Jamás podemos descuidar el deber de propiciar una atmósfera de culto que facilite la comunión con el Señor.
“Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren. Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren” (Juan 4:23, 24).
En el diálogo que tuvo con la mujer samaritana, Jesús llevó a su interlocutora a preocuparse por la definición de la verdadera religión. Despertó en ella la convicción de abandonar las formas ritualistas, particulares, únicamente en el Templo, porque Dios no es una divinidad encerrada en un lugar distante, que permanece indiferente a sus hijos. Constantemente, el Señor permanece con aquellos que lo adoran en espíritu y en verdad. Así, el culto es un ejercicio consciente de la mente que alcanza los cielos. Es adorar a Dios “en espíritu y en verdad”, “en la belleza de su santidad”, con alabanza, confesión, dedicación y contrición.
Por eso, las siguientes preguntas deberían preocupar al conductor del culto: Mi iglesia ¿tiene conciencia de Dios? Al dejar el templo, ¿salieron los adoradores con la sensación de haber comulgado con Dios? Las avenidas del alma ¿fueron descongestionadas de las cosas terrenales, facilitando el camino para las bendiciones celestiales?
Esa experiencia de comunión puede ser facilitada. En cierta ocasión, Dios pidió que su pueblo se presentara delante de él, porque él se revelaría de manera gloriosa (Éxo. 19). La preparación para ese encuentro debía comenzar días antes; y nadie debía ir apresuradamente, sino con reverencia. Esa preparación incluía cuerpo, corazón y mente.
Dios no cambió. Es grandioso, creador y soberano del universo, fuente de sabiduría, conocimiento, bondad, gracia y amor inconmensurables. Es santo, si bien es plenamente accesible. Cuando alguien lo busca, él ciertamente se revela. Es en este encuentro cuando se procesa el verdadero culto, que puede ser individualmente tributado; pero, es en la iglesia donde sucede en términos colectivos. Es allí que, como congregación, tenemos el privilegio de sentarnos a los pies de Cristo y respirar la atmósfera del cielo. Por eso, la preparación requerida del pueblo de Israel es todavía necesaria hoy.
La preparación del cuerpo
No fue por causalidad que Dios comenzó el día de descanso sabático a la puesta del sol. Entre otras razones, es bastante significativo que podamos tener, por lo menos, doce horas de descanso físico antes del culto. ¡Cuán importante es que comencemos a la puesta de sol del viernes nuestra preparación física para el encuentro sabático de adoración! Descansar, compartir momentos especiales con la familia, dormir temprano y despertarnos lo suficientemente temprano como para evitar las apuradas son prácticas que ejercen una gran influencia en nuestra experiencia de alabanza a Dios. Si alguien llega cansado a la iglesia, todo le resultará cansador y aburrido.
Al llegar a la iglesia, entramos colectivamente ante la presencia de Dios, razón por la cual todo en nosotros debe revelar una actitud reverente. En este aspecto, no podemos descartar la indumentaria. Conviene que cada adorador, adulto o niño, vista sus mejores ropas; lo que no significa ostentación, lujo o extravagancia. El buen gusto y la discreción deben caracterizar la apariencia personal, de acuerdo con el espíritu de adoración.
Lamentablemente, existen personas que se visten de manera impropia para la casa de Dios, lo que atrae frecuentemente la atención de otras personas. Entonces, surgen pensamientos que no deberían tener lugar en el corazón de los adoradores. En el culto, Dios debe ser el objeto exclusivo de nuestros pensamientos. Cualquier cosa que nos desvíe de ese objetivo es ofensiva para él. Por medio del apóstol Pedro, el Señor nos aconsejó: “Vuestro atavío no sea el externo de peinados ostentosos, de adornos de oro o de vestidos lujosos, sino el interno, el del corazón, en el incorruptible ornato de un espíritu afable y apacible, que es de grande estima delante de Dios” (1 Ped. 3:3, 4).
Preparación mental
Con mucha propiedad, el poeta y cantor de Israel escribió: “Adorad a Jehová en la hermosura de la santidad” (Sal. 96:9). Casi todas las personas adoran algo, porque eso forma parte de la naturaleza humana. Muchas, incluso, hasta se adoran a sí mismas, sus opiniones, filosofías; o adoran la ciencia, la riqueza, el poder y las glorias efímeras del mundo.
