jesús observaba a los adoradores que pasaban junto al arca de las ofrendas en el templo. El relato destaca que no observaba cuánto daban, sino cómo lo hacían. (Mar. 12:41.) No fué la moneda, sino el motivo que alentaba el corazón de la viuda lo que le dió tanto valor a su ofrenda a la vista de Dios. Su acción fue motivada por su amor a Dios y su interés en su obra. (Véase “El Deseado,” pág. 553.)

Cuando Dios juzga el valor de nuestro servicio, la pregunta: “¿Por qué lo hacemos?” parece tener primacía sobre toda otra consideración. “Cada acto de nuestra vida, ora sea excelente y digno de loor, o merecedor de censura, es juzgado por Aquel que escudriña los corazones según, los motivos que lo produjeron.” (Obreros Evangélicos,” pág. 292.) Esto es valedero no sólo en cuánto a la cantidad de servicio rendido, sino también respecto a la importancia de ese servicio.

Stanley Baldwin dijo cierta vez: “Toda mi vida he creído de corazón las palabras de Browning: ‘Todo servicio tiene la misma categoría delante de Dios.’ No hace ninguna diferencia si un hombre conduce un tranvía, barre las calles o es primer ministro, si pone  en su servicio todo lo que hay en él, y lo realiza para el bien de la humanidad.”

Una segunda característica del servicio aceptable es la total ausencia de interés. Se nos dice que:

“En todo nuestro servicio se requiere una entrega completa del yo. El deber más humilde, hecho con sinceridad y olvido de sí mismo, es más agradable a Dios que el mayor trabajo cuando está echado a perder por el engrandecimiento propio. El mira para ver cuánto del espíritu de Cristo abrigamos y cuánta de la semejanza de Cristo revela nuestra obra. El considera mayores el amor y la fidelidad con que trabajamos que la cantidad que efectuamos.

“Tan sólo cuando el egoísmo está muerto, cuando la lucha por la supremacía está desterrada, cuando la gratitud llena el corazón, y el amor hace fragante la vida, tan sólo entonces Cristo mora en el alma, y nosotros somos reconocidos como obreros juntamente con Dios.” —”Lecciones Prácticas,” págs. 369, 370.

Juzgándome por la última declaración de la cita anterior, llego a la conclusión de que en muchos días de trabajo de mi ministerio no he sido reconocido como un obrero para Dios. Pensemos en ello, hermanos. Nuestro servicio para Dios, no importa cuánto realizamos o cuan importante  es, puede ser tan vacío como el del faquir hindú que reposa en su lecho de clavos. Es triste recordar que la mayoría de los soldados de Gedeón fueron rechazados por Dios a causa de que estaban llenos del yo. Aunque eran muchos miles, debido a sus preocupaciones consigo mismos “no fortalecían en modo alguno a los ejércitos de Israel.”—”Patriarcas y Profetas,” pág. 591.

El servicio impulsado por el amor

Si el servicio prestado por el cristiano ha de ser aceptable a Dios y ha de ayudar a dar “fortaleza y nobleza de carácter” al que lo realiza, la condición en que se encuentra el corazón reviste la mayor importancia. No sólo ha de carecer de todo egoísmo, sino que ha de estar lleno de amor celestial. “El considera mayores el amor y la fidelidad con que trabajamos que la cantidad que efectuamos.” (“Lecciones Prácticas,” pág. 369.) Esto señala claramente la diferencia entre un servicio rendido para cumplir el deber y el que se efectúa impulsado por el amor. El primero no es reconocido por Dios, y sólo sirve para atarnos más fuertemente en nuestro egoísmo. Con frecuencia me recuerdo que no todo el servicio realizado en el nombre de Jesús es digno de valor. “Es únicamente la obra realizada con mucha oración, y santificada por el mérito de Cristo, la que al fin habrá de resultar eficaz para el bien.” (“El Deseado,” pág. 314.) Nuestro trabajo será efectivo únicamente si es motivado por el amor, ayudado por la oración, y hecho como para Dios. El servicio que emana de un corazón lleno de amor celestial establece los principios del reino de Dios en el carácter humano.

La única preocupación del servicio aceptable es la causada por la compasión amante. “Y viendo las gentes, tuvo compasión de ellas; poique estaban derramadas y esparcidas como ovejas que no tienen pastor.” (Mat. 9:36.) Esta gran fuerza impulsora llegó a su punto máximo cuando el corazón de Jesús sangró en el Getsemaní. ¡Cuánto anhelaba encontrar algún camino de escape para la terrible prueba! ¡Cuán poderosa era la tentación de volver al cielo!

“Pero ahora surge delante del Redentor del mundo la historia de la familia humana. Ve que los transgresores de la ley abandonados a sí mismos, tendrían que perecer… Ve el poder del pecado… Salvará al hombre, sea cual fuere el costo.”—Id., pág. 626.

La actitud compasiva

Estaré eternamente agradecido porque mi Salvador se preocupó tanto por mi entonces, y porque todavía sigue haciéndolo. Su preocupación le costó la vida. Aun arriesgó su vida eterna para salvarme, tan grande fué su compasión. Esta misma actitud compasiva debe caracterizar mi servicio si quiero que sea aceptable.

La crítica hecha por algunos miembros de nuestro pueblo respecto de ciertos laicos y obreros que a menudo demuestran poca o ninguna preocupación por el bienestar espiritual de sus semejantes, es sin duda justificada. Esta maldición de la indiferencia egoísta ha sido por mucho tiempo una prueba tanto para Dios como para el hombre. David exclamó: “No había quién volviese por mi vida.” (Sal. 142:4.) ¿Podría suceder que algunos por quienes trabajamos sientan así respecto de nosotros? Dios quiera que no.

Tal vez el salmista haya resumido las características del servicio aceptable en el versículo seis del Salmo 126: “Irá andando y llorando el que lleva la preciosa simiente; mas volverá a venir con regocijo, trayendo sus gavillas.” Llevar la simiente significa emplear mucho de nuestro tiempo y energía procurando ayudar a los necesitados. Significa desentenderse de la comodidad, la protección y la seguridad para trabajar en un mundo de maldad, lucha, codicia, egoísmo, impureza e impiedad. Puede significar sacrificio, incomprensión, maltrato y hasta la muerte.

El sembrador siempre esparce la preciosa simiente en los caminos y en los senderos con oración, compasión, fe y anhelo. ¿Por qué? No lo hace para buscar la alabanza de los hombres; ni para lograr una posición u honor personal; tampoco para sobrepasar lo que otros han hecho. Trabaja largo y duro, siempre gozoso, porque su corazón rebosa de amor. Ningún otro motivo lo impulsa a la acción. Cuando estas cualidades caractericen nuestro servicio, no emplearemos tiempo preguntándonos por la recompensa que recibiremos. Dios bendecirá esta clase de servicio con la doble recompensa de ganar a otras almas para su reino y de salvar por su gracia infinita a todos los que sirven. ¡Cuán admirable es nuestro Dios! El nos da la oportunidad de servir; nos proporciona el poder y la sabiduría que hacen útil nuestro servicio; y por último, nos recompensa como si todo el mérito nos perteneciera. (“Lecciones Prácticas,” pág. 328.) Cuán agradecidos debiéramos estar por este plan de la maravillosa gracia de Dios mediante la cual el hombre no sólo es redimido, sino que también se le concede el gran honor de rendir servicio a Dios y a sus semejantes, lo cual lo habilitará para ser ciudadano del cielo.

“¿Y quién quiere hacer hoy ofrenda a Jehová?” (1 Crón. 29:5.)

Sobre el autor: Director adjunto de Educación de la Asociación General