No importa cuál sea la verdadera definición de predicación, queda en pie el hecho de que es una actividad importante. ¿No leemos en el primer capítulo del más corto de los Evangelios que, inmediatamente después de su bautismo y victoria sobre la tentación en el desierto, “Jesús vino a Galilea predicando el Evangelio del reino de Dios” (Mar. 1:14)?

La predicación de Jesús era definida, bíblica y profética. No se basaba sobre alambicados argumentos filosóficos o teorías. Su fundamento lo constituían los hechos: el hecho de su presencia, el hecho de que se estaba cumpliendo la profecía hecha siglos antes, el hecho de que había llegado el tiempo cuando ocurrirían portentos. Su predicación era un llamamiento a la acción. “Arrepentíos”, urgía, “arrepentíos, que el reino de los cielos se ha acercado”. Su predicación, por lo tanto, era definida y personal.

A través del ejemplo de Jesús podemos ver que la verdadera predicación consiste en la comunicación de un hombre a otros hombres. Phillips Brooks lo expresó así: “Es la comunicación de la verdad de un hombre a otros hombres”. De modo que los dos elementos esenciales de la predicación son la verdad y la personalidad. Dios pudo haber escrito su mensaje con letras ígneas en el cielo, pero eso no hubiera sido predicación. Un hombre debe acudir y hablar las palabras de Dios a otros hombres.

La verdad divina y la personalidad humana

Hay predicadores que interesan a la gente, que la asombran con los fuegos artificiales de su oratoria, que filosofan y proponen intrincadas especulaciones; pero eso no es predicación porque no es la verdad. La verdadera predicación debe tener a un hombre verdadero tras ella. La predicación verdadera siempre implicó una personalidad y la verdad; y además hay un tercer elemento: debe ser la verdad bíblica. Así predicó Jesús. Era un hombre verdadero, el Hijo del hombre; predicaba la verdad, la verdad de Dios; y era una verdad bíblica. Comenzaba a predicar citando pasajes del Antiguo Testamento.

Si en la actualidad hay pérdida de interés en nuestra predicación, convendría que en primer lugar examinásemos nuestra personalidad. ¿Quiénes somos? ¿Vivimos y creemos la verdad que predicamos? ¿Está en nuestros corazones? ¿Personificamos el mensaje que llevamos?

En segundo término, debemos preguntarnos: ¿Cuál es nuestra actitud hacia la verdad misma? ¿La hemos desleído o cubierto con verbalismos, o la hemos tornado difícil de entender, o tal vez la hemos adulterado con nuestras ideas personales y con humanas filosofías? Recordad esto: la verdadera predicación no morirá nunca. No será suprimida mientras haya hombres verdaderos, conducidos por el Espíritu Santo, que prediquen un mensaje verdadero. Tales predicadores siempre tendrán público que los escuche. Cuando el hombre de Dios llega con el mensaje de Dios en el tiempo de Dios, siempre habrá corazones que arderán cuando abra las Escrituras ante ellos. (Véase Luc. 24:32.)

No se puede separar la personalidad de la verdad. Los mensajes de Dios siempre son proclamados por una persona, y en realidad están encarnados en una persona. Como adventistas, hablamos con frecuencia de “el mensaje”. ¿Creemos el mensaje? ¿Hemos oído el mensaje? Si es así, debemos ir y predicar el mensaje. En los tiempos neotestamentarios siempre había un mensaje y un hombre. “Este es el mensaje que oímos de él”, dice el apóstol Juan en su primera epístola.

El predicador como testigo de Cristo

Todo predicador genuino es un testigo de Cristo. Jesús dijo: “Recibiréis la virtud del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros; y me seréis testigos”. No les dijo: “Seréis mis abogados”, sino mis “testigos”. Un testigo habla de lo que conoce, describe lo que ha visto. Cuando joven me llamaron como testigo ante la corte. Sin percatarme de ello, comencé a decir lo que pensaba. El juez me recordó al instante que me habían llamado para hablar de lo que había visto y no de lo que pensaba.

Predicar no consiste básicamente en argüir o comentar o filosofar acerca de la verdad. Tampoco es tejer figuras de dicción para formar una hermosa pieza de oratoria. Predicar significa testificar, hablar de algo que conocemos a otras personas que desean saber o que deberían saber. Por esto la predicación está ligada con la personalidad. No puede haber predicación sin una persona, sin un predicador. No puede haber testimonio sin los testigos.

Para ser verdaderos predicadores debemos ser hijos de Dios y hablar en el idioma de la familia celestial. Recordad, no somos básicamente conferenciantes, sino predicadores. En primer término debemos ser cristianos, hijos de Dios que viven en medio de una generación malvada. El predicador debe ser un hombre de Dios. Puede haber recibido crédito de los colegios más destacados, y haber sido ordenado por la iglesia; pero a menos que haya nacido de nuevo con el testimonio del Espíritu en su corazón, nunca podrá ser un verdadero predicador ni dar un mensaje que llegue a los corazones humanos con el poder de Dios.