El significado del culto depende de la formación cultural, religiosa y doctrinaria de cada persona. Dentro de esa esfera, varía mucho el estado mental del adorador. En el culto, la persona puede estar perturbada con muchos problemas mentales que lo desvían de lo que sucede a su alrededor. Ve, escucha y hasta participa, pero la mente “vuela” por diferentes aires. Por ejemplo, en el trayecto hasta el lugar de culto, el adorador pudo haber visto un accidente automovilístico que lo sensibilizó mucho; pudo haber presenciado una pelea trágica o haber sido maltratado por alguien. Eso, sin hablar de los problemas personales con los que luchó durante la semana. ¿Cómo será el estado mental de ese adorador? A menos que redireccione la mente hacia el culto, olvidándose de los problemas o, sencillamente, llevando a Dios toda ansiedad (1 Ped. 5:7), puede ser que deje de recibir las bendiciones del culto.
Se cuenta que una señora, ciega y sorda, asistía regularmente a todos los cultos. Para ella, el culto no dependía de lo que pudiera ver o escuchar. Al preguntársele la razón por la que asistía a la iglesia, ella respondió: “Justamente porque deseo estar donde sé que Dios desea que yo esté. Eso es culto para mí”. Ese es el fruto de la preparación mental.
Preparación espiritual
Si queremos estar preparados para adorar a Dios en el culto, algo debe suceder dentro y fuera de nosotros. Primeramente, debe haber entrega personal a Dios. En este punto, la oración es esencial. Debemos orar por nosotros mismos, por lo que haremos y ejecutaremos; orar a fin de que Dios nos haga humildes, dispuestos a oír y a ser usados por el Espíritu Santo. Orar por los adoradores, para que también ellos sean susceptibles a la voz de Dios y estén dispuestos a cambiar lo que sea necesario, según lo que Dios les pida a través de su Palabra.
En segundo lugar, dirigentes y asistentes necesitan estar conscientes de que, aun dentro de la iglesia y en el culto, no están libres de tentaciones. Refiriéndose al trabajo de Satanás, Elena de White escribió: “Cuando ve al ministro de Dios escudriñando las Escrituras, toma nota del tema que va a ser presentado a la congregación, y hace uso de toda su astucia y pericia para arreglar las cosas de tal modo que el mensaje de vida no llegue a aquellos a quienes está engañando precisamente respecto del punto que se ha de tratar. Hará que la persona que más necesite de la admonición se vea apurada por algún negocio que requiera su presencia, o impedida de algún otro modo de oír las palabras que hubiesen podido tener para ella sabor de vida para vida” (El conflicto de los siglos, p. 510).
¡Qué terrible pensamiento! El adversario mira por sobre los hombros del predicador, mientras este prepara su mensaje, y entonces corre de casa en casa de cada uno que necesita escucharlo y ser ayudado espiritualmente por él. Entonces, distribuye dolores de cabeza, molestias estomacales; hace que algunas gotas de agua parezcan una tormenta; genera un estado emocional que lleva a muchos a no ir a la iglesia. También, trabaja con el propio predicador, suscitando preocupaciones, obnubilando la mente, envaneciéndolo, entre otros engaños.
Si el enemigo no puede impedir que alguien tenga el deseo de asistir a la iglesia, probablemente lo acompañe. Por eso, algunas personas alegan que no encontraron a Dios en el culto. Eso no es verdad: Dios está en el culto. Lo que puede suceder es que el oyente no se haya sentido bien con el mensaje, que debe hacer sentir bien a los perturbados y perturbar a los que viven confortablemente. Es necesario que haya madurez espiritual, con el fin de que se reconozcan las miserias del pecado, que se tenga fe y confianza para cambiar lo que sea necesario en la vida, buscando así ser semejantes a Cristo. Cuando existe esa disposición espiritual, el Señor toma a la congregación y la eleva hasta él. El resultado de ese encuentro es el verdadero culto y la recepción de las bendiciones inefables.
