El hombre moderno está rodeado de sombras, de angustia y temores. Una psicosis general domina todas las cosas, la psicosis de la incertidumbre. El fuego del maligno está devorando a las almas e incinerando al mundo. Los temblores de la demencia y la locura están sacudiendo los fundamentos de la estructura social. ¡En verdad, ésta es una hora de crisis!
En estos días inquietantes sentimos el gran desafío de una obra inconclusa. Sentimos la responsabilidad intransferible de cumplir la orden divina que puede resumirse en el verbo ID.
Como iglesia debemos ir y proclamar el mensaje de paz, esperanza y salvación a legiones de almas miserables y afligidas. Debemos ir sostenidos por la fe, estimulados por el ideal de Cristo, y competidos por una consumidora pasión por los perdidos; pero, recordemos que necesitamos poder para cumplir este solemne cometido. ¿Qué clase de poder?
Algunos creen en el poder proveniente de una temporaria posición jerárquica. Una vez la madre de dos predicadores, preocupada acerca del futuro de sus dos hijos, hizo un pedido inusitado al Señor: “Entonces se le acercó la madre de los hijos de Zebedeo con sus hijos, postrándose ante él y pidiéndole algo. Él le dijo: ¿Qué quieres? Ella le dijo: Ordena que en tu reino se sienten estos dos hijos míos, el uno a tu derecha, y el otro a tu izquierda” (Mat. 20:20, 21).
Ellos necesitaban poder para realizar la obra que se les daría. ¡Pero cuán débil es el poder proveniente de una posición! ¡Cuán frágil es la energía emanada de una responsabilidad jerárquica! El poder para terminar la obra no reside en la Junta de la división. No está acumulado en las oficinas de la unión o en la sede del campo local.
En verdad, el poder prometido no viene del Norte o del Sur; proviene de lo alto.
El frágil poder de la maquinaria
Era de noche. Jesús estaba orando en el huerto de Getsemaní. Repentinamente el solemne silencio de las horas de la noche fue roto por el paso marcial de los soldados romanos que, guiados por Judas, venían a arrestar a Jesús. Soñoliento y cansado, Pedro se puso de pie y miró cómo Jesús era prendido por sus enemigos. Dominado por la ira y siguiendo sus impulsos naturales, Pedro levantó su espada contra Maleo, el siervo del sumo sacerdote. Al observar este gesto airado de Pedro, Jesús le ordenó: “Vuelve tu espada a su lugar” (Mat. 26:52).
¡Pobre galileo! En un momento de crisis puso su confianza en el filo de su espada.
Como iglesia estamos tentados a depositar nuestra confianza en la estructura eclesiástica que poseemos, esta extraordinaria maquinaria denominacional.
Sí, nos enorgullecemos cuando comparamos nuestro sistema administrativo con la estructura de otros grupos religiosos. Con todo, esta maravillosa organización puede llegar a ser un obstáculo que limite los triunfos de la predicación.
Existe el peligro de vernos envueltos en una excesiva burocracia, y ser absorbidos por una ruidosa maquinaria carente del aceite divino. Un predicador sudamericano visitó la sede de su iglesia en los Estados Unidos, una iglesia que había perdido su conciencia misionera y su sentido de misión, y de una manera muy pintoresca describió sus impresiones: “¡Qué cantidad de oficinas con computadoras electrónicas, calculadoras, archivos y modernos sistemas de clasificación! ¡Qué cantidad de gráficos que mostraban ganancias y pérdidas! Vi administradores, archivistas y contadores por doquiera; gran cantidad de secretarias con gruesos lentes, escribiendo a máquina facturas, cartas, circulares y toda suerte de documentos. ¡Gran ruido de máquinas en acción!
“Creedme, cuando dejé ese grande y moderno edificio, estaba descorazonado. Nuestra iglesia es hoy una gran empresa, ¡y qué empresa!” (Pensamiento Cristiano, septiembre de 1966, pág. 218).
Nosotros no estamos libres del peligro de ver nuestra estructura eclesiástica transformada en una acaudalada empresa.
