Los pentecostales creen que el bautismo del Espíritu Santo es una experiencia distinta y posterior a la conversión, a la que definen como “el segundo encuentro”, “la segunda bendición”. La realidad de esa nueva experiencia se debe manifestar, según ellos, mediante la facultad de hablar en lenguas extrañas. Por lo tanto, quien no las hable, no podrá asegurar que ha sido bautizado con el Espíritu Santo.
Es indescriptible la angustia de algunos buenos y sinceros miembros de esas iglesias que creen haber sido convertidos, pero que por una u otra razón no han hablado jamás en “lenguas extrañas”, y que buscan ese “don” con desesperación. Hasta hay quienes en su angustia han llegado a simular la experiencia en su afán por obtener la paz de espíritu y la certeza de la aprobación divina.
Nosotros hemos buscado con insistencia la plenitud del Espíritu Santo. Hemos realizado y realizamos reuniones especiales de vigilia con el fin de buscar la plenitud del Espíritu; pero poco oímos acerca de los resultados satisfactorios de esa búsqueda, a lo menos en la forma en que se los pretende hallar. Hemos visto terminar algunas de esas reuniones con una experiencia renovada, pero sin haber experimentado en su totalidad lo que se buscaba. Oímos hablar a veces de “rocío del Espíritu Santo”, o “gotas del Espíritu Santo”, pero no oímos de experiencias vibrantes como resultado de las lluvias llenas del Espíritu.
¿A qué se debe esta situación? ¿Estamos buscando lo que debemos buscar? ¡Podría ser que los árboles nos impidieran ver el bosque! ¿Qué debemos buscar?
Quizá esperemos lenguas de fuego o un terremoto como el que acompañó el derramamiento del Espíritu Santo en Pentecostés. Tal vez estemos buscando alguna experiencia emotiva, dramática, y al no experimentarla, creemos que no hemos recibido el bautismo del Espíritu Santo.
En un intento por entender tan preciosa verdad, enumeramos y analizamos brevemente el abecé de lo que la Biblia y el espíritu de profecía nos presentan al respecto.
1. La Biblia refiere manifestaciones dramáticas de la presencia o la intervención de Dios. Pero habla también de muchísimas ocasiones en las que Dios se manifestó en forma quieta, reposada y tranquila. Mientras hay un monte Carmelo y un Sinaí, hay centenares de “el Señor me habló” o “vino a mí palabra de Jehová”. Luego de la dramática manifestación de Dios en el Carmelo, está la experiencia de Elías en Horeb, en la que especialmente se registra que Jehová no estaba en el poderoso viento que quebraba las peñas, ni en el terremoto, ni en el fuego, sino en el silbo apacible y suave. (1 Rey. 19:11-13.) En el mismo monte, y en tiempos del Éxodo, se dice que “Jehová había descendido sobre él en fuego; y el humo subía como el humo de un horno, y todo el monte se estremeció en gran manera” (Exo. 19: 18). Moisés pudo haber estado escondido en la misma cueva en que ahora estaba Elías. (Exo. 33:21-23; SDA Bible Commentary, tomo 2, pág. 824.)
2. En lo que atañe a la recepción del Espíritu Santo, no hay en el registro bíblico dos experiencias exactamente iguales. Las lenguas de fuego de Hechos 2 no aparecen en Hechos 8, 10 ni 19, que son otros casos registrados de recepción del Espíritu Santo. No se menciona que los samaritanos (Hech. 8:14-17) hayan hablado en lenguas; la imposición de manos está mencionada en Hechos 8 y 19, pero no figura en los capítulos 2 y 10. Así como cada caso de conversión es diferente, lo es también la forma en que obra el Espíritu Santo. No hay en la Biblia una experiencia tipo, en la que deben basarse todas las demás.
3.La plenitud del Espíritu Santo deberá ser precedida por la lluvia temprana del Espíritu, que es la conversión. “El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni a dónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu” (Juan 3:8). La obra del Espíritu es tan indefinible como la del viento. La pregunta de Nicodemo: “¿Cómo puede hacerse esto?” tuvo como respuesta, no una definición, sino otra pregunta: “¿Eres tú maestro de Israel, y no sabes esto?” No hay en los versículos siguientes ninguna aclaración. La obra del Espíritu se siente; no se define.