La preparación del pastor
Esencialmente, el pastor es el conductor del culto y el responsable por él. Los miembros de la iglesia deben estar preparados para adorar a Dios. Pero el pastor, que debe ser consciente de la santidad y de la importancia del culto, tiene el deber de llevar a su congregación a tener un encuentro real con Dios, tiene sobre sí una gran responsabilidad. Solo alguien que tenga una vida enteramente consagrada a Dios, sin ningún compromiso secular, está apto para conducir ese encuentro.
Es muy lógico que Dios espere más del pastor que de los adoradores. Los últimos viven preocupados por la lucha por la supervivencia; no disponen de tiempo, como el pastor, para dedicarse integralmente a las cosas espirituales. El pastor es guía del rebaño; la iglesia depende de él. Así, debe estar compenetrado del significado de la naturaleza del culto y de todas sus implicaciones. Debe tener una visión abarcadora del culto. Solo así puede planificar convenientemente lo que, de hecho, es un servicio de adoración.
Se espera que el pastor tenga preparación introspectiva, de la mente y del corazón. Además de la preparación académica para sus funciones, él debe ser ejemplo de pureza y de competencia en todos los sentidos. Al estar constantemente ante el pueblo, ejerciendo una función sagrada, el pastor debe tener en mente que su vestimenta puede distraer a los adoradores. Por lo tanto, no debe minimizar la necesidad de vestirse de acuerdo con el lugar y el momento.
“No debe haber negligencia al respecto. Por amor a Cristo, cuyos testigos somos, debemos tratar de sacar el mejor partido de nuestra apariencia. […] Nuestra apariencia, en todo respecto, debe caracterizarse por el aseo, la modestia y la pureza. Pero, la Palabra de Dios no sanciona el hacer cambios en el atavío meramente por seguir la moda, a fin de conformarse al mundo. […] Aun el modo de ataviarnos expresará la verdad del evangelio” (El evangelismo, p. 199).
Las vestiduras del sacerdote eran símbolo del servicio que realizaba (Éxo. 28:2). El pastor busca vestirse de manera coherente con la dignidad de la vocación recibida de parte de Dios. Debe tener una profunda convicción de que no solo es predicador y líder del culto, sino también adorador.
Es de gran significado para la congregación ver que su dirigente participa del culto porque está convencido. En ese momento, él no se sienta descuidadamente, revisando sus anotaciones del sermón, cuchicheando, indiferente a lo que ocurre en el culto. Junto con la congregación, participa de la lectura bíblica y alaba, entonando los himnos.
El pastor debe ser el conductor de la liturgia mucho tiempo antes del comienzo del culto. Necesita estar seguro de que todo está debidamente planificado, de manera armoniosa y progresiva, a fin de alcanzar el clímax deseado, que es la dedicación de los adoradores. Debe distribuir responsabilidades con suficiente antelación, delegándolas en los auxiliares, evitando así atropellos de última hora. De ese modo, los participantes desempeñarán las respectivas partes con orden, decoro y calma, evitando deslices que distraigan a los demás adoradores. El pastor tiene el deber de instruir y concientizar a sus colaboradores, al igual que a la congregación, acerca de lo que es el culto y de cómo realizarlo debidamente, para honra y gloria de Dios.
“Nada de lo que es sagrado, nada de lo que pertenece al culto de Dios, debe ser tratado con descuido e indiferencia” (Joyas de los testimonios, t. 2, p. 193). Los pastores y los ancianos jamás pueden descuidar el deber de propiciar una atmósfera de culto que facilite la comunión con el Señor. Dios ordenó que la adoración fuera atractiva, bella e inspiradora. No debemos confundir humildad con mal gusto o descuido. Es designio del Señor que la verdadera adoración nos haga felices, nos transmita seguridad ahora y contribuya a nuestra preparación para la eternidad. No es una experiencia ideada para debilitar, sino para fortalecer. “Dios enseña que debemos congregarnos en su casa para cultivar los atributos del amor perfecto. Esto preparará a los moradores de la Tierra para las mansiones que Cristo ha ido a preparar para todos los que lo aman” (Joyas de los testimonios, t. 3, p. 34).
Sobre el autor: Profesor jubilado de Teología, reside en San Pablo, Rep. del Brasil.