La misión de nuestra predicación

La misión de nuestra predicación expresada por Cristo es “a todas las naciones” (Mat. 28:19, 20). Y debe llegar “a toda criatura” (Mar. 16:15). Jesús no se limitó a comisionar a sus discípulos para que predicaran, sino que delineó su trabajo y lo extendió hasta el fin del mundo, y además les dio el mensaje que debían proclamar. “Los discípulos habían de enseñar lo que Cristo había enseñado. Aquí se incluye aquello que él había dicho, no solamente en persona, sino por todos los profetas  y maestros del Antiguo Testamento. Se excluye la enseñanza humana. No hay lugar para la tradición, para las teorías y conclusiones humanas, y para la legislación eclesiástica. Ninguna ley ordenada por la autoridad eclesiástica está incluida en el mandato. Ninguna de estas cosas han de enseñar los siervos de Cristo… El Evangelio ha de ser presentado no como una teoría sin vida, sino como una fuerza viva para cambiar la vida” (El Deseado. págs. 753, 754).

La predicación es una misión solemne, elevada, santa e importante. La ocupación de un predicador no consiste solamente en presentar la verdad, sino, mediante la presentación de esa verdad, cambiar la vida.

Si un predicador habla a doscientas personas durante media hora por semana, utilizará en cada sermón un total de cien horas del tiempo de sus oyentes. Esto equivale a doce jornadas de ocho horas de una persona. ¿Hay suficiente material de valor en vuestros sermones? ¿Es de suficiente importancia ese material para permitiros decirles a un feligrés: “Me gustaría disponer de dos semanas de vuestro tiempo para presentaros ciertas verdades y bendiciones que tengo en mi corazón”? Pensad en la cantidad de vida humana gastada en un solo sermón, porque la vida es tiempo. Benjamín Franklin dijo: “¿Amas la vida? Entonces no malgastes el tiempo, porque la vida está hecha de ese material”. Pensad en la cantidad de vida —en el número de latidos del corazón, en las oportunidades para la gracia, en los momentos de decisión, en los ladrillos del destino— que habéis tomado de este hombre, de esta mujer, de todos ellos. Es un pensamiento que humilla y alarma, pero que también inspira.

Sin embargo, y a pesar de todo esto, algunos hombres son culpables de ocupar el tiempo con una cháchara piadosa, con anécdotas sin importancia, con invenciones humanas superficiales, insípidas, sin poder y sin esperanza. Ciertamente, cuando una persona me ha dado una parte de su vida, debería emplearla para darle las grandes cosas de la ley de Dios, las poderosas revelaciones de su Palabra, las eternas promesas de su santo Evangelio.

El tema central de la predicación cristiana

Os invito a considerar algunas de las influencias más significativas y algunos de los significados más abarcantes de la verdadera predicación. Los sermones han sido agrupados sistemáticamente como expositorios, tópicos, lácticos, prácticos, etc., pero concuerdo con Phillips Brooks en que esa clasificación significa poco. La gran necesidad de la predicación cristiana es que se predique a Cristo. Él dijo: “Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo” (Juan 12:32). La verdadera predicación cristiana atrae a los hombres hacia Cristo. Únicamente el magnetismo de la cruz puede hacer irresistible a la predicación.

“La médula misma de nuestro ministerio debe ser el magno y grandioso monumento de ‘ la misericordia y regeneración, de la salvación y redención —el Hijo de Dios levantado en la cruz” (Obreros Evangélicos, pág. 330). “La predicación poderosa sale únicamente del rico suelo de la gran teología. Debe proceder de grandes convicciones de la verdad. La iglesia no sufre a causa de demasiada teología sino por falta de ella (John R. Mott, Claims and Opportunities of the Christian Ministry, págs. 70, 71).

La verdadera predicación adventista, la predicación que hizo este movimiento, la predicación que edificó la iglesia, la predicación que nos lanzó por nuestro camino, ésa es la clase de predicación que llevará el mensaje a la victoria final.

Hay hombres que presentan sermones compuestos mayormente de relatos emocionantes, y hasta de anécdotas divertidas. Otros se complacen discutiendo los acontecimientos mundiales, acerca de los cuales los oyentes conocen tanto como el predicador, y otros asuntos que nadie conoce bien. Hay sermones que tratan de platos voladores y que presentan horrendas descripciones de destrucción causada por la fisión nuclear. Algunas veces se emplean pasajes bíblicos como pretextos. Debemos recordar que los pseudos sermones producen pseudo cristianos. Es imposible formar caracteres sólidos ofreciendo meros resúmenes de las noticias de los periódicos. En el corazón de los pecadores no habrá mayor convicción a menos que haya gran convicción de la verdad en el corazón de los predicadores.

Ningún verdadero predicador puede seguir el ejemplo de aquel vicario deseoso de agradar a los hombres, quien, cuando vio al señor feudal en su congregación, suavizó su llamamiento final con estas palabras: “A menos que os arrepintáis por decirlo así, y os convirtáis hasta cierto punto, todos seréis condenados en cierta medida”.

Cuando predicamos debemos hacerlo para inducir a la acción para lograr decisiones en ese momento y en ese lugar. Necesitamos una predicación como la de los apóstoles en el día de Pentecostés, cuando los oyentes quedaron tan conmovidos que dijeron: “Varones hermanos, ¿qué haremos?” (Hech. 2:37).

Vivir y hablar de tal manera que la iglesia sea edificada y se conviertan a Dios los pecadores —¡eso es predicar!

Sobre el autor: director de la Voz de la Profecía