¿Qué es sacrificio?
Esta pregunta me preocupó durante años. Era un comerciante adventista de cierto éxito cuando un día, sentado en la iglesia, escuché que el predicador hablaba acerca del sacrificio. Me di cuenta inmediatamente de que con dos autos, un par de lanchas, una casa rodante, un hogar confortable para vivir y un congelador repleto de alimentos, no sabía en absoluto lo que es el sacrificio.
Tanto es así que, mientras mi esposa estaba preparando el almuerzo aquel sábado, le dije repentinamente: “¿Por qué no vendemos todo lo que tenemos y lo donamos a la causa, para que termine la obra de una vez? Si el cielo es tan bueno como decimos, ¿qué estamos haciendo aquí?”
Ella se volvió y dijo: “¿Qué quieres decir con eso?”
“Bien”, dije, “hoy justamente escuché al predicador hablar acerca del sacrificio, y de eso no sé nada. ¿No es cierto?”
Pienso que si hubiera habido un esfuerzo concertado de cada uno para “vender todas las cosas y dedicarlo a la causa, terminar la obra y salir de aquí”, probablemente me habría unido a ese grupo. Sin embargo, no entendía por qué tenía que desprenderme de lo mío mientras que los demás conservaban sus cosas.
Tomé la palabra sacrificio y la coloqué en la pequeña ranura que tenemos en las computadoras que Dios nos dio por cerebro, y cada vez que la escuchaba no la comprendía, así que no me preocupé más por el asunto.
Estoy seguro de que el diablo desea que todo el que posee una casa linda, un buen auto y un juego de trajes extra en el ropero, tenga sentimientos de culpabilidad. Porque uno de los problemas más enredados que enfrenta el cristiano promedio es la relación entre prosperidad y sacrificio. El hecho es que el hombre ejercita los derechos que Dios le ha dado; usa sus talentos y su tiempo para luego prosperar. Entonces es bombardeado constantemente con sermones y artículos sobre el tema del sacrificio. Y se producen resultados extraños. Primero, puede ser que dé liberalmente (pero aún se siente culpable porque no comprende el significado de la palabra). Segundo, puede rechazar totalmente el sacrificio, porque teme empobrecerse. Tercero, puede resentirse profundamente porque dar a la iglesia significa perder todo lo que había luchado por reunir y guardar para el resto de su vida. Cuarto, puede considerar que el sacrificio se limita a dar cosas materiales; y esto es muy grave.
Sacrificio, ¿es dar?
Un texto que todos conocemos cabalmente se halla en Salmos 50: 5. Ustedes lo han visto impreso en tarjetas de votos y en formularios de promesas y de pactos. Es la representación gráfica de Jesús viniendo en las nubes de los cielos, quien llama a sus santos diciendo: “Juntadme mis santos, los que hicieron conmigo pacto con sacrificio”. Sencillamente sugiere que si usted hizo una gran promesa o donó una propiedad, entonces puede llegar a ser una parte de esa vasta multitud, y estará listo para oír este gran llamado.
Si es correcto que sacrificio significa dar cosas, entonces un sacrificio total nos dejaría en cero. En otras palabras, daríamos todo lo que tenemos. ¿No nos colocaría esto en una posición interesante? No teniendo absolutamente nada, seríamos totalmente inservibles para nosotros mismos, nuestras familias, nuestra iglesia y la causa. Y de hecho, seríamos una carga para el mundo, porque necesitaríamos ser socorridos.
Además, nuestro tiempo de prueba finalizaría, pues se nos dice que Dios nos prueba aquí con las cosas materiales. Dicho de otra manera, al manipular cosas perecederas, Él puede decidir si somos capaces de manejar las imperecederas. Dios no tiene otra posibilidad. Con el egoísmo comenzó todo, y Él no puede llevar a los egoístas al cielo, en donde hay puertas de perla y calles de oro. ¡Estarían arrancando pedazos de todas partes!
Si sacrificio significa dar cosas, entonces Abrahán, Isaac, Jacob, José, Daniel y muchos otros más, no hicieron un pacto de sacrificio, porque todos murieron como hombres muy ricos. Y sin embargo fueron contados como dignos de la vida eterna.
Sacrificio, ¿es intercambiar?
Vayamos a otra definición. Alguien puede decir que sacrificio significa intercambio. En otras palabras, cambiamos cosas con el Señor. Le damos cosas perecederas y El las cambia por las perdurables. Muchísimas religiones falsas se basan en la idea de que podemos comprar nuestro camino al cielo. Pero ¿qué haremos con los versículos que nos dicen: “Porque mío es el mundo y su plenitud’’ (Sal. 50: 12); “mía es la plata, y mío es el oro, dice Jehová de los ejércitos” (Hag. 2:8)? ¿Qué utilizaremos como elementos para comerciar?
