Era la última noche del año. Un agobiado anciano se apoyaba contra su ventana. Sus ojos secos por el insomnio recorrían vagamente el firmamento iluminado por una encantada procesión de estrellas. Pero la belleza de ese escenario nocturno, de aquella noche de fiesta, no bastaba para suprimir el tedio y la melancolía que oprimían su corazón.

El recuerdo de una cantidad de errores cometidos y de un sinnúmero de fracasos experimentados a lo largo del año constituían una verdadera tortura para el anciano.

Finalmente, una dolorosa exclamación se escapó de sus labios trémulos: “¡Ah, si pudieran volver los días de este año!” Pero el solemne silencio nocturnal sepultó las tristes palabras pronunciadas… No hubo ninguna respuesta. Para él, todo era irremediable.

¡Cuán diferente fue la actitud de Pablo, el audaz legionario de la fe! En su carta pastoral a los filipenses registró su decisión inquebrantable: “Olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está adelante, prosigo al blanco, al premio de la soberana vocación de Dios en Cristo Jesús” (Fil. 3:13, 14). Mirando hacia el pasado, este indomable conquistador de almas podía ver en la estela de sus audaces arremetidas contra el paganismo, un significativo número de iglesias afirmadas en el Evangelio de la cruz, como resultado de su labor fecunda. Sin embargo, preguntaba Juan Crisóstomo, el príncipe de la predicación expositiva, “¿para qué contemplar el pasado, si lo más importante todavía estaba por hacerse?” Cuando este número salga a la circulación, estaremos en el umbral de un nuevo año, con sus sorpresas y oportunidades. Nos sentiremos tentados a inventariar los fracasos experimentados, mortificándonos, como aquel desilusionado anciano, con el infeliz recuerdo de nuestras frustraciones. Oportuno será, entonces, el mensaje de Pablo, el evangelista de los gentiles:

“Olvidando ciertamente lo que queda atrás… prosigo al blanco”.

 —¡Eli, tú! —le dijo un agricultor a un obrero inexperimentado—. El trabajo no debe hacerse así. Los surcos no deben quedar torcidos.

Fija tus ojos en un objetivo distante, al otro lado del campo, y luego avanza hacia él. Aquel buey, junto a la tranquera, es un buen punto de referencia. Toma la mansera y no lo pierdas de vista, así el surco saldrá sin curvas ni sinuosidades. —Sí, señor —respondió el obrero. Unos minutos después, cuando el patrón volvió, comprobó con disgusto que el arado había seguido una trayectoria sinuosa.

—¡Detente! ¡No sigas más! —gritó.

—Pero, si conduje el arado exactamente de acuerdo con sus instrucciones —observó el obrero—. Procuré abrir el surco orientándome por el buey, pero éste no se estaba quieto en su lugar.

El objetivo móvil y el propósito inconstante no tenían lugar en el ministerio de Pablo, cuando afirmó: “Prosigo al blanco”. Conduciendo con firmeza el arado, sin volver la vista, fijaba sus ojos en el blanco que se había propuesto: “Al premio de la soberana vocación de Dios en Cristo Jesús”.

Una de las razones que determinan el fracaso en la obra ministerial es, no hay duda, la ausencia de un propósito definido. Propongámonos, pues, en el mismo comienzo de este nuevo año, trabajar con mayor fervor, teniendo en vista la terminación de la obra que se nos ha encomendado.

Ningún otro año ha presentado mejores posibilidades para el evangelismo como el año que ahora se inicia. ¿No se propondrá cada obrero el blanco de hacer para Cristo mayores cosas que en el pasado?