Podríamos decir: “Es necesaria la conversión para poder recibir el Espíritu Santo”. Pero, ¿acaso no es la conversión la obra del Espíritu Santo? ¿No es el Espíritu Santo el que guía a la verdad, convence de pecado y produce el nuevo nacimiento? El Espíritu Santo está presente antes, durante y después de la conversión. Contiende con el hombre cuando está aún en pecado. Le enseña la verdad, impresiona su corazón con la necesidad del arrepentimiento; produce en él el deseo del arrepentimiento. Lo lleva a abandonar la falta, efectúa el nuevo nacimiento y por la aplicación de la justicia impartida lo conduce a lo largo del proceso de la santificación. Ahora bien, este proceso es indispensable para recibir la plenitud del Espíritu, el derramamiento de la lluvia tardía.
¿Qué debemos buscar entonces? No el viento recio, ni el terremoto ni las lenguas de fuego. Más bien el silbo apacible y suave, la lluvia temprana, que nos preparará para la tardía. Es eso precisamente lo que el espíritu de profecía declara con insistencia:
“Vi que los hijos de Dios aguardaban que sucediera algún cambio, y se apoderase de ellos algún poder que los impulsara. Pero sufrirán una desilusión, porque están equivocados. Deben actuar; deben poner manos a la obra y clamar fervorosamente a Dios para obtener un conocimiento verdadero de sí mismos” (Servicio Cristiano, pág. 55).
“Por otra parte, hay algunos que, en lugar de aprovechar con sabiduría las oportunidades presentes, están esperando en la ociosidad que alguna ocasión especial de refrigerio espiritual aumente muchísimo su capacidad de iluminar a otros. Descuidan sus deberes y privilegios actuales y permiten que su luz se empañe a la espera de un tiempo futuro en el cual, sin ningún esfuerzo de su parte, sean hechos los recipientes de bendiciones especiales que los transformen y capaciten para servir” (Los Hechos de los Apóstoles, pág. 44).
“El Espíritu Santo no podrá nunca ser derramado mientras los miembros de la iglesia alberguen divergencias y amarguras los unos hacia los otros. La envidia, los celos, las malas sospechas y las maledicencias son de Satanás, y cierran eficazmente el camino para que el Espíritu Santo no obre” (Joyas de los Testimonios, tomo 2, pág. 381).
En el capítulo “Principios Vitales”, de Testimonios para los Ministros, hay una sección titulada “Orar por la lluvia tardía”, cuya lectura recomendamos. Habla allí de la lluvia temprana, pero no aplicada al Pentecostés, sino a la obra del Espíritu Santo en la conversión. La autora dice:
“Muchos han dejado en gran medida de recibir la primera lluvia. No han obtenido todos los beneficios que Dios ha provisto así para ellos. Esperan que la falta sea suplida por la lluvia tardía. Cuando sea otorgada la abundancia más rica de la gracia, se proponen abrir sus corazones para recibirla. Están cometiendo un terrible error… El corazón debe ser vaciado de toda contaminación, y limpiado para la morada interna del Espíritu” (Testimonios para los Ministros, págs. 515, 516).
Por lo tanto, ¿qué debemos pedir? Primeramente, la lluvia temprana, la que produce una conversión cabal y genuina. Sólo cuando esto sea una realidad, vendrá la plenitud. Será en vano pedirla si primero no hemos nacido del Espíritu. El bautismo del Espíritu es la conversión, es el nuevo nacimiento, es dejar de vivir conforme a la carne para vivir en el Espíritu; es dejar de tener el fruto de la carne para tener los frutos del Espíritu.
Sea nuestra oración: “Señor, envía lenguas de fuego, y el terremoto y el fuego y el humo .si son necesarios, pero primero envíanos el silbo apacible y suave, para que nuestra vida sea transformada”.