Aprendí algo acerca de negocios a edad muy temprana. Vivía en el campo, y en la granja no teníamos mucho con qué entretenernos. Pero teníamos una cosa que hasta hoy la echo de menos. Disponíamos de un día al que llamábamos “día de intercambio”. No recuerdo quién lo inició. Simplemente teníamos ese día. Cada muchacho tenía una caja que guardaba debajo de la cama o en el ropero. Allí guardaba todos sus tesoros -una navaja de bolsillo con la hoja rota, un reloj que no funcionaba, bolitas (canicas) de reserva- todo lo que se podía juntar iba a parar a la caja. Y entonces un día alguien comenzaba el intercambio. Nuestros padres daban por perdido ese día. El maizal era desatendido, las vacas tenían que cuidarse a sí mismas, porque abandonábamos todo y recorríamos la comunidad. ¡Era fantástico!
Este día en particular alguien comenzó. Me tomó la fiebre y no puede aguantar más. Saqué mi caja y allá fui. Mi primo tenía una lupa. Yo nunca había tenido una así. Era muy buena. Tenía dos graduaciones de aumento y se las podía combinar. ¡Debía conseguirla costara lo que costase!
Así que le pregunté: “¿Qué deseas por ella, Carlos?”
Bueno, miró mis tesoros y no vio nada que le interesara. Le ofrecí la caja entera. No, eso no era lo que deseaba. Bien, ¿qué quería? Cuando me lo dijo, no sabía de alguien que pudiera tenerlo. (Ya no recuerdo lo que era.) De modo que me puse a negociar, y realicé negocios magníficos ese día. Negocié y negocié casi hasta la noche, y finalmente conseguí lo que Carlos anhelaba. Luego regresé como el niño más feliz del vecindario. Pasé dos semanas de gozo puro, ininterrumpido. Un mundo nuevo se abría delante de mí. Hasta cacé una pobre e indefensa mosca y la inspeccioné a fondo.
Y entonces llegó el día fatal cuando mi madre me envió a la casa de mi tía para traer algo. Mientras esperaba entró mi tío. Yo estaba sentado allí escudriñando la palma de mi mano con la lupa. Mi tío miró y me preguntó: “¿Qué es lo que tienes?”
“Tengo una lupa”.
“¿Puedo verla?”
Se la alcancé. La examinó cuidadosamente y preguntó: “¿De dónde la conseguiste?”
“Me la dio Carlos”.
“No es de Carlos, es mía”. Y a continuación vi desaparecer mi querida lupa en el bolsillo de mi tío. ¡Me he jurado, desde entonces hasta hoy, que cuando negocie con alguien primero estaré seguro de que lo que comercia le pertenece!
Sacrificio y pacto
¿No piensa usted que Dios podría ser tan cuidadoso como yo? Leamos Salmos 50: 5 de nuevo. Allí dice: “Juntadme mis santos, los que hicieron conmigo pacto con sacrificio”. No dice los que se han sacrificado. Está hablando de un pacto. ¿Qué es un pacto? Es un acuerdo entre dos personas, o grupos de personas, para hacer o no hacer ciertas cosas.
Dios dijo a Abrahán: “Haré de ti una nación grande. Será semejante a la arena que está a la orilla del mar. Les concederé una tierra. Seré su Dios y ellos podrán pertenecerme”. Abrahán era muy rico, pero Dios no le pidió su dinero. Le pidió su consagración. Eso fue todo.
Entonces un día el Señor le dijo: “Quiero a tu hijo”. Si Él hubiera dicho: “Abrahán, te haré una proposición: me das todo tu dinero o el muchacho”, ¿qué habría elegido el patriarca? ¡El muchacho! Era su mayor posesión. Pero Dios no le dio a elegir. Después de aquel viaje agonizante hacia el monte Moría, y luego que los ángeles detuvieron su mano cuando estaba casi por hundir la daga en la carne temblorosa de su único hijo, Dios le dijo: “Yo conozco que temes a Dios, por cuanto no me rehusaste tu hijo, tu único”. Si sacrificio significaba dar cosas, habría tenido que matar al muchacho. Pero Dios aceptó el hecho de que estaba dispuesto a hacerlo. Creo que esta prueba demostró cuán genuina fue la aceptación del pacto por parte de Abrahán. Dios ya sabía que podía pasar la prueba. Ahora también Abrahán sabía que podía pasarla.
Aunque Dios posee todas las cosas, hay una sobre la cual no tiene control en absoluto: nuestra elección y voluntad. Creo que Dios no contaba con otra opción que colocar el árbol del conocimiento del bien y el mal en el Jardín del Edén porque el diablo lo había acusado de ser un dictador, de forzar a la gente a adorarlo y amarlo. Cuando colocó el árbol allí delante de todo el universo, éste comprendió que el diablo era un mentiroso, porque el reino de Dios se basa en el amor. Y el amor demanda libertad de elección. Es así de simple. Usted puede dar sin amar, pero no puede amar sin dar.
