“¿Quién es el que me ha tocado?”, preguntó Jesús. Mientras los discípulos se excusaban, Pedro respondió: “Maestro, la muchedumbre te aprieta y oprime, y dices: ¿Quién es el que me ha tocado?” (Luc. 8:45).
Uno de los peligros del ministerio pastoral es hablar de Jesús sin el especial beneficio del contacto con él. Como Pedro y la multitud desatenta, tocamos a Jesús pero no sentimos ningún poder que fluya hacia nosotros.
Hace algún tiempo, en el intento de impedir la superficialidad que estaba invadiendo mi espíritu, busqué una vigorizante porción de las Escrituras. Y me maravillé con el pedido angustioso que hizo Abraham en favor de Sodoma (Gén. 18:22-33). Oí a Moisés cuando cantaba con Israel junto al Mar Rojo: “¿Quién como tú, oh Jehová, entre los dioses? ¿Quién como tú, magnífico en santidad, terrible en maravillosas hazañas, hacedor de prodigios?” (Éxo. 15:11). Contemplé a David mientras danzaba cuando el arca regresaba a su hogar (1 Crón. 15).
También me sorprendieron las lágrimas que derramó Daniel por Nabucodonosor (Dan. 4:19); encontré a Esdras rasgando sus vestiduras y arrancándose el cabello, angustiado por los pecados de su pueblo, y reuniéndose con los que temían la Palabra de Dios (Esd. 9:1-6). Sentí la pasión en la voz de Pablo cuando les escribió lo siguiente a los cristianos de Tesalónica: “Pero nosotros, hermanos, separados de vosotros por un poco de tiempo, de vista pero no de corazón, tanto más procuramos con mucho deseo ver vuestro rostro; por lo cual quisimos ir a vosotros, yo Pablo ciertamente una y otra vez; pero Satanás nos estorbó. Porque, ¿cuál es nuestra esperanza, o gozo, o corona de que me gloríe? ¿No lo sois vosotros, delante de nuestro Señor Jesucristo, en su venida? Vosotros sois nuestra gloria y gozo” (1 Tes. 2:17-20).
Leí acerca del llanto del salmista: “Como el siervo brama por las corrientes de las aguas, así clama por ti, oh Dios, el alma mía. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo vendré, y me presentaré delante de Dios?” (Sal. 42:1, 2). “Dios, Dios mío eres tú; de madrugada te buscaré; mi alma tiene sed de ti, mi carne te anhela. En tierra seca y árida donde no hay aguas” (Sal. 63:1). “Anhela mi alma y aun ardientemente desea los atrios de Jehová; mi corazón y mi carne cantan al Dios vivo” (Sal. 84:2).
El peligro de la superficialidad
Mientras leía y subrayaba esos pasajes en mi Biblia, también estaba leyendo el libro Celebration of Discipline (La celebración de la disciplina), de Richard Foster. Sus palabras acentuaron el contraste entre la gente que ama las Escrituras y mi contacto con Cristo, con frecuencia tan leve. “La superficialidad es una característica de nuestra era. La doctrina de la satisfacción instantánea es un problema espiritual básico. La desesperada necesidad de hoy no es de una gran cantidad de personas inteligentes o bien dotadas, sino de individuos profundos.
David Watson, en el prefacio de este mismo libro, evalúa con dolor el cristianismo occidental y lo califica de “flojo”, “con una triste decadencia de la verdadera espiritualidad”. Tal vez en los últimos veinte años, desde que Foster escribió ese libro, la decadencia se extendió más allá de Norteamérica en dirección a Europa, y amenaza con convertirse en la característica de la mayor parte de nosotros. “Nos olvidamos de mantenernos serenos delante de Dios, de meditar, envueltos como estamos en el torbellino de la vida moderna. Hemos perdido nuestro sentido de orientación y, confundidos y perplejos, sabemos poco de la exuberante alegría de la celebración que ha experimentado el pueblo de Dios a lo largo de los siglos, incluso en condiciones depresivas. Hay poco que atraiga al incrédulo en la iglesia organizada y tradicional”.
