Lo que dos filósofos hicieron con la imagen de Dios.

  Bertrand Russell, renombrado filósofo, al comentar acerca de la falta de propósito y significado de la vida, hizo esta triste y desafortunada observación: “Que el hombre es el resultado de causas que no podrían prever el fin que estaban llevando a cabo; que su origen, su desarrollo, sus esperanzas y temores, sus amores y sus creencias, no son más que el producto de la disposición accidental de átomos que pueden preservar la vida de una persona más allá de la tumba; que todos los trabajos de los siglos, toda la devoción, toda la inspiración, todo el gran esplendor del genio humano, están destinados a extinguirse en la vasta muerte del sistema solar, y que la totalidad del templo de las realizaciones humanas debe inevitablemente ser sepultada debajo de los escombros de un universo en ruinas. Todas estas cosas, aunque puedan ser disputadas son, sin embargo, casi tan ciertamente inevitables, que ninguna filosofía que las rechace puede esperar permanecer” (The Writings of Bertrand Russell, 1903-1959, pág. 57).

 La siguiente declaración del filósofo existencialista francés, Jean-Paul Sartre, se ha hecho clásica: “El hombre es como una burbuja de conciencia que flota en un océano de insignificancia total, oscilando aquí y allá hasta que finalmente estalla”.

 Sartre y Russell dejaron de lado a Dios y negaron que hubiera nada que se parezca a la imagen y semejanza de Dios. En su filosofía expresan la desesperanza que satura el pensamiento moderno.

La respuesta de Dios a Russell, Sartre y sus seguidores

 “Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra. Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó” (Gén. 1:26, 27).

 “¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites? Le has hecho poco menor que los ángeles, y lo coronaste de gloria y de honra” (Sal. 8:4-6).

 Juan Calvino comienza su obra Institutos de la Religión Cristiana señalando que el conocimiento de Dios y el de nosotros mismos están estrechamente vinculados. La vida del hombre consiste en una estrecha relación de otros dos conocimientos. Calvino escribió que “es evidente que el hombre nunca accede a un verdadero conocimiento de sí mismo hasta que contempla el rostro de Dios, y desciende después de tal contemplación, para mirarse a sí mismo” (tomo 1, pág. 38).

 El temor surge cuando el ser humano vislumbra con incertidumbre su futuro y no tiene respuesta autorizada para las causas y los resultados de sus problemas. Tal es el caso de la filosofía nihilista de Russell y Sartre. Pero los cristianos encontramos en la Biblia todas las respuestas necesarias para vivir con santidad, seguridad, optimismo y felicidad. Jesús dijo: “El ladrón no viene sino para hurtar y matar y destruir; yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (Juan 10:10).

 El destino final de los que aman a Dios y se identifican con su imagen y semejanza está expresado en este pasaje: “Voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (Juan 14:1-3).

 Entonces el ser humano no es una burbuja que flota a la deriva en un océano de absoluta insignificancia. Contrariamente, es un ser creado a imagen y semejanza de Dios, con un pasado envidiable, un presente lleno de desafíos y un futuro glorioso.

¿Qué hicieron los paganos con la imagen de Dios?

 Durante los siglos XVI y XVII, la ciudad de Madura fue la capital de un próspero reino hindú. En esta ciudad, el rey Tirumula comenzó la construcción de un vasto templo amurallado como santuario en honor al terrible dios Siva, el Destructor, y lo mostraba en todas sus grotescas formas. Cuenta con 20 torres piramidales del tamaño de un edificio de 20 pisos, totalmente cubiertas de ídolos. Estas coloridas imágenes representan dioses, diosas, demonios y monstruos de toda clase y formas. Hay millones de imágenes allí.

¿Qué hicieron los dirigentes de Israel con la imagen de Dios?

Es comprensible que una nación pagana haya dedicado un enorme templo a la adoración de uno de sus ídolos. Pero la Biblia menciona el caso del pueblo de Dios cuando introdujo en el grandioso templo de Jerusalén, construido en su honor, una plétora de ídolos pertenecientes a las naciones paganas circundantes. Se inclinaron ante ellos porque habían negado la verdad de que fueron creados a imagen y semejanza de Dios, con el propósito de darlo a conocer a los paganos. Veamos de qué se trata:

 “Me dijo entonces: Hijo de hombre, ¿no ves lo que éstos hacen, las grandes abominaciones que la casa de Israel hace aquí para alejarme de mi santuario? Pero vuélvete aún, y verás abominaciones mayores. Y me llevó a la entrada del atrio… Entra, y ve las malvadas abominaciones que éstos hacen allí. Entré, pues, y miré; y he aquí toda forma de reptiles y bestias abominables, y todos los ídolos de la casa de Israel, que estaban pintados en la pared por todo alrededor. Y delante de ellos estaban setenta varones de los ancianos de la casa de Israel… cada uno con su incensario en su mano; y subía una nube espesa de incienso” (Eze. 8:6-12).

 El profeta vio también a un grupo de mujeres que adoraban al dios Tamuz, y a 25 hombres que adoraban al sol dentro del mismo templo.