David comprendió esto maravillosamente. Justamente había manchado su ¡lustre carrera con un sucio juego de adulterio y asesinato. Y ahora su amigo, el profeta Natán, vino y le dijo: “Tenemos un problema”.
David preguntó: “¿Cuál es?”
“¿Tú conoces a ese propietario de ovejas, grande y próspero, que está camino abajo, que posee miles y miles de ovejas? Bien, justo enfrente de su casa hay un anciano que vive solito en una casa. Un día le dieron un cordero.
No tenía madre, así que el anciano lo tomó y alimentó como si fuera suyo, y vive con él en la casa”.
David estaba interesado: “Sí, continúa”.
“Bueno, el acaudalado propietario de ovejas recibió a unos huéspedes que lo visitaron, y quiso servirles un cordero de cena. ¿Adivina qué cordero tomó?”
David se levantó inmediatamente del trono y dijo que debía pagarse con la vida del hombre rico la vida de aquel cordero. Y entonces vio el dedo acusador del profeta y le oyó decir: “Tú eres el hombre”.
Súbitamente David advirtió la enormidad de su pecado. Vio lo que había hecho realmente. Por ello en el Salmo 51 derrama su corazón, diciendo: “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí” (vers. 10). Suplicó a Dios perdón porque se dio cuenta de cuán terrible es el pecado.
El versículo 16 dice: “Porque no quieres sacrificio, que yo lo daría; no quieres holocausto”. Si Natán hubiera dicho: “El Señor ha decretado que le des diez mil corderos”, David podría haber dicho: “Gustosamente, ¿y si le diera veinte mil?”
Un corazón contrito
Pero Dios no deseaba sacrificios. “Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado; al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios” (vers. 17).
¿De qué está hablando al decir un espíritu quebrantado y un corazón humillado?
Mi padre fue vaquero y trabajó en una estancia. Cierta vez él y otros más estaban bastante lejos, al pie de las montañas, cuando vieron sobre la colina un hermoso potro negro, el caballo más hermoso que alguna vez habían visto. Se acercaron mientras éste permanecía con la cabeza erguida. Finalmente, con un bufido y unas coces salió a escape mientras un tropel de yeguas le seguía detrás. Los vaqueros dijeron que nunca habían visto algo semejante, así que cuando llegaron al rancho le contaron al dueño acerca de este magnífico caballo negro.
Cierto día el dueño fue con ellos a esa zona. Cuando lo vio, dijo: “Consíganlo, que ese va a ser mi caballo”.
Después de mucho trabajo lograron atrapar a este padrillo negro. Lo prendieron mientras relinchaba, coceaba y se arqueaba con cuatro lazos sobre él; y así lo llevaron a la estancia.
Ahora alguien tenía que montarlo. Echaron suertes, porque todos deseaban subirse al potro. Lo subió el primero. ¡Cuando soltaron la soga que lo sujetaba aquel muchacho quedó en el aire sin medios visibles que lo sostuvieran! Pasaron al segundo, el tercero, el cuarto, el quinto; todo el grupo lo intentó. Nadie pudo mantenerse sobre aquel caballo.
El dueño comenzó a ofrecer dinero, y cuando llegó a ofrecer la paga de dos meses de sueldo, mi padre decidió obtener ese dinero. Tenía un plan en su mente. Simplemente lo montó y puso sus espuelas por debajo de la cincha (una banda ventral que sujeta la montura). Ahora no podía ser despedido, además tomó una soga resistente en sus manos de manera que pudiera golpear al caballo entre las orejas en caso de que éste se arqueara hacia atrás. ¡Al tercer salto deseaba que sus botas se desprendieran! Luego que consiguió mantenerse el tiempo necesario y que el caballo corriera suelto otra vez, papá sangraba por los oídos y la nariz. Estuvo en cama un par de semanas. Supongo que no se hizo daño, pues vivió hasta los 92 años.
¿Qué tenía ese caballo en común con nosotros? Un espíritu salvaje, ingobernable, totalmente inútil para el hombre. Deseaba hacer su propia voluntad y seguir. Así son nuestros corazones, salvajes e ingobernables. El único sacrificio que podríamos dar a Dios sería ofrecerle nuestros corazones salvajes e indómitos. “Al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios”; Él no lo rechazará.
Jeremías dijo que el corazón era malo por sobre todas las cosas, desesperadamente perverso (véase Jer. 17:9). Y al fin de su vida, Pablo pudo decir: “He peleado la buena batalla” (2 Tim. 17: 9). ¿De qué estaba hablando? ¿Pelear contra los romanos? ¿Contra los judíos? ¿Con los falsos hermanos? ¿Con quién peleaba Pablo? ¡Consigo mismo! ¿No es ésta su batalla más grande? La lucha más grande que tenemos es contra el yo. No es fácil pelear contra el yo, contra este salvaje e indómito corazón. Esto es todo lo que tenemos que sacrificar.