Si la mitad de este análisis fuera verdadero, posiblemente nosotros, los pastores, tenemos que hacer un inventario de nuestra vida espiritual. ¿Nos hemos adormecido en el “papel profesional del pastor”, que toca sólo levemente las cosas de Dios? ¿Somos acaso un poco mejores que el “metal que resuena, o (el) címbalo que retiñe” (1 Cor. 13:1), que tan poco impresiona al mundo incrédulo?
Si así es, ¿qué podemos hacer? ¿Cómo podemos tocar a Jesús y recibir poder? En realidad, estas preguntas son erróneas porque nunca produciremos los cambios necesarios. Incluso nuestros intentos de relación devocional con Jesús pueden dejarnos vacíos. Elena de White escribió: “Muchos, aun en sus momentos de devoción, no reciben la bendición de la verdadera comunión con Dios. Están demasiado apremiados. Con pasos presurosos penetran en la amorosa presencia de Cristo y se detienen tal vez un momento dentro de ese recinto sagrado, mas no esperan consejo. No tienen tiempo para permanecer con el divino Maestro. Vuelven con sus preocupaciones al trabajo”.
Esa gente sabe todo con respecto a tocar a Jesús. ¡Lo hacen todos los días! Pero sólo consiguen tal vez algo más de lo que obtenía la gente que tocaba al Maestro sin saber que de él salía poder.
¿Será que habrá que duplicar o triplicar el tiempo que le dedicamos a las actividades devocionales?
¿Conseguiríamos de ese nodo vinculamos con el poder? Ésta también es una pregunta equivocada. Nuestras acciones jamás producirán el cambio. Las acciones conscientes de la mujer que padecía de hemorragia no eran demasiado diferentes de las acciones inconscientes de la multitud. La diferencia era que ella quería estar sana. “En aquel toque se concentró la fe de su vida”. Ese toque era solamente una expresión de su intenso deseo.
El puente del intenso deseo de Dios
¿De dónde viene ese anhelo? No de mis acciones. Ni siquiera de una manifestación de mi voluntad. El intenso deseo de Dios es un don: un don de la gracia. Jesús lo dijo con mucha claridad: “Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no lo trajere” (Juan 6:44). “Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo” (Juan 12:32). ¡El intenso deseo de Dios es un don! A Jesús se lo levanta y a nosotros se nos atrae. El Padre declara: “Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia” (Jer. 31:3); y nosotros lo deseamos. Y, en respuesta, clamamos: “Extiendo mis manos a ti. Mi alma a ti como la tierra sedienta” (Sal. 143:6).
Creo que como pastores disminuimos o descuidamos ese don. Con mucha frecuencia estamos tan ocupados en elaborar una idea para el bosquejo del sermón que dejamos de oír la voz de nuestro Padre. Buscamos palabras, planificamos cosas con la idea de impulsar el reino, y nos olvidamos que somos como niños que necesitamos desesperadamente del amor del Padre, que él nos da más allá de toda comprensión.
El intenso deseo de Dios es un don de pura gracia, nacido del amor del Padre. Yo no lo puedo crear. Sólo puedo abrazarlo. Y también puedo abrazar las actitudes y los actos que nutren ese don y que resisten a todo lo que trata de destruirlo. Mi experiencia me demuestra cuán fácilmente me olvido de que ese intenso deseo es un don de la gracia. También he aprendido cuánto me tranquiliza abrazar esas actitudes y esos actos que nutren ese don y resisten lo que lo destruye.
Una de esas actitudes es mi identidad como hijo. Soy hijo de Dios. Soy su hijo antes de ser pastor, profesor, consejero, administrador o cualquier otra cosa. Soy hijo de Dios. Soy valioso para él sin necesidad de presentar un hecho especial. Sin su ayuda soy vulnerable. Tan vulnerable como un corazón dividido, una mente distraída, un amor disminuido, como cualesquiera de las personas a las cuales ministro. Mi papel de pastor no me hace mejor que los demás delante de Dios. Soy sólo uno de sus hijos, desesperadamente necesitado de la ayuda diaria de mi Padre. Al abrazar esa actitud, abrazo ese don.
