Sin lugar a duda, Juan el Bautista fue uno de los predicadores más exitosos que el mundo ha conocido. Cristo dijo de él: “Porque os digo que entre los nacidos de mujeres, no hay mayor profeta que Juan el Bautista” (Luc. 7:28). El éxito de Juan como evangelista se advierte claramente en los relatos que los Evangelios hacen de su ministerio. Este predicador no tenía un presupuesto destinado a la propaganda de sus campañas. Tampoco tenía un equipo evangélico. No realizaba sus esfuerzos en las ciudades sino en los lugares desiertos de Judea. Setecientos años antes, el profeta Isaías había descripto al Bautista tan sólo como la “voz que clama en el desierto” (Isa. 40:3). Pero esa voz debió tener un admirable poder de atracción, porque, pese a que los oyentes de Juan tenían que viajar por caminos polvorientos, bajo los ardientes rayos del sol, para llegar a su morada, la Biblia dice: “Entonces salía a él Jerusalén, y toda Judea y toda la provincia de alrededor del Jordán; y eran bautizados de él en el Jordán, confesando sus pecados” (Mat. 3:5, 6).
Se nos ha dicho que Juan trabajaba “para aparejar al Señor un pueblo apercibido” (Luc. 1:17). En El Deseado, pág. 80; leemos: “Al preparar el camino para la primera venida de Cristo, representaba a aquellos que han de preparar un pueblo para la segunda venida de nuestro Señor”. Dios ha encomendado a sus ministros de hoy la solemne tarea de preparar a un pueblo para su segunda venida; por lo tanto, ¿no anhelamos ver en nuestra predicación los resultados de la predicación de Juan?” Príncipes y rabinos, soldados, publicanos y campesinos acudían a oír al profeta. Personas de todas las clases sociales se sometieron al requerimiento del Bautista, a fin de participar del reino que anunciaba. Muchos de los escribas y fariseos vinieron confesando sus pecados y pidiendo el bautismo” (Id., pág. 84).
Alguno podrá pensar que las condiciones que imperaban en los días de Juan eran diferentes de las actuales; que él no tuvo que hacer frente a la competencia del cine, la televisión y otras invenciones de esta época científica, que ocupan la atención de tantas personas. Todo lo contrario, Juan vivió en una época en que no estaban ausentes los placeres y las oportunidades de llevar una vida fácil. Leamos lo que sigue: “En el tiempo de Juan el Bautista, la codicia de las riquezas, y el amor al lujo y a la ostentación, se habían difundido extensamente. Los plácelo res sensuales, banquetes y borracheras, estaban ocasionando enfermedad física y degeneración, embotando las percepciones espirituales, y disminuyendo la sensibilidad del pecado” (pág. 80).
¿Qué clase de persona era este hombre que atraía a las multitudes alejándolas del brillo de las perversas ciudades y conduciéndolas hacia los lugares desiertos? Nosotros que acudimos a Dios en busca de mayor poder para nuestro ministerio, haríamos bien en reflexionar sobre la vida y el carácter de esta “voz” imperiosa.
Una voz modesta
Las campañas de Juan tenían éxito porque él destacaba más el mensaje que al mensajero.
Dirigía la vista de la gente no al portador del mensaje sino al Portador del pecado. “Al ver Juan que el pueblo se volvía hacia él, buscaba toda oportunidad de dirigir su fe a Aquel que había de venir” (Id., pág. 87). La popularidad no enorgulleció a este predicador, porque “miraba al Rey de su hermosura y se olvidaba de sí mismo” (Id., pág. 83).
Sí, “se olvidaba de sí mismo”. Cuando Juan hubo contemplado al Salvador en toda su hermosura. su único deseo fue preparar los corazones de la multitud para que aceptaran al Redentor que estaba por venir. No haría nada por atraer a la gente hacia sí mismo. Aun su vestido era el sencillo atavío de los antiguos profetas. Antes de hablar, nadie presentaba con lenguaje pomposo sus realizaciones pasadas o sus cualidades como orador. De hecho, pocos de sus oyentes sabían quién era. Esto hizo que los judíos le enviaran representantes con esta pregunta: “¿Quién eres?… ¿Qué dices de ti mismo?” (Juan 1:22).
Aquí había una oportunidad única para lograr que toda la nación lo reconociera. ¿Qué evangelista de hoy no aprovecharía esta oportunidad para obtener publicidad gratuita? Esos “periodistas” fueron enviados por algunos de los dirigentes religiosos de la nación, para que
le formularan esta pregunta: “¿Qué dices de ti mismo?”
La respuesta que les dio Juan manifestaba su modestia. Ni siquiera les dió su nombre.
Solamente repuso: “Soy la voz del que clama en el desierto: enderezad el camino, del Señor, como dijo Isaías profeta” (Juan 1:23).
Cuando comencé mi ministerio público, lo mismo que otros compañeros evangelistas, pensaba que el orador debía recibir una gran propaganda a fin de atraer a la gente. Debían haber grandes carteles, con un retrato del orador ocupando mucho del espacio. Debía haber una descripción de las realizaciones del orador. Yo a menudo permití a mis bien intencionados colaboradores chinos adornar mi propaganda con comentarios como éste: “El orador, aunque es norteamericano, habla el chino con fluidez, y entiende a los clásicos antiguos”. Tal exaltación de mis calificaciones no sólo bordeaba en lo hiperbólico, sino también me colocaban bajo una gran tensión nerviosa. Me encontré empleando horas en memorizar cada conferencia, pasando gran trabajo en pronunciar correctamente y en asegurarme de que la entonación de cada palabra fuera perfecta. Este esfuerzo humano por ponerme a la altura de la propaganda realizada me hacía pensar mucho en mí mismo cuando estaba en la plataforma. Mis sermones fueron formales y fríos. Y a la conclusión de cada reunión, quedaba desanimado y derrotado. Esa clase de Evangelismo público se convertía verdaderamente en un “esfuerzo”.