Si Sudamérica ha de ser ganada para Cristo, no lo será mediante la maquinaria denominacional solamente. Si hemos de cumplir el mandato de evangelizar a cada criatura, no lo haremos solamente desarrollando superestructuras eclesiásticas. Debemos mantener una actitud de vigilancia contra el peligro de una superorganización. El problema que hallamos en muchas de nuestras iglesias hoy es que están demasiado ocupadas en organizar, en lugar de agonizar por las almas.
Las siguientes palabras fueron escritas por uno de los más destacados administradores de nuestra iglesia, el pastor Arturo G. Daniells: “Este movimiento es de Dios. Está destinado a triunfar gloriosamente. Su organización ha sido diseñada por el Cielo. Sus departamentos son las ruedas dentro de las ruedas, todas diestramente entrelazadas; pero son incompletas y parciales sin el Espíritu en las ruedas para darles poder y rápidos resultados. Estas ruedas están compuestas de hombres y mujeres. Dios bautiza a hombres y mujeres en lugar de movimientos; y cuando los hombres reciben el poder del Espíritu en sus vidas, la hermosa maquinaria se mueve rápidamente en cumplimiento de su tarea señalada. Esto debe realizarse individualmente antes que pueda realizarse colectivamente. ¡Cuán imperativa, entonces, es nuestra necesidad de la provisión de Dios!” (Christ Our Righteusness, págs. 30, 21).
Sí, nuestra estructura administrativa, nuestro programa de trabajo, nuestros planes y técnicas de promoción, son todos necesarios. Pero debemos mantenerlos en su debido lugar.
“Vuelve tu espada a su lugar”, dijo el Señor.
El poder de Dios es más importante que el poder de la espada. Los recursos del Omnipotente son más eficaces que los sistemas de organización.
El engañoso poder del dinero
Entre los discípulos de Jesús había uno que se llamaba Judas. Él era como una úlcera en el sacro colegio de los apóstoles. Carecía de las condiciones indispensables para la obra del discipulado. Confiaba más en el poder del dinero que en el poder de Dios. Esta confianza en valores engañosos lo arruinó.
Más importante que las cuentas bancadas es el poder procedente de lo alto que nos preparará para realizar una obra dinámica y fructífera en favor de las almas.
En la fascinante historia de la evangelización encontramos la sobresaliente personalidad de Juan Wesley, un inconfundible ejemplo de menosprecio del oro, y de una total consagración a los ideales del Evangelio.
Después de un agitado ministerio que se distinguió por los triunfos más sobresalientes, el encanecido evangelista firmó el siguiente testamento:
“Dejo al mundo mi gastado sobretodo, varios libros, algunos viejos manuscritos, y la Iglesia Metodista”.
¡Qué maravilloso legado!
El poder de lo alto
Necesitamos un poder mayor que el que emana de las posiciones jerárquicas, o de la estructura eclesiástica, o del capital operativo. Necesitamos el poder de lo alto, la energía divina que impulsó a los apóstoles a las mayores conquistas de la evangelización que caracterizaron los primeros días del cristianismo.
Se calcula que entre seis y siete millones de personas aceptaron a Cristo mediante el trabajo de un grupo de hombres sin poder, pero poseídos por la energía celestial.
La experiencia de los apóstoles en el Pentecostés fue el cumplimiento de la promesa: “Recibiréis poder”. Pedro hizo un esfuerzo por explicar los sucesos del aposento alto: “Mas esto es lo dicho por el profeta Joel: Y en los postreros días, dice Dios, derramaré de mi Espíritu sobre toda carne, y vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán; vuestros jóvenes verán visiones, y vuestros ancianos soñarán sueños… Porque para vosotros es la promesa, y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos; para cuantos el Señor nuestro Dios llamare” (Hech. 2:16, 17, 39).
¿Qué promesa es ésa? La plenitud del Espíritu Santo, para vivir y servir exitosamente.
“Porque para vosotros es la promesa”, declaró Pedro.
“Si todos quisieran, todos serían llenados del Espíritu… El Señor está más dispuesto a dar el Espíritu Santo a los que le sirven, que los padres a dar buenas dádivas a sus hijos. Cada obrero debiera elevar su petición a Dios por el bautismo diario del Espíritu” (Los Hechos de los Apóstoles, pág. 41).
Quiera Dios darnos este poder que nos capacite para escribir con nuestras vidas el último capítulo de la iglesia de Dios en la tierra.
Sobre el autor: Presidente de la División Sudamericana