Integración de la vida
La otra actitud que debemos abrazar deriva de la primera. Estoy aprendiendo a integrar mi vida (emocional, social, familiar, física, espiritual, vocacional). Keith Miller, en su libro The Taste of New Wine (El sabor del vino nuevo), expresó precisamente eso, diez años después de su conversión. “Todas las diferentes personalidades que he proyectado en los diversos aspectos de mi experiencia es como si me hubieran sido incorporadas. No tengo un vocabulario separado, un tipo distinto de humor o un patrón de ética diferente para mi vida profesional, familiar, religiosa y devocional. Es como si Cristo hubiera levantado el puño para golpear los fragmentos de mi espíritu con el fin de tomar mi vida despedazada”.
También estoy aprendiendo a “ponerme bajo la autoridad de la Palabra”, en lugar de usarla como si fuera una herramienta de trabajo. Estoy aprendiendo a pensar que la iglesia es de Dios, la obra es de Dios y en función de la perspectiva de Dios, en lugar de pensar en mi congregación, mi trabajo, mis planes. A veces estoy aprendiendo con dolor qué es vulnerabilidad, transparencia y autenticidad. Estoy aprendiendo más acerca del significado de la gracia del sábado, ¡a pesar de ser pastor! Y que, como todos los dones de son anticuados. Ayúdelos a entender por qué sus padres quieren participar con ellos. Y ayude a los padres a entender por qué sus hijos adolescentes quieren ser independientes.
Rebelión. Algunas veces el proceso de “encontrase a sí mismo” toma una dirección que los psicólogos llaman “identidad negativa”. La mayor parte de los dirigentes de jóvenes la llaman rebelión. Usted puede desempeñar un papel clave cuando acepta a los “rebeldes” con el fin de que lleguen a ser los adultos en que se convertirán.
Busca de significado. Los jóvenes tienen que responder ahora, de forma honesta y cuidadosa, las grandes preguntas de la vida. Usted goza del privilegio de estar precisamente allí para ayudarlos a formular esas respuestas en el contexto del amor de Dios y su voluntad para la vida de ellos. Planifique actividades durante las cuales pueda conversar acerca de la voluntad de Dios, la misión, el cristianismo, etc.
Desilusión. Cuando ven los fracasos de los adultos, los jóvenes se preguntan hasta qué punto compensa el sufrimiento en esta vida. Ven la hipocresía, el orgullo, la envidia y otras manifestaciones de pecado, y se preguntan: “¿Para qué preocuparse?” Esa pregunta le da a usted la oportunidad de responder con amistad y amor en una discusión abierta acerca del carácter de Dios.
Dificultad personal. Muchos adolescentes provienen de hogares donde los conflictos son difíciles y constantes, y sus inseguridades emocionales no los animan a hacer un compromiso de fe con Dios. Esos jóvenes necesitan más tratamientos de amor que grupos de oración o sermones.
El medio ambiente. La mayor parte de los jóvenes aparentemente se satisface con el hecho de que los absorba la presión cultural de “vive el día de hoy”. Esta situación le lanza a usted el desafío de ayudar a los jóvenes a analizar su cultura con el mismo espíritu crítico con que analizan la iglesia.
Preste atención a las individualidades
Recuerde que cada joven es un individuo. No espere que todos reaccionen de la misma manera a las ideas, los programas e, incluso, hacia usted mismo. Dios creó a cada persona diferente, única y especial. Su responsabilidad consiste en amar a cada cual por lo que realmente es. Sea un amigo personal y digno de confianza. Planifique actividades que concuerden con los intereses y la personalidad de cada joven del grupo.
Disposición a servir
El motivo de su liderazgo es servir a los jóvenes. La tentación de los líderes consiste en estar más preocupados por su reputación personal y el éxito que por el crecimiento espiritual de los jóvenes. Pero los grandes líderes de jóvenes trabajan con el fin de convertirlos en personas íntegras, ampliando la visión y el propósito que tenían para sí mismos.
Eso sucede cuando usted se ve a sí mismo como un siervo de Dios, de la iglesia y, por eso mismo, de los jóvenes. Tiene el privilegio de trabajar para que los jóvenes sean las personas que Dios desea que sean.
Sobre el autor: Pastor adventista. Trabaja en la Columbia Británica, Canadá.