Pregunta 33 (Continuación)

V. EL CONFLICTO EN EL HUERTO

Desde ese lugar de comunión, Jesús salió para enfrentar al diablo en una lucha de vida o muerte. Creemos que en el huerto del Getsemaní tomó de veras nuestro lugar y de un modo especial, tuvo profunda conciencia de la carga del pecado del mundo.

En esa hora oscura clamó: “Mi alma está muy triste, hasta la muerte” (Mat. 26:38). En el huerto no oró por sus discípulos sino por sí mismo. La Escritura lo presenta “ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte” (Heb. 5:7). Las siguientes líneas describen enfáticamente la realidad de esa crisis:

“Sentía que el pecado le estaba separando de su Padre. La sima era tan ancha, negra y profunda que su espíritu se estremecía ante ella. No debía ejercer su poder divino para escapar de esa agonía. Como hombre, debía sufrir las consecuencias del pecado del hombre. Como hombre, debía soportar la ira de Dios contra la transgresión.

“Cristo asumía ahora una actitud diferente de la que jamás asumiera antes. Sus sufrimientos pueden describirse mejor en las palabras del profeta: ‘Levántate, oh espada, sobre el pastor, y sobre el hombre compañero mío, dice Jehová de los ejércitos’. Como sustituto y garante del hombre pecaminoso, Cristo estaba sufriendo bajo la justicia divina. Veía lo que significaba la justicia” (El Deseado de Todas las Gentes, pág. 637).

VI. CRISTO, SACERDOTE Y SACRIFICIO A LA VEZ

Allí en el huerto y más tarde en la cruz Cristo fue tanto el que ofrecía como lo ofrecido; fue sacerdote y víctima a la vez.

“Así como en el servicio típico [simbólico] el sumo sacerdote ponía a un lado sus ropas pontificias, y oficiaba con el blanco vestido de lino del sacerdote común, así Cristo puso a un lado sus ropas reales, fue vestido de humanidad, ofreció sacrificio, siendo él mismo el sacerdote y la víctima” (Elena G. de White, Los Hechos de los Apóstoles, pág. 27).

Los sacerdotes levíticos, en el servicio simbólico, eran consagrados por la sangre de becerros (Levítico 8), pero Cristo, en la perfección de su sacerdocio, fue consagrado por su propia sangre (Heb. 9:12). La Escritura dice que “se ofreció a sí mismo”, y como nuestro sumo sacerdote fue “hecho perfecto para siempre”, “y esto no fue hecho sin juramento” (Heb. 7:27, 28, 20).

Su sacerdocio, por lo tanto, incluye su ofrenda de sí mismo a Dios, porque sólo un sacerdote podía ofrecer sacrificios. Fue mediante el derramamiento de su propia sangre como ratificó el pacto eterno que Dios hizo por el hombre al principio. Los efectos de ese sacrificio, sin embargo, nunca habrían llegado a beneficiar al hombre si Cristo no hubiese resucitado de los muertos y tomado su lugar a la diestra del Padre. El apóstol Pablo afirma esto claramente: “Si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe”. “Si Cristo no resucitó… aun estáis en vuestros pecados” (1Cor. 15:14, 17).

Cuando nuestro Señor ascendió a los cielos apareció ante el Padre en la presencia de los ángeles, en cuya ocasión fue consagrado como nuestro sumo sacerdote. Como Melquisedec, él también es “Rey de justicia” y “Rey de paz” (Heb. 7:2). Aunque es el Rey de gloria, también es el Rey-sacerdote según el orden de Melquisedec que está sobre el trono de su Padre como el único mediador entre Dios y su pueblo. “Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1Tim. 2:5). Como divino Hijo de Dios, llegó a ser sacerdote según el orden de Melquisedec (Heb. 6:20), cuya singular característica es que “permanece… para siempre” (Heb. 7:3). De manera que Cristo “tiene un sacerdocio inmutable” (vers. 24). Él está “viviendo siempre” (vers. 25).

VIl EL ANTIGUO SERVICIO DEL SANTUARIO: UNA LECCIÓN OBJETIVA

Al paso que los adventistas creemos que el tabernáculo, —o santuario— mosaico, con sus servicios de sacrificio, por ser un símbolo iba a encontrar su cumplimiento en la ofrenda y el ministerio sacerdotal perfectos de nuestro Señor, sin embargo reconocemos también que pueden aprenderse importantes lecciones del estudio del tabernáculo y de sus servicios. Pero mientras los símbolos y sombras del ritual levítico tienen un significado espiritual, no debe esperarse que cada detalle del santuario de la antigüedad tenga un significado simbólico.

Por ejemplo, las clavijas, los postes y las basas que mantenían en pie el tabernáculo eran artículos de utilidad que no tenían significado especial. Es mejor ver y estudiar las grandes realidades del sacrificio y del ministerio sacerdotal de Cristo que espaciarse demasiado acerca de los detalles del servicio simbólico, que no ofrecían sino una inadecuada descripción del sacrificio y del ministerio de Cristo. Es mucho mejor interpretar el tabernáculo terrenal a la luz del celestial que circunscribir las realidades con las limitaciones de una aplicación demasiado estricta de los símbolos.