 Dios demostró su desagrado diciendo: “Pues también yo procederé con furor; no perdonará mi ojo, ni tendré misericordia; y gritarán a mis oídos con gran voz, y no los oiré” (vers. 18).

¿Qué hemos hecho nosotros con la imagen de Dios?

 Dios ha manifestado desde la antigüedad su deseo de que reproduzcamos en nosotros su imagen y semejanza. En Levítico 20:26 dice: “Habéis, pues, de serme santos, porque yo Jehová soy santo, y os he apartado de los pueblos para que seáis míos”.

 En el Nuevo Testamento se presenta este mismo concepto en una forma mucho más personal, íntima y acuciante: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? Si alguno destruyere el templo de Dios, Dios le destruirá a él; porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es” (1 Cor. 3:16,17).

 ¿Por qué da Dios tanta importancia a la idea de que debemos reproducir individualmente su imagen y semejanza, y al concepto de santidad? Porque en su plan de salvación, sus hijos están destinados a vivir eternamente con él, y él espera que sean santos y sin mancha, como se expresa en el pasaje siguiente: “Vendrá nuestro Dios, y no callará; fuego consumirá delante de él, y tempestad poderosa le rodeará. Convocará a los cielos de arriba, y a la tierra, para juzgar a su pueblo. Juntadme mis santos, los que hicieron conmigo pacto con sacrificio, y los cielos declararán su justicia, porque Dios es el juez” (Sal. 50:3-6).

¿Qué es la santidad?

 “Seguid la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (Heb. 12:14).

 ¿Qué ha hecho usted con la imagen y semejanza de Dios, según las cuales ha sido creado? ¿Las ha quitado de su vida? ¿O bien las ha integrado a todo su ser, sus pensamientos y acciones, para honra y gloria de su Creador?

 “En cuanto a la pasada manera de vivir, despojaos del viejo hombre, que está viciado conforme a los deseos engañosos, y renovaos en el espíritu de vuestra mente, y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad” (Efe. 4:23-24).

 “Un carácter formado a la semejanza divina es el único tesoro que podemos llevar de este mundo al venidero. Los que en este mundo andan de acuerdo con las instrucciones de Cristo, llevarán consigo a las mansiones celestiales toda adquisición divina… Los seres celestiales obrarán con el agente humano que con determinada fe busque esa perfección de carácter que alcanzará la perfección en la acción…

 “La santificación consiste en la alegre ejecución de los deberes diarios en perfecta obediencia a la voluntad de Dios” (Palabras de vida el gran Maestro, págs. 267, 294).

 Los siguientes pensamientos de monseñor Fulton J. Sheen, ex arzobispo de Nueva York, presentan una clara descripción de lo que es la santidad.

 “El proceso de la santificación incluye la etapa de cambio… Pronto comprendo que hay muchas cosas sin las cuales puedo vivir. “Y a medida que conozco mejor a Cristo, descubro que puedo vivir sin el pecado, pero no puedo vivir sin la paz de conciencia que él proporciona; de modo que cambio el uno por la otra. Después, cuando lo conozco mejor, encuentro que puedo vivir sin un placer inocente, pero no puedo vivir sin el placer de la comunión diaria con él, así que cambio el uno por el otro.

 “Mediante una profundización de mi relación con Cristo encuentro que puedo vivir sin los bienes del mundo, pero no sin la riqueza de la gracia de Cristo, de manera que cambio los unos por la otra, y ése es el voto de pobreza. Encuentro que puedo vivir muy bien sin los placeres de la carne, pero no puedo vivir sin los placeres del espíritu de Cristo, entonces cambio los unos por los otros, y ése es el voto de castidad. También descubro que puedo pasarlo muy bien sin mi propia voluntad, pero no puedo pasarlo sin su voluntad, así que cambio la una por la otra, y ése es el voto de obediencia.

 “Así es como el santo va cambiando una cosa por otra. Y así es como haciéndose pobre, se hace rico, y al hacerse esclavo, adquiere la libertad. La gravitación del mundo se toma cada vez más débil y la gravitación de las estrellas se hace más fuerte. Hasta que finalmente, cuando ya no queda nada por cambiar, lo mismo que Pablo, exclama: ‘Porque para mí… el morir es ganancia’, porque mediante este último cambio gana a Cristo en la vida eterna.

 “La santidad, entonces, no consiste en abandonar el mundo, sino en cambiar el mundo. Es una continuación de la sublime transacción de la encarnación, en la que Cristo dijo al hombre: ‘Dame tu humanidad y yo te daré mi divinidad. Dame tu tiempo, y yo te daré mi eternidad. Dame tus limitaciones, y yo te daré mi omnipotencia. Dame tu esclavitud, y yo te daré mi libertad. Dame tu muerte, y yo te daré mi vida. Dame tu nada, y yo te daré mi todo’.

 “Y el pensamiento consolador en todo este proceso transformador es que no se requiere mucho tiempo para convertimos en santos; sólo se requiere mucho amor” (Fulton J. Sheen The Treasury)

Sobre el autor: es editor de libros jubilado que trabajó en la Casa Editora Sudamericana y en la Pacific Press.