De Antonio Pereira da Silva Iguardo el recuerdo de su pasión por el regreso de Cristo, tema dominante de sus sermones, así como su celo por los principios de la vida cristiana. La paciencia y la mansedumbre de José Naves Junio también permanecen vividas en mi mente. Yo no sabría definir el momento preciso en el que me sentí llamado al ministerio, pues fui muy precozmente impresionado en este sentido. Pero, si un día me viera obligado a definir exactamente ese momento, tal vez diría que fue durante un sermón del pastor Naves.
Gileno Oliveira era un visitador incansable. Un día llegó a nuestra casa casi en medio de un temporal que acababa de caer sobre la ciudad. Él estaba de pie, protegido apenas por el paraguas y el impermeable que cubría su impecable traje marrón. Son inolvidables el espíritu conquistador y el entusiasmo de la predicación de Plácido Pita.
Esos fueron los pastores de mi infancia y mi adolescencia. Todos ellos tenían las características de un pastor dedicado. La mención de algunos aspectos no significa que ellos fueran deficientes en las demás facetas del ministerio. Tuve otros pastores, en los días del seminario, igualmente dedicados y fieles, cuyo ejemplo marcó mi vida y contribuyó a consolidar mi vocación: José Monteiro de Oliveira, con su mente privilegiada y su consistente vida espiritual; Paulo Marquat, símbolo de simplicidad y humanidad; Elias Gómez, con su apremiante sentido de misión y pasión evangelística; Home Silva, organizado, amigo, excelente predicador, cuidadoso en la liturgia.
Con el permiso de los lectores, quiero tributar un homenaje agradecido y sincero a esos hombres. A tres de ellos este reconocimiento es hecho in memoriam. Y pensando en la excelencia del ministerio que ellos y otros pastores desarrollaron, precisamente cuando un Día del Pastor más se suma al curso de nuestra existencia, una reflexión se hace necesaria: ¿Qué recuerdo tendrán de nosotros, mañana, los niños, los adolescentes y los jóvenes de hoy?