Luego ocurrió un cambio. Mi esposa me decía con frecuencia: “No te empeñes tanto en la parte mecánica de la presentación. Olvídate de ti mismo. Entrégate al Señor y deja que él hable”. He hecho esto, y el resultado ha sido verdaderamente recompensado.
No hay sustituto para la voz de Dios que habla a través del humilde instrumento humano. Esta clase de predicación es la mejor propaganda que se conoce. ¡Lo que les atrae a las masas a nuestros centros de evangelismo y mantiene a la gente asistiendo es el magnético poder del mensaje y no del orador! Hagamos énfasis en el mensaje antes que en el mensajero. Digamos con Juan: “A él conviene crecer, más a mí menguar”, y nuestro ministerio será fructífero.
Una voz segura
El mensaje de Juan adquiría fuerza por el elemento de certidumbre y la nota de urgencia que tenía. “Arrepentíos, que el reino de los cielos se ha acercado”, exclama. Era un mensaje que penetraba en el corazón de los oyentes. Nadie que escuchara dejaba de sentir el poder convincente de la Palabra y la necesidad de una inmediata preparación.
“Dios no envía mensajeros para que adulen al pecador. No da mensajes de paz para arrullar en una seguridad fatal a los que no están santificados. Impone pesadas cargas a la conciencia del que hace mal, y atraviesa el alma con flechas de convicción” (Id., pág. 83).
Como ministros, ¿estamos predicando un mensaje de paz? ¿Pasamos más tiempo puliendo nuestros sermones que aguzando nuestros sermones? ¿Nos interesamos principalmente en vestir nuestros sermones con los modernos atavíos del razonamiento filosófico, para que adormezcan la conciencia en lugar de punzarla?
¿Utilizamos más una incierta forma psicológica de encarar un problema que la forma directa de “así dice el Señor”? ¿Preferimos oír decir después del sermón: “Ud. presentó un hermoso discurso”, en lugar de: “Hoy habló el Señor”?
Ha llegado el momento cuando el pueblo adventista debe proclamar el mensaje del Evangelio con una voz segura. En 1909, Elena G. de White hizo notar lo siguiente: “Si cada soldado de Cristo hubiese cumplido su deber, si cada centinela puesto sobre los muros de Sion hubiese tocado la trompeta, el mundo habría oído el mensaje de amonestación. Mas la obra ha sufrido años de atraso. Entretanto que los hombres dormían, Satanás se nos ha adelantado” (Joyas de los Testimonios, tomo 3, pág. 297).
Una voz consecuente
Juan no sólo predicaba. Practicaba aquello que predicaba. Nadie que se asociara con el evangelista podía dejar al poco tiempo de sentir el hecho de que Juan mismo se estaba preparando para el advenimiento de su Señor.
La Hna. White dice: “Juan debía destacarse como reformador. Por su vida abstemia y su ropaje sencillo, debía reprobar los excesos de su tiempo” (El Deseado, pág. 80). Nosotros que diariamente proclamamos la inminencia de la aparición de nuestro Señor, ¿damos evidencia visible de que nosotros mismos estamos realizando la preparación necesaria para conducir a la grey al reino? ¿Hemos dado ocasión a la crítica por nuestra innecesaria extravagancia en el vestir o por la forma en que amoblamos nuestras casas? ¿Profesamos ser peregrinos que esperan una permanente residencia en la Canaán celestial, y sin embargo desmentimos esa profesión invirtiendo cada vez más en las posesiones perecederas de esta tierra?
El mensaje del Bautista estaba respaldado por una vida temperante. Cada día obtenía nuevas victorias sobre la pasión y el apetito, y el Señor lo bendijo con una fuerte constitución física y una mente clara y aguda. “Todos los que quieran alcanzar la santidad en el temor de Dios, deben aprender las lecciones de temperancia y dominio propio. Las pasiones y los apetitos deben ser mantenidos sujetos a las facultades superiores de la mente. Esta disciplina propia es esencial para la fuerza mental y la percepción espiritual que nos han de habilitar para comprender y practicar las sagradas verdades de la Palabra de Dios” (Id., págs. 80, 81).
Una voz valerosa
Juan fue un predicador valeroso. Reprochó la hipocresía de los orgullosos escribas y fariseos que buscaban el bautismo como medio de aumentar su influencia entre la gente. “Podía estar en pie sin temor en presencia de los monarcas terrenales, porque se había postrado delante del Rey de reyes” (Id., pág. 83).
No es fácil señalar el pecado. Pero esta es una obra que el ministro consciente no puede descuidar. En una hora cuando algunos en la iglesia están dormidos, es necesario dar al pecado su verdadero nombre. Quiera Dios darnos una buena medida de su Espíritu que nos permita unir nuestras voces en un llamamiento poderoso e irresistible. “Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado”.
Sobre el autor: Director Asociado de la Asociación Ministerial de la Unión de las Iglesias del Sur de la China