Sacrificar es usar
Si consideramos el sacrificio desde un ángulo diferente, creo que sería más claro. Antes que pensar en dar o intercambiar, ¿por qué no pensamos en usar? Eso sería plenamente compatible con Dios como propietario y el hombre como administrador o agente. Como agentes estaríamos constantemente recibiendo y distribuyendo; extrayendo de las fuentes inagotables del cielo. Seríamos dirigidos en nuestros negocios por los principios que Dios nos ha dado en su Palabra, por un conocimiento de la necesidad, por las impresiones que pueda causarnos el Espíritu Santo. Y bajo estas condiciones podríamos pertenecer a la empresa del universo. Este conocimiento y conciencia de nuestra relación de mayordomía para con Dios nos protegerá del orgullo de poseer, pues éste nos conduce a la autodependencia, y la autodependencia inevitablemente nos lleva hacia la destrucción propia.
Dios no quiere que nos autodestruyamos. No desea que nos sintamos culpables por nuestras posesiones, porque todas ellas son para que las administremos. El problema no está en que las poseamos, sino en pretender que son nuestras. Miremos al sacrificio en su sentido más amplio.
En la ciudad de Los Ángeles la policía atrapó a un ladronzuelo por robo a mano armada. Llamaron a sus padres. Tuvieron las extrañas reacciones normales: perplejidad, irritación y enojo. Estaban avergonzados por encontrarse en la seccional policial en primera fila. Avergonzados al pensar en lo que podrían decir sus amigos. Avergonzados porque seguramente sus nombres aparecerían en los diarios. Irritados porque se interrumpían sus planes para la tarde. Enojados con su hijo por someterlos a esta ignominia, y molestos consigo mismos. Se culpaban mutuamente por lo que había sucedido. Cuando se enfrentaron con el muchacho lo recibieron con una andanada de palabras, mientras éste malhumorado, miraba al piso.
Finalmente su madre le preguntó: “¿Por qué, Pedrito, por qué? Nosotros te dimos todo. Cada vez que pedías alguna cosa la tenías, y no había nada que no te consiguiéramos. Te dimos todo. ¿Qué más podríamos haber hecho? Si querías algo, ¿por qué no lo pediste? Todo lo que tenías que hacer era pedir. ¡No necesitabas robar!”
Pedrito se quedó sentado por un largo rato, finalmente los miró. “¿Quieren realmente saberlo?”
“Es cierto, ustedes me dieron todo; demasiado. Cuando deseaba que papá jugara a la pelota conmigo, me decía: ‘Lo siento, Pedrito, estoy muy ocupado. Tú sabes cómo es esto. Aquí se trabaja como negro. Aquí tienes un dólar. ¿Por qué no vas a la cervecería? ¿De acuerdo, hijo? ¿De acuerdo?’ Cuando quería que tú, mamá, te quedaras en casa para estar conmigo, me decías: ‘Lo siento Pedrito, tengo una partida de bridge’. O si no, ‘tu padre y yo tenemos programado cenar con algunos amigos. ¿Puedes comprenderlo? Mira, ¿por qué no tomas este dinero? Entiendo que dan una película nueva en el cine, y que es realmente buena’. Claro, yo lo entendía. Y así sucedió. No quería cosas, ni dinero. Los quería a ustedes. ¡Los necesitaba a ustedes!”
Usted ve que hay cosas que el dinero no puede sustituir. Deseo saber qué sucedería con Dios si alguna vez le deslizamos cinco, diez o veinte billetes de más, y le decimos: “Tú entiendes, Dios, estoy realmente ocupado, y estoy seguro que tú sabes cómo es esto. Tú trabajaste aquí. Sabes lo que son los negocios. Tú entiendes, ¿no es así? ¿No es cierto que sí?”
Lo que realmente necesitamos entender es la naturaleza de nuestro pacto con Dios; nuestra disposición para despojarnos de todo lo nuestro: tiempo, talento o la vida entera. Esto es lo que significa sacrificio.
Recordemos que si Jesús hubiera dado cosas para nuestra salvación, podría haber dado todo el universo o hacer otros dos más. Pero le costó su propia vida. Y esto es lo que nos costará. Porque es lo único que realmente poseemos.
Sobre el autor: antes de jubilarse, fue director de Mayordomía y Desarrollo en la Asociación de Oregon, EE UU. Este artículo fue adaptado de un seminario presentado en 1980, en la Convención ASI, y publicado en marzo de 1981 en el folleto ASI News. Usado con permiso.