El edificio, el ritual y los sacrificios, tomados en su totalidad, estaban calculados para mostrarnos el camino a Dios. Esos sacerdotes de antaño servían “a lo que es figura y sombra de las cosas celestiales” (Heb. 8:5). Y aunque eran solamente “la sombra de los bienes venideros, no la imagen misma de las cosas” (Heb. 10:1), sin embargo eran una vívida, lección objetiva de la realidad, una institución profética de profundo significado. Por esa razón se registró en forma muy detallada todo lo concerniente al edificio y a su servicio. Gran parte del Éxodo y todo el Levítico están consagrados a esta instrucción y la esencia de esta enumeración detallada se echa de ver en su Verdadero significado en la Epístola a los Hebreos.

Lamentablemente hay cristianos que parecen asignarle poco valor al estudio del antiguo santuario y sus servicios. Sin embargo, esos símbolos contienen un profundo significado. Aunque “nada perfeccionó la ley” (Heb. 7:19), y “nunca puede, por los mismos sacrificios que se ofrecen continuamente cada año, hacer perfectos a los que se acercan” (Heb. 10:1), el hecho de que en las Escrituras se haga tanto hincapié sobre el antiguo santuario y sus servicios revela su importancia, no sólo para los israelitas de antaño, sino también para los cristianos de hoy.

Aunque “la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar los pecados” (Heb. 10:4), el sacrificio de nuestro Señor en la cruz sí lo hace. “Pero ahora, en la consumación de los siglos, se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado” (Heb. 9:26). “Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos” (vers. 28). La expresión “una sola vez” o “una vez para siempre” referida al sacrificio de Cristo es profundamente significativa. La palabra griega es hápax “Cristo padeció una sola vez por los pecados” (1 Ped. 3:18); “Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos” (Heb. 9:28); y “ahora, en la consumación de los siglos, se presentó una vez para siempre” (vers. 26).

En los siguientes cuatro versículos se usa en griego la expresión efápax, forma enfática de hápax: “Esto lo hizo una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo” (Heb. 7:27); “Entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo” (Heb. 9:12); “Al pecado murió [Cristo] una vez por todas” (Rom. 6:10); “La ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre” (Heb. 10:10). El hizo esto no “por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre”, entrando una vez para siempre en el lugar santo (o lugares santos) (*), “habiendo obtenido eterna redención” para nosotros (Heb. 9:12).

VIII. REDENCIÓN ABSOLUTA MEDIANTE LA VICTORIA DE CRISTO

Cuando ascendió al cielo, Cristo “se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas” (Heb. 1:3; compárese con Rom. 8:34; Efe. 1:20; Col. 3:1). El significado de este acto se pierde si lo interpretamos tan sólo en sentido topográfico. Lo que expresa en realidad es el honor representado mediante la autoridad. Esteban describió a Cristo no sentado sino “puesto en pie, a la diestra de Dios” (Hech. 7:56, VM). Aunque es nuestro Sumo Sacerdote que ministra en nuestro favor, también es codirector con el Padre en el gobierno del universo. Cuán glorioso es el pensamiento de que el Rey, que ocupa el trono, ¡también es nuestro representante en las cortes celestiales! Esto adquiere un significado aún mayor cuando pensamos que Jesús, nuestra garantía, entró en los “lugares santos” y compareció en la presencia de Dios por nosotros. Pero no lo hizo con la esperanza de conseguir algo para nosotros en esa oportunidad o en alguna ocasión futura. ¡No! Él ya lo había obtenido para nosotros en la cruz. Y ahora como nuestro Sumo Sacerdote ministra las virtudes de su sacrificio expiatorio en favor nuestro. El Dr. Thomas Charles Edwards con acierto hace notar:

“El sacrificio fue hecho y completado en la cruz, así como las víctimas eran degolladas en el atrio exterior. Pero era mediante la sangre de esas víctimas por la cual el sumo sacerdote tenía autoridad para entrar en el lugar santísimo; y cuando entraba, debía salpicar la sangre caliente y así presentar el sacrificio a Dios. De la misma forma Cristo debía entrar en un santuario para presentar el sacrificio hecho en el Calvario” (The Epistle to the Hebrews, pág. 135, en The Expositor’s Bible).

También el Dr. H. B. Swete, catedrático de Teología en la Universidad de Cambridge, declaró acertadamente:

“Un evangelio que hubiera terminado con la historia de la cruz habría tenido todo el poder elevador del sentimiento conmovedor y del amor. Pero habría faltado el poder de una vida sin fin. Es la vida permanente de nuestro Sumo Sacerdote lo que hace eficaz su sacrificio expiatorio, y es el manantial perenne de la vida de justificación y gracia en todos sus verdaderos miembros de la tierra” (The Ascended Christ, pág. 51).

Aunque no podemos comprender plenamente la naturaleza del ministerio sacerdotal de Cristo, sin embargo sabemos que él es nuestro mediador, y el único mediador entre Dios y el hombre (1 Tim. 2:5). Ese ministerio es una obra de intercesión (Rom. 8:34; Heb. 7:25). Nos confiesa delante del Padre y nos reclama como suyos (Apoc. 3:5). Concede gracia y auxilio desde el trono de la gracia (Heb. 4:16). Y en su calidad de sumo sacerdote, da a su pueblo poder para vencer el pecado (1Cor. 15:57; Apoc. 3:21).

Una de las palabras claves en el estudio del sacerdocio de Jesús es la palabra “mejor”. El introdujo una “mejor esperanza” (Heb. 7:19), y es mediador de “un mejor pacto, establecido sobre mejores promesas” (Heb. 8:6), y de esa forma fue hecho fiador “de un mejor pacto” (Heb. 7:22).